Marta Mantecón

«Todo es errar»

«Inmersión», Ed. Centro Puertas de Castilla, Ayuntamiento de Murcia, 2019, pp. 52-59.

Texto en Inglés

 

I.

Imagina que caes. Pero no hay tierra.

 

Vivimos en estado permanente –o cuando menos intermitente– de caída libre, sostiene Hito Steyerl[1], aunque apenas nos damos cuenta. Tal desorientación se debe a la pérdida de un horizonte fijo que haga visibles las cosas como antaño. Nos encontramos más bien, prosigue la artista, ante un nuevo tipo de soberanía vertical que ha ocasionado la pérdida de conciencia sobre qué está arriba y qué abajo, qué antes y qué después, dónde están nuestros cuerpos y cuáles son sus límites. Al tiempo que se multiplican las perspectivas, se distorsionan también las clásicas convenciones acerca de la estabilidad del sujeto, el tiempo y el espacio. Las nuevas tecnologías han transformado nuestra forma de orientarnos y nuestra mirada, descorporeizada e intrusa, se filtra a través de máquinas y objetos que pueden activarse por control remoto. Se trata de una perspectiva que “proyecta ilusiones de estabilidad, seguridad y dominio extremo sobre un telón de fondo de soberanía 3D expandida” y, al mismo tiempo, recrea sociedades convertidas en “abismos urbanos de caída libre y terrenos escindidos susceptibles de ocupación, vigilancia aérea y control biopolítico”[2]. No hay forma de tocar tierra, puesto que no existe una base estable donde llegar. En esta caída infinita el suelo es el miedo, nos advierte Chantal Maillard, quien considera que elevarse ya no nos pertenece pero, por otro lado, tampoco queremos descender a los abismos, quizá porque para lo primero se precisa inocencia y para lo segundo cierta lucidez. Con todo, siempre hay un nivel inferior al abajo: “Abajo, rizoma y, más abajo, espejo”[3].

 

Marina Núñez nos propone un viaje en caída libre a través de un imaginario mundo vertical. La cámara planea sobre un paisaje insólito, aparentemente insondable, vacío, que posee una naturaleza híbrida, a medio camino entre lo pétreo, lo mineral y lo vegetal. Telúrico e inmenso, presenta una geografía escarpada y una tectónica cambiante, horadada de formaciones geométricas llenas de entrantes y salientes que generan millones de fosas o cavidades más o menos profundas, por lo que los itinerarios posibles se multiplican hasta el infinito, evidenciando de paso cómo nuestra mirada es incapaz de dar cuenta del todo. El trayecto describe una inmersión desde el exterior hacia lo más recóndito –algo así como una bajada al infierno o un viaje al centro de la tierra–, que nos obliga a penetrar en el abismo de un precipicio sin fondo, puesto que reaparece y se reconstruye a medida que descendemos, como si no hubiera límites o estos fuesen cada vez más inciertos. De un mundo surge otro mundo y así sucesivamente, sin interrupción. La metamorfosis es continua, pero siempre a partir del mismo patrón. La caída no es brusca, dado que sentimos cierta ingravidez; algo parecido a una profundidad sin vértigo o, por lo menos, no un vértigo incómodo, sino un efecto magnético y misterioso que nos proporciona un inesperado placer. Sin embargo, la desorientación atraviesa todo el recorrido, pues la percepción de la escala se va modificando a medida que descendemos, de modo que cualquier presunción de certidumbre visual se rompe una y otra vez. Como los protagonistas de la novela de Julio Verne, confiamos en que la brújula señala el norte cuando en realidad estamos viajando hacia el sur.

 

El paisaje se va actualizando a medida que avanzamos. Su nivel de detalle es invariablemente el mismo. La geometría fractal permite la reproducción de formas autosimilares a diferentes escalas, de tal manera que el paisaje es una copia de sí mismo y cada fracción contiene toda la información[4], en una suerte de circuito integrado que sugiere un movimiento infinito. Las variaciones, a primera vista, resultan imperceptibles. Todo parece estar interconectado, igual que sucede cuando miramos a través de un caleidoscopio. La mise en abyme posibilita que el mismo fragmento se reproduzca dentro de otro de menor tamaño, sin ocultar su artificio y desvelando, por tanto, su falta de sentido. Todo es ficción. El paisaje fractal, lo mismo que la narración, se abre indefinidamente a otros significados que vuelven a estar contenidos en otras palabras y así hasta el infinito. La diferencia aquí es que la resolución y la nitidez de las formas permanecen constantes.

 

La orografía, por otro lado, recuerda las formas circulares de los mandalas, que constituyen una representación del mundo que simboliza la no-dualidad y nace precisamente para trascender las oposiciones “de lo múltiple y lo uno, de lo descompuesto y lo integrado, de lo diferenciado y lo indiferenciado, de lo exterior y lo interior, de lo difuso y lo concentrado, de lo aparente visible y lo real invisible, de lo espacio-temporal y lo intemporal y extraespacial”[5]. Análogamente, el relieve guarda un aspecto similar a los mocárabes o las muqarnas, con sus característicos prismas colgantes de múltiples caras que se repiten y encadenan desvelando sus celdas, combinando tipologías y reproduciéndose en formaciones intrincadas, síntesis de ritmo y geometría, para adaptarse a cualquier superficie, persiguiendo el juego dinámico y cambiante de luces y sombras. Este tipo de máscara ornamental, paradójicamente, constituía una representación de la bóveda celeste[6] que simbolizaba la búsqueda de un cosmos ordenado y perfecto; tal vez la misma razón por la cual Marina ha invertido su posición.

 

Nos precipitamos al vacío, penetramos en sus intersticios y, al final del recorrido, avistamos una, dos, tres figuras. La inmersión ha sido profunda hasta encontrarnos con ellas. “Allí donde ya no hay nada, debe aparecer el Otro”[7], señaló lúcidamente Baudrillard. Nosotros, los intrusos, acabamos de experimentar una caída similar a la de Ícaro. La travesía vertical nos ha conducido hasta las zonas del no ser, un mundo subterráneo e invisible donde habitan los otros, no humanos o subhumanos, cuya construcción es siempre intensamente corporal. Estos seres fuera de escena, sin cabida en el Edén celestial, ocupan un territorio alternativo y fractal que, igual que los sistemas caóticos, posee una dinámica tan inestable como impredecible. Así se construye un afuera.

 

 

II.

No pares de toquetear mis orificios que supuran, extendiendo mi límite.

 

El colectivo VNS Matrix[8] anunciaba hace ya más de dos décadas el nacimiento de un cuerpo horadado, sintéticamente reconstruido, que pretendía escapar de la lógica binaria. Las figuras que encontramos después de nuestra inmersión en las imágenes y los vídeos de Marina Núñez armonizan con esa descripción. Parecen duplicados de sí mismas, como si lo biológico y lo artificial se hubiesen fundido en un mismo ser, burlando las fronteras entre lo humano, lo animal y la máquina. Estamos ante seres repetidos, clones aparentemente idénticos, no esencializados, que desafían la noción de original y, por consiguiente, ilegítimos, que revelan su naturaleza construida a partir de una trama fractal que se asemeja punto por punto a cada una de sus partes, incluido el paisaje de donde provienen, con el que mantienen una relación de afinidad y semejanza, no de dominio. Capaces de integrarse con cualquier elemento, su carácter híbrido, en constante mutación y metamorfosis, parece haberles permitido crear su propio entorno para luego brotar de él –o de otro cuerpo–, en una suerte de desdoblamiento infinito, posiblemente porque “no hay una forma de identidad que no incluya la extrañeza de la división y de la fragmentación del ser”, tal como apunta Menene Gras Balaguer[9]. El juego especular entre la figura y su entorno puede que aluda asimismo a nuestro perpetuo ejercicio de nomadismo productor de identidades que se disuelven y se vuelven a autogenerar, siempre en construcción, donde el proceso prevalece sobre lo acabado.

 

El punto de vista picado, prácticamente cenital, afirma nuestra necesidad de control, pero también alimenta cierta empatía. Su color, igual que el medio que les sirve de contexto, ha quedado restringido al blanco y negro o, más bien, a toda una gama de grises que reemplaza al “color carne” que la cultura occidental, con su cosmética de blanqueamiento, ha consensuado para identificar al sujeto universal. La grisalla, a lo largo de la Historia del Arte, en su persistente búsqueda de la inmortalidad, se solía aplicar a aquellas obras que debían ser interpretadas como estatuas y, por tanto, como seres no vivientes. En este caso, si bien es cierto que contribuye a reforzar la materialidad, el peso y la gravedad de los cuerpos, su aspiración de permanencia se tambalea, puesto que son seres agujereados[10]. Su anatomía completamente perforada, tatuada de surcos y bifurcaciones, recorrida por infinidad de orificios o grietas con entradas y salidas múltiples, conforma una membrana reversible y porosa que ya no aísla del mundo como una armadura ni preserva la unidad de un yo unitario y compacto, sino que enlaza con el exterior para que podamos penetrar por sus fisuras y sus huecos. Su identidad resquebrajada (fractal proviene del vocablo latino fractus, que significa quebrado o fragmentado) delata su condición frágil y vulnerable. No necesitan tapar sus agujeros. Respiran, piensan y sienten con todo su cuerpo-prótesis, lleno de aberturas a conexiones múltiples, más allá de cualquier escala. Su epidermis, tejida de la misma sustancia que el medio que habitan, nos habla de su apertura al intercambio.

 

Frente al cuerpo cerrado, impenetrable y opaco, de límites perfectamente definidos, Marina Núñez presenta un cuerpo incompleto, profundamente abyecto[11], inestable y expuesto, construido con los mismos elementos que su entorno y abierto a las dinámicas de cambio, de transformación, de simbiosis, diluyendo las demarcaciones entre interior y exterior; un cuerpo que, de manera simultánea, es territorio. Jamás pierde su forma, pues esta, lo mismo que el espacio que ocupa, se recompone una y otra vez. Las fronteras, verdadero sustento de la dominación occidental, no tienen sentido aquí, en vista de que no hay un lugar desde el cual negociar un adentro y un afuera.

 

Las figuras emergen desde los confines de un abismo de luces y sombras, pero no están solas ni incomunicadas. Componen una pequeña comunidad sin jerarquías que tiende a multiplicarse de forma exponencial. Parecen ser parte de un sistema complejo que, precisamente por su carácter artificial, se encuentra liberado de las ficciones de raza, especie, sexo o género. No podemos adscribirlas a un origen. Desconocemos su edad. Tampoco poseen rasgos que permitan identificarlas, de no ser la trama de sus orificios. No se rigen por ningún centro. Más bien, gozan de centros múltiples que se expanden, mudan de lugar, de forma y de escala. Su carne es elástica, espaciosa. No hay una estructura fija que las sostenga, dado que su dermoesqueleto es cambiante y lleno de agujeros, como si no pudieran permanecer contenidas dentro de sus propios bordes. Cada vez que el cuerpo muta, se modifica su identidad. Su aspecto es el de una agrupación de guerreras que lucen abiertamente sus máscaras de lucha, cuya textura es semejante a la resto del cuerpo. En el teatro griego la “máscara”, que corresponde a la definición de “persona” en latín, servía para identificar al personaje. Por otro lado, la ficción somatopolítica de la feminidad está construida como mascarada, conforme lo explicó Joan Rivière[12], algo que para Marina Núñez puede llegar a ser tan gozoso como subversivo[13], en vista de que no existe una feminidad ontológica, sino performativa, construida a partir de la repetición paródica. Nos hallamos entonces frente a cuerpos post-humanos (precedidos de un prefijo que, según Hito Steyerl, señala una historia anterior en estado de inmovilidad) que participan de algunas características del cyborg de Donna Haraway, del sujeto nómade de Rosi Braidotti, de las netianas de Remedios Zafra y, por supuesto, que sintonizan con la teoría de la performatividad de Judith Butler, para quien nuestro ser corporal no es más que una forma de ser para el otro.

 

Su morfología tallada, en un espacio intermedio entre lo pétreo, lo vegetal, lo mecánico y lo cibernético –o puede que se trate de un tatuaje, un bajorrelieve esculpido en algo parecido al yeso o una membrana textil– da cuenta de su inestabilidad. Marina Núñez construye estos cuerpos con precisión de orfebre, llevando a cabo un trabajo minucioso, de profundo atractivo estético y pregnancia icónica, que de alguna manera problematiza con lo ornamental. La iconografía de la Historia del Arte canónica ha insistido, por activa y por pasiva, en la idea de que la belleza del hombre es natural; la de la mujer, construida. El cuerpo de ellas, lugar donde confluyen las técnicas de producción de poder y verdad, precisa de adorno. Pero el ornamento es testimonio de un conflicto que representa el espacio límite de la constitución social, explica Juan Luis Moraza. Conforma una reserva que admite, de un modo convulso, todo lo que se echa de más y, por tanto, es preciso evitar: lo obsceno, lo que queda fuera de la ley o del acuerdo de orden clásico, lo monstruoso, lo indeseable, lo otro; en definitiva, cualquier manifestación que introduzca la emergencia de lo real, de ahí que sea interpretado como artificio que escapa a la verdad. No se trata de un simple “aditivo exterior”, sino de una “sustracción interior”; por eso la Ley esquiva siempre el adorno, pues en él habita “la problematicidad del sistema que lo afirma y lo niega”[14]. Su abolición presupone la eliminación del conflicto pero, en estas obras de Marina Núñez, se potencia su ubicuidad, multiplicando con ello su dimensión problemática.

 

En épocas agitadas o inciertas las artes suelen complacerse en el equívoco, el trompe-l’oeil, la mentira o la negación[15]. El monstruo, siempre fuera del canon, acecha con insistencia para poner en jaque ciertas prescripciones somatopolíticas o proponer un uso desviado de las mismas. Quizá por eso estas guerreras lucen el ornamento en su propia piel. Desde su posición de exilio, nos miran y de algún modo nos interpelan, mostrando una gestualidad abierta y desafiante. Sus cuerpos hablan[16]. Vigilan. Resisten. Se deslizan fuera de la Ley. Forman una comunidad que restablece la memoria del abajo, como un nido de termitas capaz de derribar cualquier estructura. Se confrontan con el sistema para desobedecerlo y subvertir sus códigos normativos. Están ahí para sembrar la confusión.

 

Cuerpo y paisaje comparten la misma trama[17]. Su piel, a modo de interfaz tejida, parece un encaje que nos remite a una práctica consensuadamente femenina, vinculada tanto a la creación (unir, reparar, zurcir, recomponer, suturar) como a la destrucción (herir, cortar, clavar, pinchar, punzar). Su hacer y deshacer incorpora saberes ancestrales, colectivos, relacionales, desterrados a una jerarquía inferior respecto a las artes mayúsculas, pese a haber generado tecnologías de alta precisión y eficiencia (la aguja, por ejemplo, no ha logrado perfeccionarse desde su invención en el Paleolítico), capaces de conectar distintas temporalidades, que han actuado como fuente inagotable de discurso a lo largo de la historia. Las mitologías clásicas nos han proporcionado innumerables casos de tejedoras expertas (Aracne, Atenea, Ariadna, Penélope, Pánfila, Electra, Helena, Clitemnestra, Filomela, las Moiras o las Parcas y un larguísimo etcétera) que se utilizaron como modelos de interpretación de una realidad con la que legitimar el dominio hacia las mujeres, pioneras por otra parte en la aplicación de las nuevas tecnologías. Desde Ada Lovelace, la primera programadora informática, a las operadoras de telecomunicaciones o las analistas de las primeras computadoras tejiendo tarjetas perforadas parecidas a los telares, las mujeres, adscritas al mundo material y al trabajo mecánico –y, consecuentemente, inferiores por naturaleza, que es tanto como decir por Ley–, han desempeñado una labor similar a la de las máquinas[18], de ahí la alianza subversiva que existe entre ambas, encarnada a la perfección por la identidad cíborg. Marina Núñez confronta así lo mecánico con lo artesanal, alta y baja cultura, tecnologías high & low.

 

Esta tribu de guerreras o amazonas se construyen a sí mismas para dotarse de identidad y narrarse como sujetos. Se han liberado del bastidor que las constreñía para confeccionar extraños patrones que modelan un paisaje por el que vagamos de un modo errático, configurando un espacio tan magnético como ininteligible. En realidad, todo su cuerpo es tejido; un tejido fuerte que, al quebrarse, se regenera de forma automática. Habitadas por la red, son red. Y la red, como el tejido orbicular que se expande desde su cuerpo al territorio, funciona como un sistema de defensa y supervivencia, puede que también como una trampa o arma de seducción, pero sobre todo como una forma de escritura con valor político. Si consideramos que “la cita es la condición de posibilidad del acto de aparecer, lo incalculable del cuerpo que aparece y de su exceso como promesa subversiva”[19], podemos concluir que estamos frente a cuerpos-texto que aparecen para citar otros cuerpos y otros lugares de enunciación.

 

 

III.

¿Quién eres tú que extrañamente eres yo?

 

Esta pregunta, formulada por Hélène Cixous[20], se encuentra muy presente en el trabajo de Marina Núñez, para quien la cuestión identitaria constituye un eje vertebral. Los vídeos e infografías que articulan este proyecto se completan con una serie de figuras congeladas en el interior de cristales y retroiluminadas por la base, recorridas por una maraña de líneas, cables enredados o circuitos conectados que ascienden desde el suelo. Estos seres en progreso, unidos de forma indisoluble a su entorno, parecen haber multiplicado su aparato circulatorio y sensorial, amplificado sus fronteras físicas y mentales en un crecimiento arborescente o rizomático. Los hilos, o quizá ramas (curiosamente, la palabra clon viene del griego y quiere decir rama, brote o esqueje), se proyectan en múltiples direcciones, vinculando nuevamente interior y exterior. Son, en todo caso, emanaciones de lo sensible que simulan el sistema nervioso, linfático o sanguíneo, o posiblemente una red de componentes eléctricos o de telecomunicaciones que surge de sus cuerpos sacando un mayor partido a sus capacidades y potenciando una transmisión más fluida. Es como si las fibras o conductos que las sujetaban a una identidad estable se hubiesen desbordado, sin control o contención alguna, narrando su propia insubordinación y su resistencia a cualquier reducción taxonómica o lectura homogeneizante. A medida que vamos avanzando se van reproduciendo, debido a que han roto con ese devenir menos que la historia oficial adjudicaba a todos los cuerpos que se apartaban del canon. La suya es una imagen que se resiste a ser fijada, puesto que tiende al desorden.

 

Estas mujeres raíz o mujeres árbol, a través de sus filamentos, rizomas y otras formas del caos, están tejiendo una red de conexiones permeable a la contaminación, al contagio, a la infección. Los flujos que las recorren son como las secreciones de la araña, excrecencias del organismo, de sus traumas y temores, que muestran abiertamente su reverso caótico, imperfecto, polisémico, y aspiran a empatizar con el otro, cualquier otro, de modo que afectos como el amor, el miedo, el dolor, el odio o la indignación circulen entre sus cuerpos, alineándolos o desalineándolos. Marina Núñez plantea, como Hélène Cixous, un intenso y apasionado ejercicio de re-conocimiento donde cada cual “correría, por fin, el riesgo del otro, de la diferencia, sin sentirse amenazado/a por la existencia de una alteridad, pero regocijándose por agrandarse a base de las incógnitas que supone descubrir, respetar, favorecer, mantener”[21]. Sus cíborgs poseen identidades lábiles que “necesitan conectar” pues “parecen tener un sentido natural de la asociación en frentes para la acción política”[22]. El suyo es un yo interactivo, múltiple, moldeable en función del contacto con los demás, como parte de una red que se encuentra en perpetua transformación.

 

Sin embargo, los cuerpos de Marina Núñez no carecen de peso, como promete la red. No son un código binario ni conforman un circuito de información, sino una constelación de deseos, pulsiones y fluidos. Están dispuestos al goce, a experimentar su propia jouissance. Las locas, histéricas, muertas, monstruas y cíborgs de antaño son ahora mujeres de pie, dotadas de una identidad común con su entorno, formando comunidades tejidas en red. No se elevan ni flotan ingrávidas, sino que pisan el suelo, afirmando su diferencia. Para que la política tenga lugar, el cuerpo tiene que estar presente, advierte Judith Butler. Pero Occidente no tiene cuerpo porque carece de empatía hacia el otro y, precisamente, la empatía radical tiene que ver con aprender a poner el cuerpo en el lugar donde alguien ha sido vulnerado. Además, los otros, particularmente las mujeres, son siempre cuerpo, de ahí que las protagonistas de este relato se acaben metamorfoseando en circuitos portadores de otros flujos y otras formas de poder o placer que favorezcan “la contestación, la deconstrucción, la construcción apasionada, las conexiones entrelazadas” para transformar, en última instancia “los sistemas del conocimiento y las maneras de mirar”, tal como propone Donna Haraway[23]. Frente a la mirada platónica, cristiana y cartesiana, que desestimaba lo corporal en favor de las ideas, el espíritu o la razón, no hay ningún fundamento para hablar de una existencia sin cuerpo, desomatizada, pues la vida es un continuum con la materia. Ya no sirven las viejas certidumbres que basaban la definición de sujeto en una identidad rígida que legitimaba la colonización y el dominio de otros cuerpos, sometidos por medio del control necropolítico o biopolítico, fabricando un universo de dualidades y binarismos que muchos individuos han llegado a asumir dócilmente y a reproducir como propios. Sabemos que nuestra identidad es un constructo apócrifo, una ilusión eternamente inacabada ante la que solo cabe una reproducción ritualizada, performativa. Nuestro yo no puede ser autónomo, puesto que se construye en relación al otro, ese otro que llevamos dentro.

 

Marina Núñez ofrece una mise en abyme icónica y conceptual que genera tramas y aperturas inesperadas, quebrando los modos prescritos de repetición. Sus cuerpos, extrañamente hermosos, sugieren otras formas de aparecer, comunicarse y amplificar su resonancia. El don del viaje les pertenece, así que están permanentemente en tránsito, en construcción. Se vierten al mundo por sus orificios múltiples para conectarse con los demás. Habitan una temporalidad dislocada y un espacio inestable al que jamás son inmunes, como si hubiesen aprendido a existir en los intersticios del destierro o de un exilio donde ya no se trata de ser incluidas en el repertorio de lo legítimo o de ingresar en ningún canon. Están hechas de la misma sustancia que su entorno y son visibles desde la máscara, cortocircuitando la lógica del reconocimiento. Amenazan el orden desde las profundidades, erosionando las certezas aprendidas. Saben que el cuerpo es el topos del lenguaje y, desde ahí, proponen otros enunciados posibles. Su estrategia consiste en desviarlos de su esencia para hacerlos funcionar con otro código trasladándolos, según la fórmula planteada por Jean Baudrillard, desde el campo de la ley, donde impera el sentido, el valor o el capital, hasta el de la regla, donde operan las pautas del juego, el ritual, la ceremonia, la repetición[24].

 

Para que el encuentro sea posible, se precisa la inmersión, por más que el descenso nos obligue a precipitarnos por un territorio surcado de abismos, como sucede en la novela de Julio Verne. Asomarse a otras realidades requiere soltar el lastre del miedo. Es cierto que el viaje comporta un riesgo, una travesía por lo desconocido, pero por suerte los fractales proporcionan siempre una promesa de continuidad, aplacando nuestro sentimiento de vacío, aunque el periplo sea infinito. Galileo lo afirmó con rotundidad hace siglos: “Todo es errar vanamente por un oscuro laberinto”.

 

 

[1] Hito Steyerl: “En caída libre. Un experimento mental sobre la perspectiva vertical”, en Los condenados de la pantalla. Caja Negra, Buenos Aires, 2014. pp. 15-16.

[2] “Así como la perspectiva lineal producía un observador estable y un horizonte imaginarios, la perspectiva arriba-abajo produce un observador flotante y un piso estable imaginarios. […] Las nuevas tecnologías han permitido que la mirada del observador distanciado se haya vuelto cada vez más global y omnisciente, hasta el punto de hacerse masivamente intrusa: tan militarista como pornográfica, tan intensiva como extensiva, microscópica y macroscópica a la vez”, en Ibídem, pp. 27-28.

[3] Chantal Maillard: La mujer de pie. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2015. p. 34.

[4] El fractal se caracteriza porque toda la información relativa al objeto está encerrada en el más pequeño de sus detalles: “La trascendencia ha estallado en mil fragmentos que son como las esquirlas de un espejo” y “cada esquirla contiene el universo entero”, en Jean Baudrillard: “Videosfera y sujeto fractal”, en Videoculturas de fin de siglo. Cátedra, Madrid, 1990. p. 27.

[5] Jean Chevalier y Alain Gheerbrant: Diccionario de los símbolos. Herder, Barcelona, 1986. p. 679.

[6] “Las muqarnas expresan la coagulación del movimiento cósmico, su cristalización en el presente en estado puro”, en Alicia Carrillo Calderero: “Las cúpulas de muqarnas: Consideraciones generales acerca de su simbología”, en Imafronte, nº 17, 2003-2004. p. 10.

[7] Jean Baudrillard: La transparencia del mal. Ensayo sobre los fenómenos extremos. Anagrama, Barcelona, 1995. p. 135.

[8] VNS Matrix: “Bitch Mutant Manifesto”, 1996. Traducción disponible en Remedios Zafra: Netianas. N(h)hacer mujer en Internet. Lengua de trapo, Madrid, 2005. p. 131.

[9] Menene Gras Balaguer: “El mito de Ofelia y la mitología del cíborg en la obra de Marina Núñez”, en M-Arte y Cultura Visual, nº 26, 2017. p. 39.

[10] “Allí donde se quiebra el orden se abre una brecha. Todo lo desconocido asoma en la brecha”, en Chantal Maillard, op. cit., 2015. p. 271.

[11] “Aquello que perturba una identidad, un sistema, un orden. Aquello que no respeta los límites, los lugares, las reglas”, en Julia Kristeva: Poderes de la perversión. Siglo XXI, Buenos Aires, 1980. p. 11.

[12] Joan Rivière: “La femineidad como máscara”, en Athenea Digital, nº 11, 2007. pp. 219-226.

[13] Marina Núñez: “Máscaras”, en Transversal. Revista de cultura contemporania, nº 15, 2001. pp. 57-65.

[14] Juan Luis Moraza: Ornamento y Ley. Procesos de contemporización y normatividad en el arte contemporáneo. CENDEAC, Murcia, 2007. pp. 7-36.

[15] María Luisa Caturla: Arte de épocas inciertas. Revista de Occidente, Madrid, 1944. pp. 17-35.

[16] “El cuerpo, por medio de la gestualidad, se hace lengua. Se da una apropiación del lenguaje que pasa por torcerlo, por generar fisuras en su interior. Cambiar la palabra por el cuerpo conlleva una mediación estética, una pregunta sobre los modos de decir y un cuestionamiento sobre las formas de representar”, en Maite Garbayo Maeztu: Cuerpos que aparecen. Performance y feminismos en el tardofranquismo. Consonni, Bilbao, 2016. p. 23.

[17] “El verbo latino trameare significa atravesar: a través de (trans) un pasaje (meatus). La palabra griega trêma significa agujero, y trêsis, perforación. Urdir la trama es perforar”, en Chantal Maillard, op. cit., 2015. p. 106.

[18] “Llevar, traer, dar a luz los hijos, transmitiendo los genes para el árbol familiar: han sido tratadas como tecnologías de reproducción y aparatos domésticos, vasos comunicantes y matronas de orgasmos. Esposas de Stepford para la íntima fraternidad del hombre. Se suponía que eran máquinas sumadoras, productoras siempre de lo mismo mientras que los hombres salían para marcar la diferencia”, en Sadie Plant: Ceros + Unos. Mujeres digitales + la nueva tecnocultura. Destino, Barcelona, 1998. p. 106.

[19] Maite Garbayo Maeztu, op. cit., 2016. p. 34.

[20] Hélène Cixous: La risa de la medusa. Ensayos sobre la escritura. Anthropos, Barcelona, 2001. p. 189.

[21] Ibídem, p. 35.

[22] Donna J. Haraway: Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención de la naturaleza. Cátedra, Madrid, 1995. p. 256.

[23] Ibídem, p. 329.

[24] Jean Baudrillard, op. cit., 1995. p. 153.