Sarah Kember
Soul Machine: La máquina con alma
«Marina Núñez», catálogo, Ed. Centro de Arte de Salamanca 2002.

Texto en Inglés

 

¿Quién es Marina Núñez? Me encuentro planteando esta pregunta, a pesar mío, debido a la yuxtaposición entre lo que Christopher Langton, creador del proyecto de Vida Artificial, denomina «life-as-we-know-it» (la vida como la conocemos) y «life-as-it-could-be» (la vida como podría ser) (1996). La Vida Artificial, también conocida por el acrónimo inglés ALife, se interesa, precisamente, por la simulación y la síntesis de la propia vida, más que por la noción abstracta de inteligencia que preocupaba a la Inteligencia Artificial (IA) clásica. La idea es conseguir la evolución de seres inteligentes, en vez de inteligencia, y dichos seres se sitúan ontológicamente entre lo familiar y lo futurista. Me cautiva esta misma tensión en la obra de Núñez, donde lo que parecen figuras autobiográficas se transmutan, se están transmutando, en otra cosa, en algo alienígena. Núñez, sintonizando con las tradiciones tanto de los estudios científicos como de la ciencia ficción, plantea preguntas seculares sobre la creación y la responsabilidad, en las que ella, como artista, está implicada (Doctor, 2001). Lo que no puede ni se permite hacer es evitar las preguntas humanistas, o más bien posthumanistas, sobre el destino de los seres humanos y el concepto de alma en la era de la biotecnología. Constituyéndose a sí misma tanto en la creadora como en lo creado, Núñez intensifica (personaliza y politiza) cuestiones de significado tanto antiguo como moderno.

Me pidieron que escribiera un ensayo para este catálogo debido a que mi interés por la ciencia, la tecnología (o la tecnociencia1) y el cuerpo confluye claramente con el de esta artista, la cual, por la fuerza de su obra publicada, ahora se me presenta como un enigma. Quizá no como el artista o el autor cuya propiedad del texto se ha negado durante mucho tiempo (Barthes, 1977), sino como el posible doble o doppelganger de las entidades ciborgianas y posthumanas que pueblan su obra. Uno de los temas más fundamentales que explora Núñez y, además, uno de los temas más fundamentales de nuestra época, se refiere a la relación entre humanos y máquinas. Al dejar de ser una relación basada en la diferencia2 y la soberanía del alma humana, es una relación que se basa cada vez más en la simbiosis —que en el discurso y en la representación distópica se suele mostrar como la igualdad. En una relación entre humanos y máquinas basada en la igualdad, la soberanía del alma se pierde y es sustituida por la soberanía de la información3. La información nos hace clones de todos nosotros, duplicando la idea de un agente autónomo que se organiza a sí mismo y que evoluciona hacia un futuro incierto. Para mí, un atributo destacado de la obra de Núñez es la medida en que capta este proceso de evolución en agentes a menudo asexuados, a veces explícitamente y a veces implícitamente femeninos, en el proceso de convertirse en posthumanos. El marco temporal de la evolución de Núñez es el «entre»: entre la imaginería clásica y contemporánea, entre la tecnología analógica y digital, entre el mito y la tecnociencia, entre la realidad y la ficción, entre el presente y el futuro, entre el yo y el otro. Por lo tanto, mi pregunta («¿quién es Marina Núñez?») es al mismo tiempo la pregunta de la artista («¿quién soy como individuo, como sujeto?») y nuestra pregunta («¿qué somos como especie?»), y no se puede responder filosóficamente, sino que sólo se puede explorar a través de la colección de figuraciones que han surgido «entre» este tiempo: ciborg (Haraway, 1991), nómada (Braidotti, 1994), FemaleMan (Haraway, 1997), posthumano (Hayles, 1999). Uniéndome a la artista en su exploración, lo que espero poder mostrar es que en la creciente simbiosis entre humano y máquina, la sustitución del alma por la información no es en absoluto un hecho inevitable. Sin embargo, esta alma no es humana, sino posthumana. No es propiedad de Dios, sino más bien el producto de un proceso de coevolución.

 

ENTRE LA BIOLOGÍA Y LA TECNOLOGÍA

TNG: La biología, entretejida en la tecnología y los sistemas de información y a través de ellos, junto con la tecnología de la información, es una de las grandes «máquinas de representación» de finales del siglo XX.

DH: No hay prácticamente nada de lo que se puede hacer en la actualidad que no requiera conocimientos de biología.

(Dona Haraway, 2000, p. 26)

La biología, la nueva biología, «entretejida en la tecnología y los sistemas de información y a través de ellos», sustituye a la literatura en el siglo XIX y al cine a mediados del siglo XX como una de las que Stephen Heath denomina las grandes máquinas de la representación. Para Haraway, se ha convertido en las Humanidades, ofreciendo «narrativas, teorías y tecnologías» que «parecen relevantes para prácticamente todos los aspectos de la experiencia humana» (1997: 117). La biología informa a los sectores industriales clave (2000: 26) y es muy posible que dirija el futuro de la informática4 y de la infraestructura global5. No es la biología de Naturaleza frente a Cultura, sino la de «naturocultura», que rechaza la «violencia» de tal separación categórica (Haraway, 2000: 160). La biología de la naturocultura impulsa a los humanos hacia una relación de similitud con las máquinas y con otros animales, y distribuye la acción y la cognición entre todas las entidades que forman parte de la red de información global, que es en sí misma semiorgánica, semiautónoma, casi viva6. Los ciborgs de Núñez, con sus neuronas de fibra óptica y sus cuerpos sin órganos (Braidotti, 1994) habitan, o más bien la constituyen, esta red de agentes e inteligencia distribuidos. Son las piezas de un engranaje que es más que la suma de sus partes. La visión humanista del yo (masculino) autónomo y racional es desplazada por la ontología de la pieza del engranaje o la célula. En las visiones de ciencia ficción que evocan las películas Matrix, eXistenZ o El 6º día, cabezas y torsos clonados reciben y transmiten la sangre vital de la información a través de cordones umbilicales sintéticos. Si estas son las visiones de un antihumanismo distópico y de un futuro sin alma, entonces su existencia debe servir para cuestionarlas. Una de las formas en que Núñez lo hace es yuxtaponiendo distopías y utopías, visiones antihumanistas y humanistas, a fin de dejar espacio para algo nuevo. Igual que Haraway, su ciborgología7 es al mismo tiempo una teratología —una visión de la creación de monstruos que puede ser amenazadora, pero también prometedora (Haraway 1997)— y en la que, al igual que en Mary Shelley, hay un punto en que el monstruo pasa del reino de lo imaginario al de lo simbólico y se convierte en real para ella, en parte de su cuerpo y de su alma.

 

ENTRE LA PERSONIFICACIÓN Y LA DESPERSONIFICACIÓN

Dentro de los discursos de la realidad virtual, la cibernética y la IA, el cuerpo posthumano ciborgiano es un cuerpo de información libre de las limitaciones —tanto físicas como históricas— de la carne (femenina). El cuerpo informático es puro, trascendente, masculino, inmortal: la realización de las metas seculares y sagradas de la Ilustración (Penny, 1994). Si lo que quiere este cuerpo es acercarnos más a Dios (en la imagen masculina de Dios), entonces muchos científicos, artistas, feministas y filósofos de principios del siglo XXI han querido que volviéramos a la tierra y exploráramos otro conjunto alternativo de aspiraciones. Las figuraciones filosóficas feministas de Donna Haraway (1991) y Rosi Braidotti (1994, 1996) —el ciborg y el sujeto nómada— repersonifican la tecnología y la subjetividad, y se esfuerzan por nivelar las jerarquías de la división social basada en la separación por sexos entre mente y cuerpo, sujeto y objeto, cultura y naturaleza. La figuración de Haraway es en cierta medida una parodia del organismo cibernético astromilitar original, los pilotos-astronautas invencibles, impenetrables y tecnológicamente reforzados de la NASA (Hables Gray, 1995), reflejados en las luchadoras figuras de la cultura popular de los años ochenta (Springer 1996). Paul Edwards ha marcado la transición desde la cibernética de la guerra fría hasta la de la etapa posterior a la guerra fría, desde la IA hasta la ALife y desde Terminator hasta Terminator 2 (1996). La caída del Muro de Berlín en 1989 coincide con la inauguración, por parte de Chris Langton, del proyecto ALife que, para Edwards, representa la misma relación respecto a la IA que T2 respecto a T1. Esencialmente, la tecnología se rehumaniza, pero sin conservar necesariamente la «famosa universalidad» (Hayles 1999) del humanismo liberal y con el potencial de reconocer la diferencia. La repersonificación de la tecnología y la subjetividad es quizá el único medio para convertir en realidad este potencial, y Núñez muestra este reto en sus propias figuraciones de ciborgs —incluso en aquellos o, tal vez, especialmente en aquellos que parecen estar literalmente atados por tendones, músculos y fibras de carne. El proceso de cambio social, en la medida en que al menos se pueda diferenciar del cambio tecnológico, es, como nos recuerda Braidotti, lento y doloroso (1994).

 

ENTRE EL CIBORG Y EL POSTHUMANO

El discurso de la Vida Artificial es más que un desarrollo de la Inteligencia Artificial que busca metas similares (la creación de máquinas inteligentes) mediante métodos inversos (biológicos en vez de psicológicos [Boden, 1996]) y filosofías (anticartesianas en vez de cartesianas [Risan, 1996]). Como discurso y como disciplina, la Vida Artificial es tanto un descriptor de «la vida como la conocemos» posthumana y un predictor de «la vida como podría ser» posthumana (Langton, 1996). El posthumano es ciborgiano en el sentido de su entremezcla, en todos los niveles de materialidad y metáfora, con la información, la comunicación y las biotecnologías, así como con otros agentes no humanos. Sin embargo, los dos términos no son sinónimos, y aunque describen una ontología (una hibridación de formas y procesos orgánicos e inorgánicos) y una epistemología (una transgresión de las fronteras que defienden el pensamiento occidental moderno, y principalmente las de la naturaleza y la cultura) que son similares, no comparten necesariamente una política, una historia o una ética. El discurso de la Vida Artificial recibe su forma a partir de una disciplina que se desarrolló exactamente al final de la guerra fría y que rechazaba los principios instrumentales militaristas, jerárquicos, de orden y control y machistas de la IA. El ciborg que Donna Haraway parodió tan astutamente en su manifiesto (1991) era producto de la IA de la guerra fría. De ahí surge una nueva disciplina basada en los principios del control distribuido y descentralizado, la autoorganización desde abajo hacia arriba y la emergencia/aparición/surgimiento. Estos son al mismo tiempo principios técnicos relacionados con el desarrollo de la inteligencia personificada y principios discursivos que rigen la relación entre humanos y máquinas. El posthumano, tal como yo lo veo, es el producto de la ALife posterior a la guerra fría, y en su corazón (o más bien en su alma) tiene un antiinstrumentalismo fundamental. El posthumano que el discurso de ALife describe y prescribe está, en gran medida, posthumanizado, y como tal exige una bioética de posthumanismo que aun está por formular. Chris Hables Gray ha elaborado una carta de derechos del ciborg (una enmienda de la constitución de los Estados Unidos) en su evocadora exploración de la ciudadanía ciborg (2002). Pero cuando esto se basa en un modelo de actuación humana, emerge una bioética posthumanista en las interacciones de las entidades conectadas en red o las formas de vida artificial manifestadas en software (como programas informáticos), hardware (como robots) y wetware (como organismos concebidos biológica y genéticamente, incluidos los humanos). La Vida Artificial tiene tanto que ver con la biología como con la informática y, efectivamente, es una faceta de la creciente hegemonía del discurso biológico dentro de la cultura tecnocientífica (Haraway, 2000). Los programas informáticos personificados, los robots autónomos situados y los organismos transgénicos coexisten dentro de la red global como parientes, compartiendo los «fluidos corporales» (Haraway, 1997) o la sangre vital (Kember, 1998) de la información. Además, estos seres o entidades son provisionales, experimentales, están en proceso de conversión. Solamente pueden indicar, y efectivamente los indican, algunos parámetros clave de la identidad posthumana. Son al mismo tiempo seres en sí mismos y un medio para averiguar qué pueden ser y quiénes pueden ser en el futuro. Son al mismo tiempo formas actuales de materialidad y mitos en gestación (Jiménez, 2001).

Si el ciborg ocupa un espacio central en la mitología de finales del siglo XX, entonces lo posthumano tal vez es el «sistema de mitos que espera convertirse en un lenguaje político» (Haraway, 1991) a principios del siglo XXI, y no sólo anuncia nuevos tipos de identidad y subjetividad, sino también nuevos retos para la ética, la economía, la política y la filosofía. En Our Posthuman Future (2002), el académico estadounidense Francis Fukuyama pide nuevas formas de regulación estatal para enfrentarse a estos retos y conservar el status quo. A fin de legitimar este conservadurismo, construye una visión distópica del futuro, en la que el avance de los sectores de la biotecnología representa una amenaza para la propia democracia, y en la que la democracia tiene sus premisas en la asociación (contestada desde hace tiempo) entre los derechos humanos y la naturaleza humana. A los artistas, escritores y otros académicos les corresponde el papel de contraactuar ante tal conservadurismo, y Marina Núñez lo consigue, en parte, mediante la yuxtaposición de visiones utópicas y distópicas, encontrando un espacio para el futuro en algún punto entre el manifiesto ciborg utópico de Donna Haraway y la teratología distópica de Mary Shelley. Sus ciborgs, sus monstruos y sus posthumanos señalan hacia algún otro lugar con sólidas posibilidades.

 

ENTRE EL CIELO Y EL INFIERNO

En las producciones discursivas morales y moralistas que rodean a los sectores clave de las ciencias biológicas, los temas del purgatorio y la redención conservan (o mejor dicho, vuelven a tener) cierta actualidad. Estas preocupaciones incluyen un sentimiento crónico de que el futuro está en peligro… una mayor sensación de tensión entre estas actividades materiales y unos intereses y valores (en cierto modo) trascendentes.

(P. Rabinow, French DNA, p. 18)

Marina Núñez visualiza la ciencia ficción como un tiempo y un espacio de purgatorio. Aquí, el purgatorio es un estado mental y material existente entre el cielo y el infierno, y entre el pasado y el futuro. Cuerpos digitales informáticos con prótesis biotecnológicas a modo de alas (Tejeda, 2001) se elevan y se desploman como el propio ángel caído. Nosotros, los observadores, somos testigos no de la caída del hombre, ni de la expulsión del Paraíso (tecnológico) (Davis, 1999), sino del fracaso de la idea de perfección consagrada en las culturas biotecnológicas. Estos seres inmaculados, asexuados, incorpóreos y fluorescentes, que una vez fueron celestiales, se convierten en demoniacos —ángeles desechados y deformados, confinados a un oscuro pozo en la tierra. Seres inmortales, nos amenazan con exhortaciones y regateos faustianos. Núñez representa nuestra existencia entre el cielo y la tierra en el espejo que refleja unas máquinas humanas que cambian y varían con la perspectiva (Tejeda), así como en las sábanas quirúrgicas que cubren la carne alterada de la forma femenina. En cunas parecidas a ataúdes, estas abyectas figuras clonadas llevan sus prótesis de pesadilla con ecuanimidad, incluso extasiados. Si la idea de la redención a través del sufrimiento se presenta irónicamente, quizá se deba a lo mucho que se ha hablado sobre el bien y el mal, la salvación y la condenación, con respecto a las ciencias biológicas (Rabinow, 1999). Las implicaciones de la genética moderna —de la clonación, la transgénesis y el xenotrasplante— son tan profundas que se han visto inundadas por la mitología, incluida, como afirma Rabinow, la mitología cristiana, rearticulada «por sujetos que son (en su mayoría) modernos claramente seculares»(18). Aquí la salvación, en una visión secular del purgatorio, es posible mediante la intervención material.

 

ENTRE HAL Y DAVID

Entonces, en el purgatorio, los mitos son instrumentales: ayudan a la humanidad a averiguar «su» trayectoria hacia el futuro. Para Brian Aldiss, autor de la trilogía de narraciones cortas de ciencia ficción Supertoys (2001 [1969]), que inspiró a Kubrick a empezar, y a Spielberg a terminar, A.I. Inteligencia artificial (2001), la película 2001, una odisea del espacio (1968) es un «gran mito moderno». El personaje central de 2001, una odisea del espacio de Kubrick y Arthur C. Clarke (2001 [1968]) es, naturalmente, el ordenador parlante Hal y, durante una generación de investigadores de ALife, Hal ha representado no sólo el fracaso del proyecto de la Inteligencia Artificial, sino todo lo malo de las ideas convencionales acerca del desarrollo de máquinas inteligentes. Hal, igual que el ordenador de ajedrez Deep Blue, es un sistema experto, programado para realizar (casi) a la perfección unas tareas muy concretas. ¿Esto es inteligencia? Y si lo es, ¿se trata de la inteligencia del ordenador o del programador? Si es inteligencia (y no hay nadie que ofrezca una definición de este término), ¿por qué no se puede aplicar a otras tareas, como cocinar o la creación literaria? Como explica el especialista británico en ALife Steve Grand: «un ordenador siempre ganará a un ratón en el ajedrez. Pero hagamos la prueba de tirarlos a ambos a un estanque y veamos qué hacen» (2000). En otras palabras, los sistemas expertos son demasiado rígidos e inflexibles, y sólo ofrecen una mera ilusión de inteligencia, cuyos atributos se asocian actualmente a la robustez y la flexibilidad. Y debido a Hal, ingenieros como Grand se inclinan más hacia hacer la distinción entre ordenadores amistosos y no amistosos, máquinas sin alma y máquinas con alma. Hal podía hablar en un «perfecto inglés idiomático» (Clarke, 2000: 9), reconocer y simular afecto y, hasta cierto punto, pasar por un miembro del equipo. Pero también adoptaba una actitud vergonzosamente defensiva cuando el astronauta en jefe Dave Bowman cuestionaba la precisión con la que estaba tratando la información —«No quiero insistir en esto, Dave, pero yo soy incapaz de cometer un error» (147)— y horriblemente frío después de arrojar al compañero de Dave a las profundidades del espacio —«¡Qué lástima esto de Frank!» (156).

Se puede discutir si el acto asesino de Hal es el resultado de la inamistad o de la inteligencia limitada (Grand, 1999). Aunque, según Clarke, «Hal podría haber pasado el Test de Turing con facilidad»8, no fue capaz de hacer frente al conflicto causado por tener que servir a los astronautas y al mismo tiempo, en nombre del control de la misión, tener que retener información y no comunicársela. Hal no estaba autorizado a revelar el verdadero propósito de la misión, por lo que desempeñaba a trompicones una tarea que no era claramente buena o mala, blanco o negro, amo o esclavo, binaria. El «conflicto entre verdad y ocultación de la verdad» (162) minaba su integridad y su afectividad se resentía de ello. Aquí, afecto, o en términos de Rosalind Picard, «informática afectiva» (2000) se refiere a la autoorganización del tipo de inteligencia emocional de la que Hal carecía. La creciente preocupación por el afecto se está reflejando en el diseño tanto del software como del hardware de los agentes de la ALife, y a Grand, por ejemplo, no sólo le interesa la síntesis de una inteligencia más amistosa (flexible, robusta, imaginativa) sino «volver a poner el alma en la máquina» (2000). En el MIT, Rodney Brooks intenta captar la emoción, si no el espiritualismo, a través de un sistema cognitivo distribuido y formado por agentes humanos y no humanos (Cog y Kismet)9. Lo que este tipo de trabajo me sugiere es que, como especie, estamos renegociando el mito faustiano de ir más allá de los actos de la creación. Puede ser que ya no estemos vendiendo nuestras almas por el progreso tecnocientífico, sino que las estamos redescubriendo, redefiniendo, en unos agentes artificiales, afectivos y que coevolucionan con nosotros. Hal podría haber sido, mejor dicho, tendría que haber sido, sustituido por David. Brian Aldiss trabajó en el guión original de A.I. Inteligencia Artificial con Kubrick, pero le despidieron cuando, como nos explica: «Intenté convencer a Stanley de que debería crear un gran mito moderno que rivalizara con las películas Teléfono rojo. Volamos hacia Moscú y 2001, y evitar el cuento de hadas» (2001: xvi). David es un chico robot que está programado para amar, donde el amor significa el ingrediente mágico del que anteriormente carecían los robots: la cualidad emergente que produce (in)consciencia, auténtica simbiosis, la propia vida artificial. El amor le da a David el alma que le falta como muñeco viviente acusado, junto con un grupo de robots rotos y desechados (los meca), de ser un «insulto para la dignidad humana» (2001). El insulto se agrava en un tenso encuentro con sus clones (en Manhattan, «la ciudad perdida en el mar en los confines del mundo») que marca el principio del fin de su intento de convertirse en un chico real. Aunque, efectivamente, su sentimentalismo de cuento de hadas —y en palabras de un crítico, teniendo que saber más cosas sobre la relación de Spielberg con su madre de las que uno jamás había tenido la intención de saber— asfixia la película, oscureciendo la prometedora exploración tecnicoética de las distinciones entre IA y ALife, Hal y David, sí que hay una importante narrativa subyacente de posthumanismo. Totalmente perdida en el «deplorable» final romántico entre madre e hijo, esta narrativa de posthumanismo alcanza su máxima fuerza y efectividad en las interacciones entre la subcategoría de robots meca, y entre el chico robot y las formas de vida alienígenas que convierten su sueño en realidad.

Las preguntas importantes para Aldiss eran: «¿Importa que David sea una máquina? ¿Debería importar?» (xvii). Mientras que David cree que importa, Henry, su errante creador y padre, llega a la conclusión, en un momento de epifanía, de que no. La epifanía de Henry recuerda las diversas epifanías individuales experimentadas por muchos investigadores clave de la ALife, desde el originador Chris Langton, que tuvo la suya cuando su cuerpo parecía reensamblarse después de un accidente de ala delta, hasta Richard Dawkins contemplando cómo sus «biomorfos» generados por ordenador cobran vida ante sus propios ojos, hasta la declaración de Steve Grand de que el autómata celular de von Neumann y la transformación de las células digitales en pilotos de vuelo sin motor digitales habían «cambiado su vida» (2000 y véase Levy 1992). A lo que estos personajes de ficción y no de ficción están respondiendo o reaccionando es a la capacidad de autoorganización de unas máquinas de las que antes se pensaba que estaban organizadas (Grand, 2000). Erik Davis afirma que las redes de información atraen a una «multitud» de significados e imágenes espirituales, y en mi opinión, la más pertinente de ellas se capta en el concepto de surgimiento. Ésta es el alma secular de la biotecnología, el neodiós de la máquina neodarwiniana. Si esto es algo que se debería adoptar es discutible, no en nombre del humanismo liberal judeocristiano (que caracteriza a una buena parte de la corriente principal de la ALife), sino con el espíritu secular del posthumanismo. De sus muchas imágenes de vida en gestación, se desprende claramente que la propia Marina Núñez está cautivada por este mismo espíritu.

 

NOTAS

  1. Tecnociencia es un término que Haraway emplea para negar la separación histórica entre ciencia (como teoría) y tecnología (como práctica): «La tecnociencia supera en gran medida la distinción entre ciencia y tecnología, así como las que se puedan hacer entre naturaleza y sociedad, sujetos y objetos, y lo natural y lo artificial, que estructuraron la época imaginaria llamada modernidad» (1997: 3).
  2. La diferencia entre humanos y máquinas se ha planteado tanto en la cultura tecnocientífica como en la popular a través de la dicotomía amo/esclavo. En la ciencia ficción distópica, la narrativa convencional es la del esclavo que regresa como amo.
  3. La redefinición de vida como información prevalece dentro de la disciplina de la Vida Artificial (Boden, 1996), pero se deriva de la biología molecular y de la concepción del gen como código, pauta y unidad de vida básica. La política anticlonación del Reino Unido e internacional (véase, por ejemplo, el informe de la HFEA/HGAC de 1998) demuestra una clara división entre el gen y el alma, en el recurso constante a la singularidad, el individualismo y la dignidad, supeditado a la «identidad genética».
  4. El Ala de Bienvenida del Museo de la Ciencia nacional del Reino Unido predice el futuro de la informática genética, que será la sucesora de la era de la informática digital, y el agotamiento de las capacidades del chip de silicio.
  5. Recientemente, Rodney Brooks, del MIT, ha afirmado que vamos hacia una infraestructura de base biológica, que sustituirá primero al carbón y al acero, y luego al plástico y el silicio (véase Brooks 2002).
  6. Out of Control. The New Biology of Machines, de Kevin Kelly, estableció la idea de la red como una entidad orgánica, y más recientemente, en el periodismo científico más ortodoxo, apareció un artículo sobre el crecimiento de Internet como un «cerebro global» (véase M. Brooks, 2000).
  7. Véase Cyborg Citizen de Chris Hables Gray, Routledge 2001. Para Hables Gray:
    «La ciborgología es un nuevo campo multidisciplinar que se dedica a estudiar los ciborgs y nuestra sociedad ciborg, e incluye a antropólogos de los ciborgs, sociólogos clínicos, filósofos e historiadores de la ciencia, la tecnología y la medicina, así como a muchos estudiosos interdisciplinarios, desde los dedicados a la crítica literaria y a los estudios culturales hasta los escritores de ciencia ficción y los periodistas sobre temas científicos.»
    (http://www.ugf.edu/CompSci/CGray/cyology.htm)
  8. El matemático británico Alan Turing intentó establecer la existencia de máquinas pensantes concibiendo el Test de Turing, y sugirió: «Pongamos una maquina en una habitación y a un ser humano en otra. Démosles a cada uno un teclado y un monitor, y conectémoslos a  un  teclado y un monitor situados en una tercera habitación. Pongamos a un juez humano en la tercera habitación, y digámosle que hay una máquina y un humano en las otras habitaciones, pero no en cuáles. Concedámosle al juez un periodo de tiempo determinado para usar el teclado para formular preguntas a través del ordenador a las otras dos habitaciones, y luego pidámosle al juez que diga en qué habitación se encuentra el humano. Si una serie de jueces no consigue superar el nivel de casualidad al determinar la habitación correctamente, la máquina pasa la prueba» (Dylan Evans «It’s the thought that counts», The Guardian Weekend, 6 de octubre de 2001). Evans también informa sobre el concurso anual de Loebner y el hecho de que, igual que ningún ordenador ha pasado aún el Test de Turing, tampoco ningún programador informático ha ganado aún un primer premio en el concurso de Loebner.
  9. Cog y Kismet son robots humanizados. Lejos de ser un sistema experto, Cog se concibió para que aprendiera, igual que un niño, desde el principio. Desde que se inició el proyecto en 1993, los problemas que implica el hecho de subir de nivel hasta los comportamientos propios de los humanos desde los comportamientos propios de los animales han sido de lo más evidentes, y ahora esta máquina personificada físicamente se está diseñando para que coevolucione mediante la interacción humana. Esto significa, efectivamente, que el sistema cognitivo distribuido de las máquinas humanas depende cada vez más no solo de las repuestas y contrarrespuestas «cableadas» indicadas por los investigadores, sino de la coevolución de un discurso de posthumanismo que incorpore el afecto (como inteligencia emocional). Cog se ha creado a partir de Kismet, un compañero de aspecto amable, con ojos, oídos y boca muy expresivos. Durante una reciente gira promocional de su libro (2002), Brooks mostró vídeos de personas legas en la materia participando con Kismet en un intercambio de sonidos y gestos con sentido y sin sentido, articulados y no articulados, con una gran carga emocional (con frustración, diversión, agresividad o compasión). Los usuarios del juego de ordenador de ALife de Grand Creatures experimentaron una dinámica similar, a pesar de las claras limitaciones de las propias entidades virtuales. Esta es una de las características de los agentes de la ALife, como afirma Katherine Hayles en su comentario sobre la obra de Karl Sim Co-Evolved Virtual Creatures (1999b): «El significado del software/hardware de la ALife se deriva de la interacción dinámica entre los agentes humanos y no humanos, y es más que la suma de proyección humana y antropomorfismo».

 

BIBLIOGRAFÍA

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