Rocío de la Villa
Retratos de la abyección
“Retratos”, catálogo individual, Ed. Universidad de Jaén 2009, pp. 11-18.

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La ideación de rostros, de retratos, genera la inventiva de Marina Núñez y es el crisol al que vuelve una y otra vez para retroalimentar su proceso creativo. A lo largo de casi dos décadas de trabajo, entre sus obras recientes y primeras, es constante la revisión de las principales tipologías de retratos: desde los hallazgos más arcaicos, resultantes de rituales ancestrales, al retrato propiamente dicho, como género artístico vinculado al cuestionamiento de la identidad.

 

El origen del retrato, representación plástica de un rostro, está enraizado en la necesidad humana de crear imágenes, que la arqueología sitúa hace 30.000 años. En esa génesis, los primeros retratos -datados alrededor de 7.000 años antes de nuestra era- suponen una inflexión en la función de la imagen. Se trata de calaveras cubiertas de cal o de limo modeladas y pintadas, con el fin de conservar los rasgos del fallecido. De manera que, “la carne eliminada de los huesos era sustituida por la imagen, que los vestía nuevamente” [1]. Los hallazgos fueron encontrados en la zona de Oriente Medio y pertenecen a la Fase B precerámica del Neolítico, la revolución neolítica  durante la que surgió la primera sociedad sedentaria. En estos sitios de enterramientos se desarrolla la “cultura de los cráneos”, el ritual con la muerte más antiguo que conocemos. Y con ese retrato ajustado al difunto, desaparecido, la imagen declara su sentido último: representar lo que está ausente. Esto es, la imagen representa lo que no puede estar de otro modo [2].

En realidad, en cuanto a la propia noción de imagen, en la mimesis se opera una inversión. El retrato sirve de catarsis ante el horror de un ser humano que, al morir, queda inerme y, por ello, convertido en imagen; pero imagen inestable, sujeta a descomposición. Con la sustitución del rostro corrupto por su retrato, se produce una transformación ontológica: ahora la imagen encarna al difunto: “presenta al muerto y no la muerte” [3]. En nuestra tradición grecolatina, se hallan imágenes matrices semejantes del encuentro entre rito y materia en las máscaras mortuorias, como las imaginum pictura descritas por Plinio que, a pesar de su engañosa denominación [4], eran duplicaciones por adherencia del rostro: a partir del contacto directo del yeso sobre el rostro, se extraía un molde que después se rellenaría con cera.

Sin embargo, estos procedimientos arcaicos, que intentan apurar al máximo la semejanza con el original para su reconocimiento hasta suplantarlo físicamente, parecen no terminar de colmar la significación del retrato. Pues, como discierne Jean-Luc Nancy, si es cierto que la función del retrato es “guardar la imagen en ausencia de una persona”, esto no condiciona que el retrato, por definición, haya de regirse por la semejanza con el modelo original. Tampoco en una representación bidimensional, al contrario. El retrato, como género de representación artística, es independiente del modelo, como se comprueba claramente en la “Mona Lisa”, arquetipo de retrato cuya identidad permanece incierta hasta en su sexo. De manera que del modelo importa más bien la ausencia, que el reconocimiento. “El retrato es in absentia” [5] y también la calidad de su semejanza ha de quedar circunscrita a esa ausencia [6]. Por tanto, la función del retrato es “presentar la presencia en tanto ausente” [7]. Ausencia que antiguamente se identificaba finalmente con la anamnésis de lo sagrado, pero que sin pretender trascender su sentido último espiritual, podemos interpretar más concretamente como que el retrato presenta a “la muerte obrando en plena vida, en plena figura y en plena mirada” [8].

Así, la invocación que provoca toda representación de un rostro, desde el retrato más arcaico que suplanta a la muerte hasta el retrato propiamente dicho, que vincula el sentido último de la imagen con la presencia de la muerte, se prolonga en la fascinación por el enigma de la imagen hasta la actualidad.

 

Entre los últimos retratos producidos por Marina Núñez se hallan sus fósiles con microorganismos. Se trata de cráneos mutantes de una arqueología futura. A diferencia de los fósiles habituales, que por haber sido encapsulados se mantienen íntegros, estos cráneos parecen haberse conservado entre la materia informe y, sin embargo, sin pérdida alguna de su expresividad. Y todavía hay algo más inquietante: la evidencia del hallazgo de  una vida otra entre la metamorfosis pétrea de los que fueron difuntos.

Pero el proceso de creación de imágenes de la artista siempre ha pivotado en torno a los retratos asociados a la muerte. Del futuro al pasado, desde el ciborg hasta el exvoto: como en los recientes óleos de esas cabezas sólo piel,  como guantes reversibles. Y las cabezas múltiples de poliuretano, que cuelgan decapitadas y que registran la herencia de antiguos ritos aún presentes en algunas iglesias católicas, próximas a los boti de l’Annunziata de Florencia que tanto llamaron la atención de Aby Warburg, quien ante esas efigies de cera suspendidas en las bóvedas, auténticos sosias de los difuntos con que se prolongan ritos ancestrales, habló del “fetichismo mágico vinculado a las imágenes de cera” que estaría en el origen del retrato realista en altorrelieve y del retrato pintado [9]. Y es que la producción de imágenes de Marina Núñez, en su conjunto, tiene mucho que ver con la imaginería de la tradición católica, que es una tradición funeraria basada en el recuerdo del ejemplo de los difuntos. Como se constata en la mayoría de las representaciones del cuerpo realizadas por Núñez, semejantes a la estatuaria de santos: en la que sólo el rostro –a menudo, cubierto de pelucas postizas- y, a lo sumo, las manos, son pulcramente modelados, por ser las únicas partes visibles que sobresalen de los mantos y túnicas que ocultan el escueto armazón al que van fijados. Es la efigie de la muerte la que preside su trabajo.

 

Ya al comienzo, a principios de la década de los noventa, ante su serie de servilletas nos damos cuenta de que esta colección de rostros son “paños de la Verónica” –como, de hecho, poco después se constata en la serie de santas faces-;  esto es, imágenes semejantes al lienzo con que, según la leyenda, la Verónica enjugó el sudor de la cara a Jesucristo y en que quedó su huella. Pero en estos lienzos de Marina Núñez lo que ha ido quedando es el rastro de la muerte anunciada de una historia de la representación que la artista pretende subvertir. La mayoría de estos retratos son apropiaciones de rostros de personajes femeninos pertenecientes a una historia del arte en la que las mujeres tradicionalmente fueron objetos pero no sujetos de la representación. Marina Núñez se apropia de estas heroínas. Revisando nuestra particular historia occidental, la artista parece trazar un recorrido muy semejante a los hitos concretados –desde los manierismos a los simbolismos visionarios- en la poética surrealista: cuyo legado primordial fue comprender la importancia del collage y de las asociaciones visuales incongruentes para desestabilizar los rancios sistemas de creencias heredados. La intención deconstructiva de Núñez se suma a la tendencia de las artistas que en las últimas décadas se han convertido en  sujetos de nuevas representaciones: fundadas, también, en una crítica a la historia canónica de la representación desde la cultura visual. No es extraño que una imagen pregnante de aquella época sea la de esa joven que muerde con devoción, como perro fiel, la mano del amo, extraída de “La edad de oro” de Buñuel. Pero imagen ambigua a la vez: hay tanta ansiedad en esa mirada candorosa. Y así es como en la servidumbre al amo, se insinúa el surgimiento del nuevo sujeto. Mientras la imagen, en conjunto, funciona como metáfora inversa de la dentellada con que Marina Núñez desafía a la historia de las imágenes.

 

Lo que en un principio es intuición e indagación de recursos plásticos para expresar lo siniestro, pronto se convertirá en la ideación y aplicación de nuevas estrategias que desarrollan una poética de la abyección, que convertirá en el territorio sobre el que se desarrolla toda su trayectoria ulterior. Desde el inicio, Núñez aísla y desarrolla los detalles más perturbadores: los orificios como, por ejemplo, en esa atención a la boca de Flora que muerde el ramo; los cabellos, que se prolongan a su arbitrio; los ojos, de cuencas vaciadas. Otras veces, se trata de inversiones: calvicies absolutas, rostros negros. Elementos que van adquiriendo una suerte de autonomía que, en su despliegue, admiten la yuxtaposición, como esos otrora efluvios espirituales de la mirada que se han convertido en cabellos saliendo de los ojos, y aceptan la adherencia de nuevos elementos a modo de excrecencias: como pájaros y peces.

Pero la fijación por los fáneros se va acentúando. Y cobran entidad. Se llama “fáneros” a toda esa producción epidérmica del cuerpo, los pelos, los cabellos, las plumas, las escamas, las garras, las uñas, los dientes … en suma, esas reliquias del cuerpo que “tiempo después de que la carne se ha vuelto polvo, ellas continúan diciendo quienes hemos sido” [10]. A las vanitas de Marina Núñez les crecen calaveras, se les descuelgan mandíbulas, e invaden ojos a puñados. Mientras sus heroínas de celuloide se muestren indiferentes. Ni nos miran, ni miran nada. Más bien, miran la nada, confirmando ya su rol de retratos de la ausencia misma: aunque, en este caso, en que se cuestiona la naturalización de la historia hegemónica, se apunte a la ausencia como ausencia de la mujer sujeto.

 

La mujer como sujeto muerto. El cadáver es el colmo de la abyección, el más repugnante de los desechos: “es un límite que lo ha invadido todo” [11]. Durante algún tiempo, en sus retratos se mantienen el Adentro y el Afuera. Los rostros son caras silueteadas sobre las que se sobrepone lo rechazado. Y también se superponen los instrumentos de tortura que acompañan a la indagación de la artista sobre la locura, bajo la variedad de la histeria, en que desemboca la sumisión impuesta a las mujeres durante la Modernidad.

Pero pronto vuelve la anterior confusión de los rostros cubiertos de vello y de las bocas borradas, con las anamorfosis deformantes y nuevas formulaciones de efluvios, y con ellas, la exteriorización del adentro abyecto. Y al tiempo, la ambigüedad que “no abandona ni asume una interdicción, una regla o una ley, sino que la desvía, la descamina, la corrompe” [12].  En los rostros de las heroínas crecen los filamentos, las venas, los conductos y los nudos linfáticos se evidencian, mientras exhalan alientos eléctricos. Es lo abyecto que emana del interior, rechazado pero propio, tan repugnante como algo externo frente a lo que reaccionaríamos protegiéndonos: “extrañeza imaginaria y amenaza real, que nos llama y termina por sumergirnos” [13].

Porque está enraizado en el deseo último del Otro, al cabo, afirma Julia Kristeva que “lo abyecto no tiene más que una cualidad, la de oponerse al yo” [14]. Por eso, lo abyecto “no cesa de desafiar al amo” y es una estrategia tan adecuada para quienes se posicionan frente a la normatividad desde la crítica a la identidad aislada, homogénea, invariable, completa, autónoma, y “al individuo como una esencia abstracta y descarnada” [15]. Lo abyecto diluye la frontera entre el Yo y el Otro.

No hay ida sin vuelta. En los retratos animados en los vídeos Red y Conexión, al igual que las venas emergen del rostro como un dúctil cableado independiente, así extraños bultos ameboides van introduciéndose bajo la piel del rostro, mientras la protagonista sonríe.

 

Las imágenes de Marina Núñez se sitúan ahí donde se elabora el fantasma: en la confluencia de las disociaciones entre el sentido táctil y el sentido óptico. Toda la repugnancia provocada por lo abyecto surge entre los cruces de esta sinestesia. Tacto y vista, sentidos complementarios pero opuestos pues, según Aristóteles, el tacto es aquello sin lo cual la visión no puede tener lugar y también lo que constituye el escatón de la visión: su límite. Sin embargo, como sugiere Didi-Huberman [16], la fascinación por la contemplación de la representación plástica quizá sólo pueda entenderse si aceptamos que para la visión el sentido táctil también es su telos: la mirada ante la representación sería como ejercer el tacto de la visión. Pulsión obsesiva y deseo fóbico a la vez, esa es la experiencia que lo abyecto indica con peculiar precisión.

Sin embargo, como demuestran las últimas series realizadas por Marina Núñez, la experiencia de lo abyecto actualmente puede provocarse también  con elementos menos gruesos. Los fáneros, que durante algún periodo fueron usados en la historia de la representación para simbolizar a la mujer, la bestialidad y el mal, dan paso a leves centelleos magnéticos diseñados en los nuevos medios digitales de representación. La capa entera del arcaico rostro-máscara se ha aligerado hasta convertirse en película y pantalla, cuando no se ha sustituido por una retícula casi transparente y transitable cuya propiedad quizá más alarmante sea el epicentro desde el que parece autogenerarse. En otras, la transparencia espectral de la propia cabeza, a modo de indeleble membrana, deja ver una actividad zoomorfa y acuática. Pero incluso la mera multiplicación de iris (como en Multiplicidad) o de artificiales glóbulos oculares evocan la experiencia de lo abyecto como “adentro exorbitante”.

En sus últimas Imago, Marina Núñez se ciñe a la sola epidermis. Valiéndose de prototipos vidriados de cabezas de mutantes muy pulidos, incluye al espectador en la imagen, cuyo espanto reflejado se fragmenta y faceta entre los anómalos volúmenes como en los espejos deformantes de pasajes carnavalescos, alcanzando casi la (imposible) sublimación de lo abyecto. Como si emulara la imagen de Victor Hugo con que Kristeva inicia sus Poderes del horror, pues “no hay pupila abyecta y vil que no toque el relámpago de lo alto”.

 


[1] Hans Belting, Antropología de la imagen  (Bild-Antropologie, 2002), Katz Ed., Buenos Aires, 2007, p. 188.

[2] Ibid, p. 179.

[3] Jean-Luc Nancy, La mirada del retrato (Le regard du portrait, 2000), Amorrortu, Buenos Aires, 2006, p. 54.

[4] Georges Didi-Huberman, Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes (Devant le temps, 2000), Adriana Hidalgo Ed., Buenos Aires, 2008, p. 112.

[5] Nancy, p. 45

[6] Maurice Blanchot, L’amitié, 1971, cit. por Nancy, op. cit., p. 37: “Un retrato no es semejante por hacerse similar al rostro, sino que la semejanza comienza y existe con el retrato y sólo en él; ella es su obra, su gloria o su desgracia, en lo que se expresa el hecho de que el rostro no está allí, está ausente y no aparece sino desde esa ausencia que es precisamente la semejanza”

[7] Nancy, op, cit., p. 54.

[8] Ibidem.

[9]  Como señala Gimpel, op.cit, p. 70, Warburg seguía la investigación iniciada por su maestro, Julius von Schlosser, que en su Historia del retrato en cera, al estudiar la representación mimética de retratos y de bustos de personajes de la corte había apuntado a la manifestación de un poder mágico vinculado a la imagen.

[10] Jean Gimpel, De inmundo (De inmundo, 2004), Arena Libros, Madrid, 2007, p. 67.

[11]  Julia Kristeva, Poderes de la perversión (Pouvoirs de l’horreur, 1980), Siglo XXI, Buenos Aires, 1988, p. 10.

[12] Ibid, p. 25

[13] Ibid, p. 11.

[14] Ibid, p. 8

[15] Marina Núñez, CASA, Salamanca, 2002, p. 8.

[16] Didi-Huberman, La pintura encarnada (La peinture incarnée, 1985), Pre-Textos, Universidad Politécnica de Valencia, 2007, p. 68.