Mª Jesús Godoy

«Teatro de la existencia»

«Fenómenos», Ed. ICAS, Instituto de la Cultura y las Artes, Ayuntamiento de Sevilla, 2019, pp. 2-4.

 

El gran teatro del mundo es el conocido auto sacramental de Pedro Calderón de la Barca, con el que el dramaturgo español dio forma en 1655 –o sea, en pleno Siglo de Oro de nuestras letras- al tópico literario barroco que explicaba la sociedad, el mundo y la propia existencia como una enorme representación teatral. En la metáfora, afloraba, por un lado, el clima de escepticismo y desconfianza imperantes en la Europa del siglo XVII con motivo de las recientes teorías heliocéntricas y el abandono consiguiente del antropocentrismo renacentista, que llevaron al hombre barroco a perder buena parte de su fe en la verdad, a considerarlo todo engañoso e ilusorio, y a Descartes en particular, a convertir la duda en método y en fundamento, por tanto, de su sistema de pensamiento. La metáfora daba expresión, por otro lado, al juego artístico de las apariencias con el que se decidía en aquel entonces y, a modo de compensación, deleitar a los sentidos[1]; al juego de principios y formas excesivas, a un exuberante recargamiento estético que, como puro alarde exhibicionista, servía para recordar la fragilidad e inconsistencia de la vida unas veces y la inestabilidad y relativismo de todo conocimiento, otras. Ilusión y espectáculo se entrelazaban magistralmente así en una afortunada sentencia literaria con la que un escritor, en nombre de toda una cultura, decía sentirse sin rumbo y a la deriva; daba salida, en última instancia, a un terrible desengaño[2].

Instalado en una zozobra y turbación similar a la del hombre barroco, el hombre contemporáneo tiene la impresión de asistir a un déjà vu y, en la similitud que advierte con aquella antigua concepción, ha llegado a calificar a nuestra época de neobarroca, como hiciera Omar Calabrese[3]. No es para menos, atendiendo a esa otra caracterización de nuestro tiempo como posmoderno a partir de lo que Jean-François Lyotard, por su parte, llamaría el “final de los grandes relatos”[4] y que entrañaba la disolución de todos aquellos valores –razón, ciencia y técnica, entre ellos- que habían venido siendo fuente de sentido a lo largo de la modernidad, luego en plena vigencia del proyecto ilustrado. En esa sensación de despedida de las antiguas seguridades y de renuncia a la Verdad con mayúsculas –verdad absoluta y universal-, el hombre posmoderno o neobarroco se siente otra vez arrojado, en efecto, a una escena teatral equiparable en muchos sentidos a la del siglo XVII, sólo que con nuevos matices y nuevas particularidades.

 

Imagen y posverdad

Para empezar y siguiendo a Gianni Vattimo, es en esta sociedad rematadamente tecnológica donde parece haberse cumplido el vaticinio nietzscheano acerca de que el mundo se estaba convirtiendo en una fábula[5]. Por obra de los mass media señalados por Vattimo en los años noventa, a los que como poco hemos de añadir hoy los teléfonos inteligentes, las redes sociales e Internet, la realidad habría dejado de ser así el dato objetivo, certero y seguro que fuera antaño y sería más bien “el resultado de cruzarse y contaminarse las múltiples imágenes, interpretaciones, reconstrucciones que distribuyen los medios de comunicación en competencia mutua y, desde luego, sin coordinación central alguna”[6]. En otras palabras, la realidad se ha vuelto actualmente el “relato” telemático –el cuento, la fábula, la imagen o representación-, más o menos consensuado de esa realidad, que por eso mismo resulta difícil de entender y articular como una sola y única realidad.

En este contexto de desmoronamiento de los grandes absolutos modernos y hasta de la realidad en la que creer y de la que fiarse, hay quien considerando nuestro tiempo como el de mayor incertidumbre de la historia –superando con creces la incertidumbre metódica cartesiana-, ha postulado el simulacro como última fase del proceso gradual de reemplazamiento de la realidad por su réplica, del original por su copia, de engaño al fin y al cabo en el que nos hemos ido sumiendo. Es lo que vino a plantear Jean Baudrillard en las postrimerías también del siglo XX, convencido de que lo que estaba llamado a imponerse era la producción tecnológica de imágenes sin ninguna realidad detrás –en ello consiste, ni más ni menos, el simulacro-, con lo que se perdería definitivamente la relación metafísica, de ascendencia platónica, entre la realidad y su representación que hacía depender a la segunda de la primera[7]. Más perfecto que el original, más real que la propia realidad, el simulacro acabaría generalizándose como realidad alternativa, como una hiperrealidad que sin embargo no dejaría de ser profundamente irreal, un simple espejismo por su vacuidad intrínseca e insustancialidad. La irrealidad estaba llamada a suplantar así, tarde o temprano, a la realidad y nadie se daría cuenta. Se habría cometido entonces “el crimen perfecto”[8].

Ese efecto de “pantalla total”[9], de fabulación, que a últimos del siglo pasado resultaba agorero y algo disparatado, cobra todo su sentido sin embargo a la luz de esa vuelta de tuerca al universo de las representaciones que ha supuesto el régimen actual de la “posverdad”, en el que de verdad propiamente dicha, de realidad como tal, queda bastante poco, por no decir nada; entre otras cosas porque la verdad aquí trae realmente sin cuidado[10]. Esta circunstancia marca una diferencia cualitativa respecto a todas las representaciones, irrealidades y ficciones anteriores, en los que de un modo u otro se aceptaba la existencia de la verdad como objeto innegable de conocimiento; una verdad que luego se ocultaba, se disfrazaba o tergiversaba al propio antojo, pero que estaba siempre ahí como autoridad última. En el nuevo régimen de la posverdad en cambio, desaparece esa referencia capital, pues lo importante ya no es lo verdadero, el hecho en sí objetivo y constatable, sino el hecho para mí, desde mi propio punto de vista y pasado por el filtro –consciente o inconsciente- del afecto. En el nuevo horizonte de la posverdad –consecuencia extrema e imprevista del descreimiento posmoderno-, no hay algo, por tanto, que sea la verdad inequívoca y genuina; sólo hay múltiples y diferentes interpretaciones, todas igual de válidas y al mismo nivel; todas, responsables por eso de la gran farsa en la que se ha ido convirtiendo nuestro mundo. Curiosamente, esta indistinción entre objetividad y subjetividad, hechos y opiniones –verdades a medias o directamente mentiras[11], como lo son por ejemplo las fake news-, se produce en la misma sociedad que ha sido definida como “sociedad de la transparencia”[12], sociedad que en su interés inédito por la verdad se mantiene permanentemente alerta contra el engaño. Pero esas mismas ansias de verdad, cuestionándolo todo, acaban alimentando irremediablemente la sospecha y obligando a renunciar al final a la propia existencia de lo verdadero.

 

Parecer, antes que ser

Si la experiencia del hombre contemporáneo es teatral como la barroca desde el enfoque de la ausencia de verdades y la descreencia, también lo es desde el enfoque del espectáculo. El motivo es que, si bien los nuevos medios técnicos, al sustituir el original por la copia, la realidad por su representación, han ido asimilando nuestro mundo a una fábula, resulta que esa fábula, además de irreal, es increíblemente bella. Con el universo de las representaciones –falsas representaciones, como hemos visto-, lo que ha ocurrido entonces es que nuestro mundo, la existencia en general, se ha vuelto progresivamente más estetizada; o por decirlo de otro modo, la belleza ha devenido la seña de identidad de nuestro tiempo, está por doquier, pero no porque haya más arte que nunca, como ha aclarado Yves Michaud[13], sino porque la belleza, rebasando precisamente los límites artísticos, se ha extendido al conjunto de representaciones que nos rodea, incluidas las no artísticas, especialmente las ligadas a los nuevos medios digitales -sean profesionales como las publicitarias, sean amateurs y mucho más comunes como las de los memes o instagram-.

Fruto de esta democratización estética, la sociedad de la transparencia es al mismo tiempo la “sociedad del espectáculo”[14], porque lo muestra todo –casi rayando en lo obsceno- y no guarda nada para sí. Pero precisamente por eso, la belleza que nos envuelve, nos seduce y nos atrapa es una belleza tramposa, pues como puro efecto de fachada, renunciando a toda intimidad, en ella prima la apariencia sobre la esencia, la forma sobre el fondo. Se trata así de una belleza desfondada, correlato de un tiempo donde, según explicara Guy Debord en términos marxistas y apoyándose en Feuerbach, ha acontecido el tránsito del “tener” –que previamente habría desbancado al “ser”-, característico de la segunda fase del capitalismo, al “parecer”, propio en cambio de la sociedad espectacular o del capitalismo tardío a la que pertenecemos; sociedad, para nosotros, más bien de la mera pose y el selfie[15]. La belleza actual es una belleza pensada de ese modo para la simple exhibición y ése sería su único cometido: ser expuesta en la escena de lo cotidiano para disfrute de un público masivo que, teniéndola como nunca antes a su alcance, se ha encargado también de banalizarla hasta extremos nunca antes sospechados.

 

Teatralidad neobarroca

Las dos dimensiones de la teatralidad barroca que, trasladadas a nuestra cultura posmoderna, la invisten de cierta naturaleza neobarroca concurren en la obra de Marina Núñez que aquí se presenta, por lo que es posible hablar de ella en términos igualmente de exhibición y engaño. Respecto a este último, cabe destacar que gracias a las nuevas tecnologías, es decir, por medio de la digitalización de la imagen, la artista confecciona todo un submundo de criaturas –dígase el de la mujer barbuda o la sirena- que no por extrañas y quiméricas dejan de parecer reales; y al revés, porque por más realidad que descubrimos en ellas en tanto simulacros o en virtud del pacto de suspensión de la incredulidad que suscribimos con lo que vemos[16], en ningún momento olvidamos sin embargo su irrealidad congénita. El universo ficcional de Marina Núñez se mueve así, de manera intencionada y al igual que en el Barroco, en el terreno de la ambigüedad y el equívoco, pues fuera de la precisión y la exactitud de raigambre moderna, del carácter único, fijo e inamovible desde el que fueron diseñados sobre todo los estereotipos femeninos, cree posible brindarle a la mujer una identidad más incierta e indeterminada, aunque también más abierta, pluriforme y a la medida de sus necesidades –y ya no de las del varón, según dictaba la verdad de género aquí desmentida-.

Esa identidad en proceso permanente de construcción, haciendo fluir para ello la carne –como reza el título de una de las series-, modelándola, da vida muchas veces, más que a lo irregular, a lo deforme o lo imperfecto, a lo mostrenco –rasgo nuevamente neobarroco[17]-, o incluso a lo fantasmal. Pero es que todas las posibilidades tienen aquí cabida, todas las ensoñaciones, todas las utopías, independientemente de su grado de autenticidad, con tal de liberar a la persona, la mujer en este caso, de encorsetamientos asfixiantes y prejuicios inmerecidos. En su adscripción feminista e impugnando así las verdades de género, Marina Núñez parece querer demostrar en el plano creativo algo que ya avanzara Vattimo en el plano teórico: que la alianza de la técnica con la imagen, a raíz de la cual hasta perdemos el “sentido de la realidad”, posibilita sin embargo la liberación de las diferencias[18]; o que en la nihilización contemporánea de la vida puede bosquejarse, pese a todo, un horizonte de emancipación, distinto, eso sí -por caótico y complejo y, en esa medida, con ciertas cautelas-, del encumbrado en la modernidad al amparo de las tesis lustradas.

En cuanto al espectáculo, está presente asimismo en estas obras, como sugiere el propio rótulo de la muestra –y hasta su misma puesta en escena, tenebrista y tenebrosa-. No en vano, una de las acepciones del término “fenómeno” tiene que ver con aquel ser o circunstancia que por su carácter extraordinario, saliéndose de la norma, merece ser mirado. Esa invitación a la contemplación adquiere en Marina Núñez la condición de juego conceptual barroco, por cuanto se escenifica tanto desde la perspectiva del que mira y juzga –pero que puede llegar a quemarse con el fuego de la visión, si sucumbe precisamente al engaño de las apariencias-, como desde la perspectiva de quien es mirado y se somete así al juicio de los otros[19], a su aprobación o su rechazo; a la mofa, a la burla y al escarnio, como hacen muchas de estas mujeres por transgresoras. En todo caso, la reducción del ser a la visibilidad permite a la artista componer un auténtico gabinete barroco de curiosidades con el que maravillarse[20], y en el que poder encontrar desde misteriosas formas naturales, integrantes de un indescifrable jardín salvaje, hasta sorprendentes vasijas de inspiración clásica donde un trampantojo impide saber a ciencia cierta si son de cristal transparente y muestran así el microcosmos encerrado en su interior o si dicho microcosmos es en realidad el ornamento excesivo –y, por tanto, neobarroco- que decora su superficie.

Entre todas estas curiosidades digitales, destaca una en particular por su grado de sofisticación y efectismo. Se trata de la miniatura humana que dentro de una pequeña urna de cristal parece estar recibiendo, en forma de chispa eléctrica y casi a la manera de un nuevo Frankenstein, el soplo divino de la vida. Aunque en principio su género no se distingue con claridad –es designada, de hecho, con un genérico “especie” para evitar desvelar demasiado-, una observación más atenta lleva a descubrir en ella una silueta femenina. La mujer, en trance de creación, produciéndose y definiéndose a sí misma no sin cierta dificultad, sufriéndose en una atmósfera a medio camino entre lo realmente trágico y la sobreactuación, aparece así como el “fenómeno” entre los fenómenos, como el objeto de coleccionista más preciado, además de por su rareza y su singularidad, por lo desafiante y perturbador de su acción, con ella misma en primer lugar, pero también con el género humano en su conjunto.

En resumidas cuentas, en un momento en el que la mentira cotiza al alza y no sólo no se esconde sino que se expone con absoluto descaro, la obra de Marina Núñez habilita un pequeño espacio dentro del imaginario colectivo para reclamar, desde la irrealidad de la ficción, un nuevo orden de cosas, una nueva realidad donde la mejor prueba de falsación es la acogida que se dispensa a todo aquello y aquellos con quienes la verdad moderna no dejó de ser una simple mascarada barroca.

 

 

[1] Panera Cuevas, F. J. “Barrocos y Neobarrocos”, en AAVV. Barrocos y Neobarrocos. El infierno de lo bello. Salamanca: DA2 Domus Artium, 2005, p. 13.

[2] Rodríguez de la Flor, F. Barroco. Representación e ideología en el mundo hispánico (1580-1680). Madrid: Cátedra, 2002, p. 21.

[3] Calabrese, O. La era neobarroca. Madrid: Cátedra, 1989.

[4] Lyotard, J-F. La postmodernidad (explicada a los niños). Barcelona: Gedisa, 1994.

[5] Nietzsche, F. El crepúsculo de los ídolos o cómo se filosofa con el martillo. Madrid: Alianza, 1989.

[6] Vattimo, G. “Postmodernidad: ¿una sociedad transparente?”, en G. Vattimo et al. En torno a la postmodernidad. Barcelona: Anthropos, 1994, p. 15.

[7] Baudrillard, J. Cultura y simulacro. Barcelona: Kairós, 2005.

[8] Baudrillard, J. El crimen perfecto. Barcelona: Anagrama, 1996.

[9] Baudrillard, J. Pantalla total. Barcelona: Anagrama, 2000.

[10] Valdés Villanueva, L. M. “Presentación”, en L. McIntyre. Posverdad. Madrid: Cátedra, 2018, pp. 13-25.

[11] Mentiras low cost, para Rodríguez Ferrándiz por lo baratas que resultan en comparación con la mentira de toda la vida: no cuesta nada producirlas y tampoco requieren retractación. Rodríguez Ferrándiz, R. Máscaras de la mentira. El nuevo desorden de la posverdad. Valencia: Pre-Textos, 2018, pp. 62-63.

[12] Primero por Vattimo (op. cit.) y, siguiendo su estela, también por Byung-Chul Han (La sociedad de la transparencia, Barcelona: Herder, 2013).

[13] Michaud, Y. El arte en estado gaseoso: ensayo sobre el triunfo de la estética. México: FCE, 2009.

[14] Debord, G. La sociedad del espectáculo. Valencia: Pre-Textos, 2008.

[15] Groys, B. Volverse público: las transformaciones del arte en el ágora contemporánea. Buenos Aires: Caja Negra, 2016, pp. 21-47.

[16] Carroll, N. Filosofía del terror o paradojas del corazón. Madrid: Antonio Machado Libros, 2005.

[17] Calabrese, op. cit.

[18] Vattimo, op. cit.

[19] Sobre el espectáculo barroco de la existencia donde se mira y se es mirado, ver Ch. Buci-Glucksmann. La raison baroque. De Baudelaire a Benjamin. Paris: Galilée, 1984.

[20] Maravall, J. A. La cultura del Barroco. Barcelona: Ariel, 1980, p. 437.