Marina Núñez
Razonando la corpulencia: el dibujo de las modelos
Juan José Gómez Molina (coord.): «Las lecciones del dibujo», Ed. Cátedra 1995, pp. 365-392.
LOS ANTAGONISTAS
Si algo se ha mantenido constante en la cultura occidental son las dicotomías que permean la construcción de los diversos significados. Los contrastes, implícitos o explícitos, sirven para ensalzar determinados conceptos mediante el simple pero violento ejercicio de la devaluación de sus contrarios.
Sin pretender recorridos exhaustivos, este dualismo se concreta, por ejemplo, en el antagonismo entre: el alma y el cuerpo, la razón y los sentidos, lo general y lo particular, la esencia y la apariencia, lo abstracto y lo concreto, lo objetivo y lo subjetivo, lo nouménico y lo fenoménico, lo mental y lo manual, lo matemático y lo técnico, lo teórico y lo práctico, el axioma y el experimento, el control y la permisión, la permanencia y lo efímero, lo normal y lo desviado, lo simple y lo complejo, la pureza y la mezcla, lo sano y lo enfermo, la claridad y la confusión, lo homogéneo y lo heterogéneo, lo distante y lo cercano, lo metódico y lo empático, el orden y el caos, la certeza y la ambigüedad, la unicidad y la multiplicidad.
Obviamente los primeros términos de cada par son los vencedores, los dominantes. Pertenecen al reino de las ideas, y se han convertido en ideales. Aunque la historia de la filosofía no es tan generalizable. Borges nos recuerda la distinción entre aristotélicos y platónicos: «Los últimos intuyen que las ideas son realidades; los primeros, que son generalizaciones; para éstos, el lenguaje no es otra cosa que un sistema de símbolos arbitrarios; para aquéllos, es el mapa del universo. El platónico sabe que el universo es de algún modo un cosmos, un orden; ese orden, para el aristotélico, puede ser un error o una ficción de nuestro conocimiento parcial. A través de las latitudes y de las épocas, los dos antagonistas inmortales cambian de dialecto y de nombre: uno es Parménides, Platón, Spinoza, Kant, Francis Bradley; el otro, Heráclito, Aristóteles, Locke, Hume, William James.» Para los platónicos, «lo primordial eran los universales (Platón diría las ideas, las formas; nosotros, los conceptos abstractos)», y para los aristotélicos, «los individuos.» 0
Pero se diría que aunque ciertamente determinados personajes o épocas se hayan sentido fascinados por los segundones, aunque exista esa aproximación a la realidad desde lo fenomenológico, la tendencia dominante es a privilegiar el alma, o la razón, como absolutas. O al menos el tipo de razón (instrumental) bajo cuyo epígrafe se podrían situar los demás primeros de cada par. Hasta los métodos inductivos, aparentemente más amables con la vida material, sobrellevan resignados el flujo caótico en busca de arquetipos y leyes inorgánicas. De Aristóteles («ciencia consiste en encontrar las formas permanentes que subyacen a los fenómenos cambiantes de la naturaleza») a Einstein («El gran propósito de toda ciencia es cubrir el mayor número posible de hechos empíricos por deducción lógica del menor número posible de hipótesis o axiomas» 1) hay mucha distancia temporal y conceptual, pero similares intuiciones.
Se puede apreciar, en la persecución incansable de los primeros términos (los ontológicamente superiores), un cierto espíritu circense del «más difícil todavía». Esa tendencia humana hacia lo sublime y elevado, sutil ejemplo de masoquismo, nos hace sobrevalorar lo lejano frente a lo próximo, lo profundo bajo la superficie accesible, lo invisible frente lo que se nos presenta de forma más inmediata.
La verdad se encuentra tras los fenómenos, en las simas o en las alturas, inasible. Los sentidos, que tan sólo posibilitan el acceso a las apariencias -engañosas, insuficientes, ambiguas-, provocan confusión. Necesitan ser dirigidos por el Logos, que alcanzará lo nouménico, la claridad inmaterial vedada a lo somático. «Un método prestigioso, ‘duro’, que se consideraba intelectualmente superior a la materia ‘blanda’, floja, irregular, o geométricamente informe que se suponía tenía que regularizar, era impuesto desde lo alto y desde el exterior.» 2 El entendimiento no es corpóreo, la verdad que persigue es espiritual, el cuerpo sólo es un obstáculo de efectos un tanto alucinógenos. El caos del mundo exige abstracción, generalización, catalogación. Que se ordene lo particular, que se lo desnude. De apariencias, de diferencias, de carne. Para eso concebimos una metodología descarnada en lucha con los datos sensibles, incontaminada por ellos.
Pero estos dualismos no sólo implican querencias espirituales. Han legitimado proyectos de dominio. Los conceptos privilegiados, asociados a Dios y a la Verdad, no se yerguen limpios, inocentemente universales, sino que arrastran la mala conciencia de su victoria a costa de lo oprimido, lo silenciado o negado. Disimulan su violencia sobre sus subordinados disfrazándose de lo lógico o natural. Los puntos de vista «ideales», la mente «sin prejuicios», los conocimientos «objetivos», obscurecen oportunamente ideologías y privilegios. Lo cual de paso esconde la inestabilidad de su posición: presentándola como inmutable, al margen de contextos específicos.
La obsesión con medir y clasificar es en gran medida una obsesión de dominio. Nos entrena para pensar en el control del mundo. Nos muestra que todo son objetos distantes y distintos del investigador, que establecerá sobre ellos la autoridad de la razón. Manifiesta un deseo autoafirmador de imponer orden en el ser y en los otros, que en ocasiones bordea la patología. «(…) la mente científica, portada por el cogito, lleva a cabo el programa de la razón con un rigor de método que es a su vez regulado por un sistema de exclusión y dominación de todas las alternativas juzgadas peligrosas. La victoria de esta racionalidad científica, obtenida por la lógica imparable de las grandes conquistas, abre un largo camino de prohibición y exclusión de la sinrazón/locura y todos sus derivados tradicionales: los sentidos, los sueños, las pasiones, el cuerpo.» 3
Destacan en el idealismo racionalista, por tanto, dos tendencias: una especie de anorexia y una cierta neurosis. Por un lado, hay que penetrar, desnudar, trascender los confusos secretos de lo somático, para alcanzar un ideal de claridad lógica sin carne, de axiomas invisibles de puro delgado. Por otro, necesariamente aparejado, hay que controlar obsesivamente desde estas entidades superiores al mundo congénitamente inferior y potencialmente perturbador de lo material.
LAS MUJERES
Apenas es necesario añadir que la mujer está explícitamente identificada con lo material. La mujer, tan poco espiritual, tan cuerpo sensual, es constitucionalmente inferior. Pertenece sin lugar a dudas al bando de lo tangible, lo contingente, lo somático. Es decididamente carnal.
Los esquemas claros, reductivos, hacen de lo somático su objeto y su víctima. De este modo, los portadores de la razón adquieren sobre la mujer potencia divina. Lo masculino, que se pretende puro espíritu, abstracción universal, necesita de la mujer para convertirla en su otro, y le cede todo el peso de la materia opaca y muda. «La relación entre hombre y mujer se hace por tanto emblemática de la división ontológica y la diferencia cualitativa entre cuerpo y mente, y la diferencia sexual se presenta como la dicotomía que proclama la definición de la mujer como el reverso de la racionalidad.» 4
La mujer encarna -literalmente- el reino del cuerpo, es el escenario de su impacto sobre el espíritu. Los sentidos , que son todo su ser, engañan al alma; las pasiones, que recorren su carne, la tientan y provocan su caída. Luego ella, por ser cuerpo, es la mentira, el símbolo de la confusión del Logos; y ella, por ser cuerpo, es el mal, su relación con el demonio es íntima. Toda la tradición judaica y cristiana enfatiza la idea de Eva como fuente de pecado, por su falta de disciplina moral.
Las emociones la dominan. Carnales, irracionales y privadas, tendrían que ser controladas por el intelecto. No deberían entorpecer el rigor moral. No deberían contaminar tampoco el conocimiento objetivo, que debe librarse de prejuicios sentimentales que distorsionen el aceso a la Verdad.
El ideal masculino es el comedimiento, no involucrarse, matenerse autónomo para desde la separación poder ordenar y controlar. La mujer es pura subjetividad y cercanía, pura empatía. Las pasiones la desbordan. Hasta tal punto que se inscriben materialmente en su cuerpo (conversión somática en la histérica).
Su carne, además, está íntimamente ligada a lo heterogéneo, lo múltiple. Su reino es el de las apariencias, engañosas, variables, difíciles de fijar y contener. Igual que ella es inconstante, mudable e impredecible, su fisiología, hipersensible, es inestable. El hombre tiene un cuerpo, pero no es diverso, es fálico, poderoso, duro, homogéneo. No blando y polimorfo como el de la mujer. «Quizá el conflicto es siempre entre el cuerpo -como el nombre inadecuado de una indominable diversidad de impulsos y contradicciones- y el Poder, entre el cuerpo y la Ley, entre el cuerpo y el Falo, incluso entre el cuerpo y el Cuerpo. El segundo término de cada par es una representación acabada, fijada. El primero es lo que defrauda esa representación.» 5
Podríamos continuar. Mujer es cuerpo, y cuerpo es pecado, emoción, multiplicidad… también enfermedad, caos, locura. Es compendio de todo peligro para el ego razonable que intenta autoafirmarse. Esta intrincadamente asociado a los términos subordinados de las jerarquías dominantes.
LOS DIBUJOS
Menos manida es la asociación que un rápido rastreo por la historia del dibujo nos permite hacer entre éste y los términos más etéreos de los pares antagónicos. Aunque también en esta disciplina se confirman las dos formas intuitivas de aproximación a la realidad de que habla Borges, de nuevo la victoria, en nuestra cultura, de los «idealistas» frente a los «naturalistas» es manifiesta.
Se supone que «todo posee una forma ideal, de la que los fenómenos de la experiencia son réplicas más o menos corrompidas» 6. Las artes visuales, asaltadas por el idealismo racionalista de la tradición platónica y cartesiana, participan tradicionalmente de esa corrupción. No son serias, se asocian al placer, a la fantasía, a la seducción, al simulacro. Son el colmo de la frivolidad y la confusión, pues no son la Verdad, pero son verosímiles. El trompe l´oeil es el símbolo de la relación del arte plástico con el engañoso mundo de los sentidos. Como él, tiene tratos con lo vulgar y amenaza con arrastrarnos engañados por su retórica sofista.
El dibujo es la forma de introducir en ambiente tan indigno a la Razón salvadora. En parte, el mecanismo es el habitual. Ya que las artes están contaminadas, establezcamos jerarquías purificadoras también en su interior. «Y de la manera que el que escribe con buena, o mala forma de letra, no altera la calidad de la materia que escribe; así tampoco lo obrado del lápiz y aguadas no quita, ni añade a la perfección del dibujo, porque es accidente en él, que es sustancia, y el que da ser a la pintura (en que los colores asimismo son accidentes)» 7. Sustancia y accidente. Una buena dicotomía para empezar.
El reino del arte, tan sospechoso, va a identificarse con la píntura para dejar al dibujo convertido en filosofía. Baudelaire describe sucintamente esta versión acuñada a lo largo de siglos de historia del arte: «Los dibujantes puros son filósofos y abstraccionistas de quintaesencia. Los coloristas son poetas épicos (…) Los dibujantes puros son naturalistas dotados de un sentido excelente; pero dibujan por razón, mientras que los coloristas, los grandes coloristas, dibujan por temperamento, casi sin saberlo. Su método es análogo al de la naturaleza» 8. La pintura es estomacal, está aferrada al mundo material, a las pasiones. El dibujo ha superado la naturaleza. La pintura es verdad poética. El dibujo, impregnado por el Logos, es Verdad de la buena, esencial.
El dibujo «es del dominio del espíritu», y el color «del de la sensualidad» 9. No sólo es propio de artistas temperamentales, sino que sólo conmueve a los sentidos. El dibujo triunfa sobre la frivolidad y lo meramente placentero porque sabe elevarse hacia lo Fundamental. «En la pintura, la escultura, y todas las artes plásticas, lo esencial es el dibujo; lo que constituye, para el gusto, la condición fundamental no es lo que procura una sensación agradable, sino únicamente lo que place por su forma. Los colores que iluminan el dibujo forman parte de la atracción; pueden animar el objeto en sí para la sensación, pero no hacerlo digno de ser contemplado, y bello.» 10
Pintura es técnica, práctica, manualidad. Se la relega a un cierto «tapizado», que de exagerarse puede llegar a convertir una «obra maestra» en una «obra laboriosa» 11. Ya se sabe que el pensamiento puro, además de incoloro, es indoloro e inodoro, el esfuerzo físico no le concierne. «El modelo, seguramente, era el tenue rastro de las características corporales de Cristo depositado en el velo de verónica. Para los críticos, lo mecánico implicaba caminos monótonos y herramientas serviles, no invención racional, liberal y celestial libre de materia sucia.» 12
Pintura es relación más cercana con lo empírico, con lo corporal. El óleo es demasiado matérico, el color la conecta con el cambio, con las apariencias superficiales, con la polisemia. Las luces y sombras perturban la serenidad de las composiciones. Para el dibujo queda reservado el reino de la lógica sin pigmentar. «Diseño (interno) no es materia, no es cuerpo, no es accidente de sustancia alguna, sino que es forma, idea, orden, regla, término y objeto del intelecto, donde se expresan las cosas entendidas (…) diseño externo no es otra cosa que lo que aparece circunscrito de forma pero sin sustancia de cuerpo» 13. Las enseñanzas se dirigen a superar la simple copia del natural mediante elaboraciones conceptuales. Emociones, apariencias y sensibilidades, deben ser desnudadas hasta un ideal no engañoso. Incluso facturas más descriptivas y menos simplificadoras rastrean las discontinuidades en busca de prototipos abstractos.
El dibujo, conocedor de que la pintura adolece de dos taras, su relación con procesos técnicos -la práctica, inferior a la teoría- y su relación con las apariencias -lo visual, inferior a lo textual-, intenta apartarse convirtiéndose en escritura. Fundido con el Logos, se eleva sobre la confusión de los fenómenos materiales y alcanza claridad sobrenatural. Hay un continuo privilegio del lenguaje -logocentrismo. «Escribir y dibujar son, en el fondo, idénticos. Tal vez bajo este ángulo puede comprenderse mejor el aserto de Lieberman que afirma que el dibujo es el arte de eliminar» 14. La destreza de la mano y el reino de la percepción sensorial no llegan a la altura intelectual de otras disciplinas más etéreas y despojadas. «Los artistas se elevaron a sí mismos desde su estatus artesanal aliándose con modos privilegiados de conocimiento: con las matemáticas por un lado y con la literatura por el otro.» 15
El dibujo, al menos en comparación, queda libre de las ataduras de las apariencias, de la materialidad de la técnica. Está libre de la «sustancia de cuerpo». Puede levitar. Y, desde lo alto, imponerse. Es Método Racional, arma contra la existencia imperfecta, contra los sólidos sospechosos y opacos. Es medio adecuado para fijar certezas, porque es casi invisible. Impone secuencias lógicas en la confusión experimental, porque es idea, en todo caso contorno. Crea ilusión de homogeneidad, porque es silencioso, limpio, claro, tenue, quieto.
«El campo gráfico impulsa, debido a su naturaleza misma, con todo derecho y cómodamente, a la abstracción. En él, lo maravilloso y el esquematismo propios de lo Imaginario se hallan dados de antemano y al mismo tiempo se expresan con suma precisión». 16 Sin duda la Razón es monocromática, su trazo claro y ligero. Lo visible debe purificarse en un ejercicio de adelgazamiento que desmantele lo múltiple somático hasta lo Uno. Las líneas adelgazan la materia hasta revelar la sutileza inmaterial que su grosor asfixia. «En mi sentir el dibujo se debe hacer con líneas muy sutiles, que apenas las distinga la vista, Así como hacía Apeles, que desafió a Protógenes a tirar líneas casi imperceptibles». 17 En realidad, es una carrera de negación de lo físico, cuyo ideal son las ideas descorporizadas.
Tras un riguroso régimen anoréxico, y un efectivo ejercicio de exclusión, el dibujo puede elevarse ya ingrávido hacia las alturas del prestigio. Es incorporal, y es capaz de controlar -describir, medir, catalogar- lo corpóreo. (fig. 1)
LAS MODELOS
Puestas así las cosas, si el dibujo pertenece al espíritu y la mujer a lo somático, la relación entre ambos debe ser necesariamente conflictiva. Todo lo que el dibujo tiene de paranoia («patología de la organización, de la estructuración de un mundo rígido y celoso» 18) lo tiene la mujer de histeria («patología de la escenificación exacerbada del sujeto» 19) . Todo lo que tiene aquél de anorexia, lo tiene ésta de cuerpo excesivo. La modelo del dibujante, que es masculino como el dibujo lo es, será el punto de inflexión de una trama compleja. Será metáfora de los conflictos entre las mujeres y sus signos. Y será arena para la lucha por el control: de los cuerpos, de los sujetos, de sus representaciones.
La crítica feminista 20 relativiza el significado «mujer» y lo situa como el producto de una serie de prácticas del sistema social. El cuerpo de la mujer es algo más que carne y sangre: es una construcción simbólica. Por lo tanto no es inmediato, sólo podemos acceder a él por medio de discursos -verbales, visuales. Todo signo, incluso el símbolo, es relativo a los demás signos que le rodean. Indudablemente, el signo «mujer» significa algo más que «sexo femenino». Pero no siempre lo mismo. No conlleva ningún significado intrínseco e inmutable. «El término ‘mujer’ es parte de una cadena semiótica de comunicación con un emisor y un receptor y un objeto de intercambio -la mujer- que es el signo producido, significando el ‘contrato social’. (…) Mujer es producida como un signo dentro de los sistemas de intercambio porque ella es el significante de una diferencia en relación al hombre, por ejemplo, las mujeres son intercambiadas más que los hombres. (…) aunque la forma o el significante del signo sea la persona actual, la mujer, la sustancia o sentido del signo, su significado, no es el concepto mujer. Uno no puede hablar de ‘un’ signo -mujer- sin especificar el sistema en el cual tiene significación.» 21 Así que según el contexto histórico, e incluso según los diferentes sistemas familiares, económicos, religiosos, políticos… en que se la inscribe, el signo «mujer» funciona de uno u otro modo. Su significado se renegocia en cada nueva situación.
Y como el hombre, más estabilizado y solidificado por esa dureza que da el poder, es el intercambiador de las mujeres y el detentador del lenguaje, él determinará básicamente este significado. Es por eso que su historia tiene una constante: «mujer» siempre significa «no-hombre», es la diferencia del hombre. Esta puede asociarse a cuerpo, locura, sexo, multiplicidad, pecado, enfermedad…; incluso a cosas aparentemente contradictorias. Pero todas van a reforzar, por el socorrido sistema de contrastes, la Identidad Principal. Hay que definir al otro (a la otra, en este caso) para delimitar consecuentemente al Uno. Y amarrarla bien a su definición, porque si la categoría «mujer» tiene importancia para estabilizar, también es potencialmente subversiva.
Por eso va a elaborarse como «un Otro que constituye, no el límite de la masculinidad en una alteridad femenina, sino el lugar de una auto-elaboración masculina» 22. La aparente diferencia simétrica, que podría plantear un orden distinto, no es sino un falso binarismo que consolida la economía de lo Mismo. Hay que evitar la heterogeneidad, mediante lo homogéneo, la regla de lo único: el Uno y el otro, pero un otro domesticado, que no proponga alternativas, que se limite a ser un no-Uno. «Definida como ‘negativo’, (…) la mujer funciona como categoría contra la que el privilegio masculino afirma su presencia. (…) Y esta reducción de la pluralidad a los patrones falomórficos prescribe que la mujer nunca será capaz de representar su diferencia sino que servirá como espejo al sujeto masculino, despojando la otredad hasta lo mismo.» 23
Desde luego en los dibujos de la modelo «se conserva la implicación de que el tema (una mujer) es consciente de que la contempla un espectador. Ella no está desnuda tal cual es. Ella está desnuda como el espectador la ve» 24. La verdadera modelo del dibujante no es la que posa pacientemente, sino un modelo interior que él concibe como réplica de su universo.
El artista es Pigmalión, inventando una mujer que satisfaga sus deseos, creando de la materia inerte un objeto ideal. Aunque el hombre no salga en el dibujo, es su yo y su posición lo que éste significa. Las modelos ponen la carne, y son cocinadas. «(…) la mujer sólo podía ser útil ‘en tanto que receptáculo de la valía proyectada’, como mantenía Weininger. El descubrimiento de la belleza ideal en una mujer era un acto creativo del artista, y en ningún caso suponía un valor intrínseco de la propia mujer. Se trataba, simplemente, de ‘una atribución del ideal a su personalidad’.» 25
«Mujer» es un espejo en el que la masculinidad intenta definirse (por cierto, como decía Woolf, espejo milagrosamente duplicador de la talla del hombre). Es un significante mudo traspasado por significados impuestos. La «mujer» puede serlo todo – recibe las proyecciones que el hombre necesita-, pero las mujeres no son nada. La «mujer» está presente en multitud de discursos, pero las mujeres no poseen el lenguaje.
Pero por supuesto existen, y no precisamente en el reino fantasmagórico de semióticas relaciones fluctuantes. El que no hayan tenido gran cosa que ver en la atribución de esencias a sus apariencias no las sitúa en un limbo aparte, referentes físicos para unas imágenes que esencialmente no guardan relación con ellas. No permanecen al margen de todo este proceso de significaciones haciendo como quien dice su vida aparte, incontaminadas. No existe un referente o significado inteligible anterior al significante sensible y del que éste deba ser reflejo. El lenguaje no es vehículo de significados pre-formados o reflejo de identidades dadas -platonismo de nuevo. Es una más de las prácticas que construyen esas identidades. «A menudo se cree que existen dos cosas: mujeres y representaciones de mujeres. Se supone que, no importa qué medios de representación emplees, puedes volver a la mujer, el referente, encontrarla invariable, y luego juzgar una representación como fallo o éxito, buena o mala, falsa representación o re-presentación. Pero, ¿cómo podemos considerar que algo ha sido representado (o lo que es igual, falsamente representado) sin volver al dogmatismo? El referente o representado (…) es algo que se produce por o a través de la representación; no es algo que en última instancia permanezca fuera.» 26
El lenguaje no refleja como vehículo neutral o transparente a unos sujetos previamente existentes; el lenguaje controla lo que puede ser dicho, incluso pensado; crea sujetos. La «mujer» se crea, entre otros terrenos -la familia, el trabajo- en la representación. Y eso significa que las mujeres, en parte, también. Mediante efectivas tácticas.
Por ejemplo, convirtiendo significados culturales en mitos naturalizados: creando estereotipos. El mecanismo es sencillo: la repetición estabilizadora de lo mismo La reiteración estabiliza, solidifica, crea una ilusión de permanencia, de «siempre ha sido así». Los estereotipos fijan, a las mujeres en este caso, a posiciones convencionales que se disfrazan de inmutables. Reducen lo complejo a bits de información fácilmente digeribles, simplifican drásticamente, ordenan con violencia el caos de la polisemia. «Los estereotipos exclusivistas, que efectivamente convierten al otro en ‘un puro objeto, en un espectáculo, un clown’ (Barthes), son el modo principal de este control» 27.
Otra forma de sujeción, que impone una lógica circular sin escapatoria, es la falacia retrospectiva 28. Una vez estereotipados determinados personajes -la mujer débil, o la mujer/madre o la mujer/demonio-, se proyectan estas construcciones sobre elementos previos a su consolidación. A partir de la fijación del cliché, todas las imágenes y textos del pasado no harán sino corroborar que la mujer es, desde y para siempre, débil, madre o pecado. Esta circularidad sostiene la ilusión realista, la sensación de naturalidad.
Los dibujos utilizarán éstos y otros trucos. Como tantos otros discursos, crearán estereotipos, recrearán a su luz la historia. En realidad, la representación misma -el dibujo de la mujer- está ya contribuyendo a procesar la diferencia para su digestión: vuelve a la mujer incorporal, actúa como sustituto de su presencia activa, carnal, confusa. Al nombrarla, la somete. Ya hemos visto su tendencia a abstraer, a adelgazar. Toda representación descorporiza (al presentarse en lugar de, al hablar por); redundantemente, el dibujo aún más.
LOS MIRONES
¿Qué oscuras ansias sacia el hombre al mirar y dibujar mujeres? Si es cierto que «el sujeto racional que, como un espejo, domina el mundo con su mirada y gobierna sus representaciones lo ignora todo sobre las bases afectivas, libidinosas e inconscientes que gobiernan su relación con el saber» , entonces no estamos hablando tan sólo de manipulaciones premeditadas, que obviamente existen, sino de impulsos más secretos que ni él llega a comprender.
A primera vista, se puede apreciar una cierta esquizofrenia en los sentimientos del hombre hacia las mujeres, que vacilan entre el odio/repulsión y el amor/fascinación. Ambos impulsos tienden a resolverse de forma misógina, pero éste es otro tema. La recurrente dualidad Eva-María en las representaciones de la «mujer» se debe a una compleja relación de dependencia.
Por un lado, como ya hemos dicho, la mujer va a ser el otro que posibilite el auto-reconocimiento del hombre, el otro que, con su presencia de reverso, de falta (si no posee el pene, no posee el Falo, el referente fundamental), va a ser el espejo que de significado a la imagen reflejada del hombre. Gracias a la mujer el ego masculino define su identidad como individuo autónomo.
Pero, por otra parte, el amo depende del esclavo para establecer su yo a través del reflejo. La mujer definida como débil reafirma en principio el poder del hombre, pero la autonomía que garantiza se desmorona «cuando la demanda de que la mujer refleje el poder autónomo del sujeto/significante masculino llega a ser esencial para la construcción de esa autonomía y, por tanto, llega a ser la base de una radical dependencia que efectivamente mina la función a la que sirve»30.
Al nivel de la fantasía -en el Imaginario lacaniano-, la mujer es necesaria en un rol que le permita corroborar la ilusión de autonomía, dar al hombre el sueño de identidad firme con un poder definitivo, un control absoluto. Pero en el fondo de sus afanes autoafirmativos, el hombre sabe que la identidad es construida sólo a través de imágenes adquiridas gracias al otro, y por tanto prestadas e inestables.
Además, esa aparente autonomía masculina pretende esconder la represión que es su base y la perpetua posibilidad de su propio desarraigamiento. Los complejos de Edipo y de castración, que son el necesario camino para la entrada del niño en el Simbólico como individuo autónomo, van a efectuarse al precio de una negación de los deseos incestuosos y una renuncia por tanto a una unión plena con la madre que produce el placer (jouissance) más completo. El niño deberá alejarse de la madre para identificarse con un miembro de su sexo y heredar el Nombre del Padre y su Ley. Pero nunca se superará la nostalgia primordial de la unión diádica con la madre, cuando no se es consciente de las fronteras del propio ser. Y por tanto la dependencia de la mujer provocará esos sentimientos de odio/amor encontrados. «Esta dependencia, aunque negada, es también perseguida por el sujeto masculino, ya que la mujer como signo reafirmador es el cuerpo maternal desplazado, la vana pero persistente promesa de la recuperación de jouissance pre-individual.» 31
Las mujeres posibilitan la apariencia de poderosa autonomía, pero también son símbolo de los placeres previos a la individuación. Los hombres ven en ella la amenaza a su frágil autonomía, pero también la posibilidad de acceder a esos placeres perdidos.
La dependencia del amor/imagen maternal y el rechazo violento de este mismo amor/imagen se alternarán. Los hombres necesitarán a las mujeres, y a la vez querrán negarlas, idealizarlas, matarlas. Paradójicamente, el falocentrismo «depende de la imagen de la mujer castrada para dar orden y significado a su mundo. (…) es su falta la que produce el falo como una presencia simbólica…» 32. Pero la imagen de la mujer debe ser tal que el hombre no se confronte con la verdadera diferencia, que le haría asumir lo precario y relativo de su posición. Debe, idealmente, ser la madre fálica que era una con el niño, completa, segura y aseguradora, y no la mujer castrada que recuerda la amenaza latente de la castración.
La mujer es a la vez una amenaza y el signo del deseo del hombre. Por lo tanto, la preocupación por su imagen puede ser obsesiva. El placer que genera su dominio visual no esconde por completo una ansiedad que la forma de mujer provoca.
La mirada a la mujer es fundamental en todos estos procesos de desarrollo descritos por las teorías psicoanalíticas, que conceden altísima importancia a la visión en la elaboración de la sexualidad. La mirada a la madre como otro en la «fase del espejo» posibilita el auto-reconocimiento del niño. La mirada a la madre sin pene en el «complejo de castración» posibilita la entrada en el orden Simbólico. Son «teorías de voyeur» 33, propias de una cultura oculocentrista: la visión es superior a los demás sentidos, es más inmaterial y distante.
La escopofilia, el amor a mirar, particularmente a mirar a otra persona como objeto, nace en la infancia cuando el niño, inmóvil e impotente para controlar el mundo que le rodea, fantasea sobre el dominio sobre el otro que le procura su mirada controladora. El mirar es un sistema de poder, la mirada convierte al otro en objeto y lo somete. El voyeur disfruta de un placer un tanto sádico. «Más que otros sentidos, el ojo objetifica y domina. Asienta una distancia, y mantiene una distancia. En nuestra cultura el predominio de la mirada sobre el olfato, el gusto, el tacto y el oido ha traído un empobrecimiento de las relaciones corporales. En el momento en que la mirada domina, el cuerpo pierde su materialidad». 34
Eso da idea de la importancia que mirar imágenes de mujeres puede tener. La imagen dibujada refleja toda la experiencia del mirar. En este sentido, el artista y el espectador se confunden, aunque la mirada del espectador es, por así decirlo, de segundo orden. Se impone sobre algo ya previamente sometido. La mujer rigidizada, atrapada en la máquina de dibujar (fig. 2) es sintomática de una definitiva relación de dominio: el hombre poseedor de la mirada ( el orden, el método, la razón, lo espiritual) sobre la mujer que ofrece su cuerpo desnudo (la masa de carne desmedida, la apariencia múltiple, los sentidos engañosos, lo terrenal). El fija a su objeto, prohíbe sus movimientos. El la define, la ordena, la categoriza.
La mirada intenta siempre contener lo que está a punto de escaparse. Intenta penetrar, perforar para descubrir lo permanente bajo las cambiantes apariencias y luego fijarlo. La mirada, como la razón, crea una distancia entre ella y sus objetos, una distancia que objetifica y ejerce autoridad.
El orden y la estabilidad se proyectan sobre las mujeres miradas y representadas para contener la amenaza de otredad extraña al ser. Y por si esto no bastara, aún contamos con otra vuelta de tuerca: el fetichismo.
Es la perversión masculina por excelencia. Consiste en encontrar tranquilizadores sustitutos del pene materno, cuya ausencia ha motivado el complejo de castración. Es una forma de negar que la mujer ha sido castrada, y por tanto que su propio pene -su identidad, su poder- está en peligro. Es una forma de no ver la diferencia de la mujer. De desplazar la ansiedad a otro objeto, signo del pene perdido pero sin relación directa con él. Para el fetichista, el signo llega a ser el objeto mismo de su fantasía. Y no es peligroso. Los fetiches clásicos -zapatos, piernas, objetos de goma, ropa interior, cinturones… son objetos asociados al alarmante momento del descubrimiento.
Pero también se puede reconvertir toda la forma femenina en un fetiche, en un falo. La belleza plena de la mujer -mejor dicho, la reducción de la mujer a la belleza plena- convierte al dibujo en un fetiche, en algo satisfactorio en sí mismo. «Cuando es representada (…) como espectáculo, como objeto de la mirada erótica, la significación se extiende sobre una superficie – una superficie que se refiere sólo a sí misma y no esconde y revela simultáneamente un interior. Tal fetichización de la superfice es, por supuesto, el mismo límite de la lógica de este sistema especular», no por límite menos significativo como ejemplo de la tendencia del sistema – «el cuerpo es a la vez significante y significado, su significado tautológico. El cuerpo de la mujer consume su significación enteramente en su estatus como objeto de la visión del hombre». 35
La amenaza que supone el juego de la simple superficie, del que luego hablaremos, no existe aquí, porque ésta se domestica -se embellece. Y no se opone a los sentidos latentes (que se intentan descubrir tras los sentidos manifiestos), a los significados ideales profundos, es que se convierte ella misma en lo profundo. El sentido último del fetiche es su belleza superficial: una esencia tan accesible y tranquilizadora como amable es su apariencia.
Esta ha sido la función convencional de las bellas mujeres en la historia del arte. Por supuesto, y de un modo más obvio y literal, la amenaza que supone la mujer se combate minimizando su misterio, su poder: devaluándola, mediante un texto que subyace a casi todas las imágenes relativas a mujeres: «asunciones sobre la debilidad y pasividad de las mujeres; su disponibilidad sexual para las necesidades de los hombres; sus funciones domésticas y cuidadoras; su identidad con el reino de la naturaleza; su existencia como objeto más que como creador del arte; la patente ridiculez de sus intentos de insertarse activamente en el reino de la historia por medio de su trabajo o su compromiso en la lucha política…». 36
Sin embargo, a pesar de tantos controles, no existe el sistema seguro. Hay una forma de mirar distinta de esta mirada del intruso autoritario. Ya sabemos que se puede hacer «mal uso» de lo establecido. El significado no queda definitivamente marcado por la intención del autor. Hay miradas que encuentran salida a la parálisis impuesta sobre los signos, que desinmovilizan las ecuaciones y hacen su propia -mala- traducción. «El procedimiento, muy ampliamente, es identificar en el texto los significados contrarios que son la inevitable condición de su existencia como práctica significativa, localizando la traza de otredad que mina el proyecto aparente.» 37 Cualquier imagen ofrece fisuras por las que introducir lecturas contra-corriente. Pero algunas tienen toda una gama de boquetes.
LOS DIBUJOS TRANSGRESORES
1. LAS «SEXUALES»
El sexo de la mujer, en el sentido en que la define como diferente y en un sentido más literal —la vista de sus genitales castrados, que amenazan castración, supone motivo de profundo desasosiego para el hombre.
Para reducir la incomodidad, casi todos los desnudos femeninos que representa y consume intentan, mediante su situación, gestos, mirada, movimientos… suponer una mínima amenaza. Es decir, raramente expresan deseo ni control sexual. La potencia sexual es una prerrogativa del dibujante/espectador, no del objeto, que debe despertar, dentro de un orden, estos sentimientos. Y no provocar, en cambio, un «complejo de Sansón», de inhibición de lo masculino viril.
Es por esto que se repiten determinadas iconografías: debilitamiento físico (tan espiritual) de la modelo, pasividad bovina ante la iniciativa del hombre, pureza monjil, posturas más bien postradas (en el extremo, dormidas o muertas); incluso temas más rebuscados, como las lesbianas o las mujeres que flotan ingrávidas 38, tienen que ver con el propósito de no asustar al hombre con requerimientos sexuales en los que su hombría se sienta cuestionada 39.
Es sexo seguro. La modelo está a su disposición, vulnerable y excitante pero sin capacidad de exigencia ni de juicio, sin apetitos propios. Por eso cualquier desafío iconológico irrita enormemente. Como el de la Olympia de Manet, que se ofrece pero es que es prostituta (y todo es más sórdido, y hay que pagar), que es espectáculo pero mira a su vez (y la mirada directa y suficiente es un desafío impertinente). Si prescindimos del contexto y su rostro, el dibujo regresa a la convención. (fig. 3)
También con la necesidad de afirmarse frente a la mujer tiene que ver la tendencia social a identificar al artista con alguien especialmente relacionado con su líbido. «Tales nociones tienen sus raíces en el Renacimiento, cuando se avisaba a los artistas de que practicaran la continencia y la castidad para preservar su ‘virilidad’ para su arte. Esta noción se mantiene hasta el arte moderno; Van Gogh le dijo a un compañero artista: ‘Come bien, haz tus ejercicios militares y no folles demasiado, y por causa de no follar demasiado, tus pinturas serán de lo más espermáticas'». 40
Ya apunta Freud que la relación entre sexualidad masculina y creatividad es estrecha. Hay una cierta leyenda creada en torno a la indiferencia objetiva del artista ante la modelo, considerada un objeto más. Pero complementada con otra sobre que las relaciones de dominio sexual del dibujante sobre la modelo eran de otro orden que el semiótico. (fig. 4) «(…) en cuanto a la historia, los moralistas victorianos que pretendían que la pintura del desnudo femenino terminaba normalmente en fornicación no estaban lejos de la verdad». 41 Como si hubiera esas dos posibilidades de enfrentarse a la amenaza del sexo de la modelo: o la distancia salvadora o la cercanía avasalladora.
Ambas suponen violencia; ambas convierten a la modelo en un objeto moldeable por el artista/sujeto. Pero la segunda si cabe doblemente. Las modelos no son sólo posesiones del artista en el reino del lenguaje, sino en el personal. No solo gratifican su compulsión neurótica hacia el control sino sus más gruesas compulsiones.
En esta economía de modelos pasivas y artistas viriles, los dibujos de las mujeres de erotismo explícito, los que nos parecen rozar lo obsceno o pornográfico, pueden tener ese punto de exceso que los convierta en desasosegantes.
Por un lado porque, cuando el sexo es manifiesto, podemos despedirnos de ideales ascéticos y trascendencias espirituales. De hecho, la convencional e imprecisa frontera entre arte erótico y pornografía no es más que otro intento de consagrar al primero (puro, culto, elevado) al reino de la mente a expensas de la segunda (profana, popular, grávida). El arte erótico se supone que «eleva la descripción del deseo a un plano cultural más elevado. El deseo está contenido y controlado por lo estético. El arte erótico excita, pero es una forma reflexiva y enriquecedora de excitación» 42. La pornografía es ilícita, vulgar, está más relacionada con el cuerpo, no tiene otro objeto que el deseo. Pero es difícil creer en la moral de «excitación comedida» de las clasificaciones X. El intento poco convincente de desencarnar el sexo creando un contraste artificioso con otro sexo más prosáico y marginal muestra que el terreno pisado es potencialmente subversivo. La belleza desnuda puede llegar a ser ingrávida, pero el sexo es enormemente físico. Aumenta, por así decirlo, la carnalidad del cuerpo.
Y por otro porque, si hasta la representación del vello púbico femenino ha sido cabalmente evitada (pues connota potencia sexual) en la mayor parte del arte occidental, ¿cómo enfrentarse a vaginas insaciables? El goce sexual ha estado insistentemente ligado al pecado. La mujer, inmoral, también. La unión es doblemente demoníaca. La mujer sexuada parece perversamente capaz de exigir y disfrutar. Y ademas de apropiarse de actitudes masculinas, amenaza castración: la vagina dentata puede tragarse el pene (y de paso el Falo, es decir, el Poder; pero de esto hablaremos luego). El sexo puede significar herida, muerte. Existe una «creencia profundamente anclada en la mentalidad masculina según la cual, la pérdida de semen es una pérdida de energía vital» 43. Y, asociada a esta energía, el alma masculina, ya algo impura por su aprisionamiento material, definitivamente caería en contacto con el cuerpo «cuerpo». Al final, el sexo que las mujeres proponen es una trampa, asociada a enfermedades venéreas, a enfermedades morales. Las ninfas lascivas no sólo son excitantes; también pueden ser ninfómanas. Y si la modelo muta en sujeto de deseo, la organización simbólica establecida se tambalea. (figs. 5 a 7)
Así que el dibujo se ve arrastrado a tierra por la carnalidad del sexo. Y el dibujante no consigue sujetar por completo a la modelo impúdica de sexualidad desbordada. El conflicto es sobre todo entre un dibujo que aspira a ideales etéreos, superiores, sagrados, y un sexo que nunca en la historia occidental ha dejado de estar asociado al pecado, a lo profano. El dibujo quiere distanciar, limpiar, pero el sexo es cercano, sucio. El supuesto poder purificador del arte es insuficiente.
2. LAS «FATALES»
Aunque coinciden en gran medida con las modelos sexuales, forman un grupo de significantes diferentes (no todas las mujeres fatales están desnudas, ni desde luego todas las modelos eróticas son fatales) y significados algo más explícitos en la definición de la mujer como amenaza.
La mujer fatal es una creación del XIX, ligada al prerrafaelismo y simbolismo sobre todo, aunque por supuesto se pueden rastrear sus características en períodos anteriores. Es el reverso de la mujer ideal, pura, esposa amante y madre, virginal a ser posible: pseudo-representaciones de la tranquilizadora madre fálica. La mujer fatal, por supuesto, es la mujer sin pene que representa la amenaza de castración, la mujer herida que simboliza el daño.
Es sabido que la iconología se estableció en el período en que se forja el movimiento feminista, en que la mujer que quería otros papeles además del de cónyuge y madre amenazaba la estabilidad de las relaciones de dominio establecidas. Se concibe por tanto como imagen de misoginia. Pero desbordará las intenciones peyorativas previstas.
La mujer fatal es ya definitivamente algo apuntado en las mujeres sexuales: es tentadora. No es solamente que desee abiertamente —y no sólo sexo—, sino que se la ve venir: utilizará todos los medios a su alcance, de forma especial su belleza, para lograr sus propósitos. Propósitos, claro está, de poder. Y éstos siempre infringirán daño al hombre, temeroso de que ellas «debilitasen la esencia de poder trascendente que se encarnaba en su semen» 44. Es un ser fuerte, decidido e independiente, que combina carne turbia con malévola inteligencia. Es perversa. «En su aspecto físico han de encarnarse todos los vicios, todas las voluptuosidades y todas las seducciones. En lo que concierne a sus más significativos rasgos psicológicos, destacará por su capacidad de dominio, de incitación al mal, y su frialdad, que no le impedirá, sin embargo, poseer una fuerte sexualidad, en muchas ocasiones lujuriosa y felina, es decir, animal.» 45
Lilith, Judith, Dalila, Pandora, Salomé, la Esfinge… personajes míticos, bíblicos, históricos o literarios dejan claro el peligro de ser seducido por una mujer. Su cuerpo es una tumba. La fantasía paranoica masculina de control absoluto debe necesariamente resquebrajarse ante mujeres como éstas. La belleza muestra al fin el sucio reverso de la destrucción. Adios a las vírgenes perfectas dispuestas a cualquier sacrificio. La verdadera naturaleza carnal —y por tanto diabólica— de la mujer acaba venciendo.
Y encima se trata una naturaleza bajo control. Porque no es una lujuria histérica, no se trata de la mujer víctima de una sensibilidad incontrolada. Al contrario: las que acechan son bellas inconmovibles, depredadoras, destructivas. La atracción y el horror las conciben. Se superponen deseos de ser seducido, de convertirse en víctima, y miedo a las fatales consecuencias. Sin duda representarlas es una forma de exorcizarlas y de poderlas, pero no basta. Se diría que el otro va a dejar de ser frontera confortable, que el cuerpo ya no puede ser fetichizado.
El deseo trae asociada la pérdida (dice Lacan), en última instancia la muerte. (fig. 8) Manifiestamente. De nuevo las imágenes van a vengarse escapándose de los límites. A las mujeres, que aunque no eran el público original sí miraban a hurtadillas, les gustaba más esta iconografía que la de la bella de mirada ausente o sumisa. Incluso algunas las representan. Y a todas, claro, les daba ideas. (figs. 9 y 10)
Aquí, el conflicto entre el dibujo y la modelo es el de una lucha de poderes. Hemos visto que el dibujo participa de la obsesión masculina por el control, que asienta su poder sobre sus objetos en su superioridad pura y purificadora, metódica y ordenadora, abstracta y desmaterializadora. Pero esta modelo impura, turbulenta y perversamente carnal es, pese a todo, poderosa. Porque nace de la inseguridad del hombre. De sus sospechas de que si el Falo no es a fin de cuentas el pene, lo puede poseer cualquiera.
3. LAS «NATURALISTAS»
Una vez establecida la dicotomía entre el mundo de las esencias y el de las apariencias, y la jerarquía entre los términos, resulta obvio que los artistas a los que interesa una observación estricta de la naturaleza van a salir mal parados: son demasiado anti-platónicos. Se fían de los sentidos, les basta con las superficies.
«Dado que todo lo visible aparece, uno podría suponer erróneamente que toda la pintura trata de las apariencias» 46. Todo lo contrario, generalmente lucha -particularmente el dibujo— contra ellas. Ya hemos visto que representan todo aquello de lo que intenta alejarse. Así que un dibujo en el que se represente a la modelo intentando respetar su presencia, debe ser más subversivo que los cuerpos/fetiche idealizados.
Es claro que ni en las obras más naturalistas es posible hablar de una trasposición «transparente», sin tamizar. Ya sabemos que no existe ni siquiera la percepción «inocente», mucho menos la representación no mediada por convenciones. El discurso naturalista se lee a veces como objetivo, como si el referente se manifestase por sí mismo, excluyendo al sujeto que lo pronuncia. Es la «ilusión referencial» 47. Pero siempre hay ideas que tamizan la aproximación al cuerpo de la modelo.
Sin embargo, y al margen de pretensiones «realistas», los artistas naturalistas, mediados por ideas pero no obsesionados con ideales, van a concebir modelos de transgresion.
Porque lo normal es que «una mujer pueda ser tipificada, mostrada como un cuerpo desnudo o abstraido casi fuera del reconocimiento, (…) pero no se le da particularidad y, debería añadirse, la dignidad del uno-a-uno, el contacto formalizado asegurado por un retrato» 48. Es excepcional que las modelos sean retratadas, no normalizadas. Concretadas, no abstraidas. Cualificadas, no generalizadas. Que se hable de mujeres, no de la «mujer». Cuando se prescinde de tanta regla razonable, las Venus Coelestis, aspirantes a la idea, dan paso a las Venus Naturalis 49, grávidas. Las figuras de aspecto corriente, en las que el tiempo marca pliegues y arrugas, pueden resultar monstruosas al lado de los lisos cuerpos sin experiencia.
Si describir mujeres es poco habitual menos aún lo será utilizar para ello el dibujo. Que precisamente tiende a la norma, lo abstracto, lo general. Si al menos hablásemos de pintura, más ligada a la técnica y los sentidos; pero la unión de medio tan etéreo y modelos tan táctiles es realmente compleja. Tanto, que son escasísimos los dibujos naturalistas.
Para los artistas descriptivos «la representación se produce directamente en color y, por lo tanto, en píntura.» 50 La relación no es imposible, pero sí acusadamente paradójica.
Hasta tal punto este arte es contrario al sistema que, cuando excepcionalmente aparece (como en la tradición holandesa), se sugiere que enmascara todo tipo de significados ocultos. La obsesión por descubrir siempre un discurso latente despreciando el aparente está tan arraigada que no se acepta que «las imágenes de la pintura nórdica no disfrazan ni encubren significados bajo las superficies; más bien muestran que el significado, por su propia naturaleza, reside en lo que la vista puede captar: por engañoso que ello sea.» 51
La fascinación con las apariencias es peligrosa. Implica dejar de lado el método, emblema de la razón, y privilegiar a los sentidos, al desorden de lo inmediato. Implica dejar de creer que las superficies son sólo significantes sintomáticos cuyo enigma hay que resolver, para considerar que no hay nada invisible más allá de ellas. «Todo discurso de sentido quiere acabar con las apariencias, esa es su artimaña y su impostura. (…) Aquello contra lo que el discurso tiene que luchar no es tanto el secreto de un inconsciente como el abismo superficial de su propia apariencia y si tiene que triunfar sobre algo, no es sobre los fantasmas y las alucinaciones grávidas de sentido y contrasentidos, sino sobre la superficie brillante del no-sentido y de todos los juegos que permite.» 52 Pero el no-sentido es intolerable en una cultura de tendencias platónicas y cartesianas. Si lo manifiesto triunfa, ya no hay necesidad de escarbar compulsivamente. En lo profundo sólo quedará nuestra obsesión de poseer un alma trascendente que venza a la muerte. Las superficies físicas desagradan porque a través de ellas se presiente el fracaso de las profundidades ontológicas. El cuerpo imperfecto es alarmante. Y más aún lo es la perspectiva de que no exista otra realidad.
El arte naturalista deja entrever que «el objeto no existe más allá de su fenómeno; no es doble, alegórico; ni siquiera puede decirse que sea opaco, ya que ello equivaldría a volver a una naturaleza dualista.» 53 Es el mismo cimiento de la cultura occidental lo que enfrenta. La etérea profundidad puede no ser más que un embuste demagógico. Tranquilizador, pero también promotor de jerarquías de dominio y represión.
Si las apariencias son femeninas el peligro es doble. Porque de por sí ella está relacionada con la muerte -lo material. Y porque el hombre siempre se ha erigido en su intérprete, y si de repente no hay personalidad oculta y conveniente que traducir, es más difícil el dominio. El discurso del significado oculto interpretaba al significante «mujer» según su Verdad. Más insidioso aún que proponer otro significado que el establecido es desafiar lo simbólico, negar la profundidad del significado. Es más fácil moldear -o inventar- espíritu que carne, a la «mujer»/espejo que a las mujeres de cuerpos específicamente diferentes. Las mujeres han sido identificadas con la seducción de las apariencias. No es una posición elegida. Pero llevada al extremo, amenaza con revelar a la Verdad, al Sentido -masculinos siempre- como artificios. (figs. 11 y 12)
El conflicto de dibujo y naturalismo es manifiesto. «Cuanto más puro es el trabajo gráfico, es decir, cuanto mayor importancia se da a las series formales de una representación gráfica, más se apoca el aparato propio de la representación realista de las apariencias.» 54 Porque la pretensión de llegar a la esencia es incompatible con la mera descripción (débil, porque se adapta en vez de imponerse) de las apariencias. El que éstas sean de las mujeres, de por sí ligadas a lo superficial, lo engañoso y lo inmanente, es toda una redundancia. Por eso las escasas modelos naturalistas son un punto álgido de la pelea.
4. LAS «GORDAS»
Gordura como lo otro de la extrema delgadez ascética de las esencias. Gordura asociada al cuerpo, siempre demasiado grueso para una razón que aspira a la invisibilidad. Abundancia sensual contra comedimiento formal. Ya sabemos que el alma se degrada en contacto con el cuerpo, que es para ella una cárcel, o una tumba. Y que además de aprisionarla la perturba, la influye, la humilla apartándola de su empinado camino hacia el Bien y la Verdad. La confluencia de platonismo y cristianismo hace del cuerpo una vergüenza. El cuerpo es denso y opaco, pero a la vez la carne se agita, el contorno graso es vago e indeciso. No se deja ordenar por un esquema elegante. Sus acciones suponen evidente esfuerzo, es ruidosa y sucia. Siempre demasiado próxima. Refleja las emociones, no mantiene un exterior sin suturas. Para colmo, es corrupta.
Los ideales están del lado del silencio, la precisión, la distancia, la eternidad. Del alma más allá de limitaciones, dolor o muerte. Para alcanzar el alma hay que sustraer, convertir el cuerpo en un sólido menos sólido, comedido y sutil. Si se engorda, el alma quedará definitivamente sepultada. La carne es el colapso del orden.
Ya sabemos que la mujer es «el cuerpo». El hombre tiene uno, pero el suyo es el paradigma. Es más enjuto e invariable, porque él dispone de una razón que lo domina. Es menos contradictorio, más monolítico, porque es el cuerpo poderoso. Es el cuerpo del poseedor del falo, cuyo representante material, el pene, es a su vez más unificado, centrado y concreto que la sexualidad difusa y múltiple de los labios de vulva, del «sexo que no es Uno» 55. Es un cuerpo abstraido, instrumento casi incorpóreo de la razón que debe negar la inmanencia si quiere alcanzar lo universal. La mujer en cambio es pura carne, tanto que hasta los desórdenes psíquicos se manifiestan en ella, su útero equivale a histeria. Y si se convence de lo inadecuado de la corpulencia, tiene que procurar controlarla, por ejemplo con corsés disciplinadores (fig. 13). Aún mejor, tiene que librarse de ella. Dejando de comer.
La anorexia, que es casi exclusivamente femenina, es una enfermedad moderna, pero con antecedentes: la virtuosa demacrada. El culto a la sublime consunción 56 se produce porque la postración es la apoteosis de la congénita debilidad femenina. No es la enfermedad de carne lacerada y sufriente, que es del orden de lo femenino y lo grotesco, del orden de la carne (cristo de Grunewald), sino una especie de cansancio infinito y decoroso. La mujer abnegada, que se sacrifica por el hombre, acaba lógicamente exhausta. Sus fuerzas consumidas se reflejan en lo escueto de su cuerpo. La ascesis es meritoria y esquelética.
La anorexia es una enfermedad relacionada con esa obsesión neurótica hacia el control y el poder. El tema real no es la comida, sino el sometimiento del hambre -por algo hay que empezar. La anoréxica «crece viendo su cuerpo como una imagen reflejada de los deseos de los otros. No es ella misma -es algo exterior y extraño, y al mismo tiempo más relevante para los otros que para sí misma.» 57 El cuerpo no le es próximo, la distancia con que le percibe lo convierte en un objeto: primera condición para su dominio. Y ese dominio lo utiliza para procurar que se cumplan las expectativas de los que la rodean. La sensación de auto-control es falsa, pues es el control de los demás, que no distingue del suyo, el que está imponiendo en su cuerpo. Es una enfermedad en la que «situa un ideal cultural por delante de la existencia física». 58
Si el cuerpo es extraño y se percibe como limitación, hay que escaparse. «Como impedimento a la razón o casa de los deseos de la carne, es el lugar de todo lo que amenaza nuestros intentos de control. Rebasa, arrolla, estalla, transtorna. (…) hay que obtener control sobre él, con el propósito último de aprender a vivir sin él. Esto es: adquirir independencia intelectual del señuelo de sus ilusiones, ser impasible ante sus distracciones, y lo más importante, matar los deseos y apetitos.» 59 Se trata de grabar en el cuerpo la voluntad de control del hambre (y de todo lo demás que el cuerpo pretenda), el auto-dominio y la trascendencia, tan masculinos. De hecho, el cuerpo que se logrará, anguloso y sin curvas, desterrará la forma femenina y será más como el del hombre (fig. 14). Claro que esto no significará acceder a los privilegios del hombre, aunque sí a algunas de sus neuras.
Esta enfermedad es el paradigma del dualismo platónico, es casi una parodia, una hipérbole. La imagen ideal de invisibilidad del alma domina, y a partir de esa visión se crea la forma. La fantasía de independencia y auto-control es total. El cuerpo, poderosa forma simbólica, es una superficie en la que se inscriben y de este modo se refuerzan las reglas culturales. Por tanto, es una metáfora de las aspiraciones sociales. Las mujeres dedican gran parte de su tiempo a su disciplina, intentan convertir una masa ciega en dócil, mejorarla sin fin, desbaratar su falta y su exceso.
La anorexia geométrizante del dibujo lógicamente se enfrenta a la corpulencia repulsiva. Suele vencer. Pero se le escapan las modelos grotescas, las monstruosas, las sufrientes, las deformadas. La cara oscura de las bellas arquetipos. Bakhtin define el cuerpo grotesco como uno que «está inacabado, se desborda a sí mismo, transgrede sus propios límites» 60. Es un cuerpo que en lugar de esconder las aperturas y convexidades (boca, genitales, ano, vientre) y ocultar la cópula, el embarazo, la agonía de la muerte, el comer, beber o defecar, potencia todas estas características y actividades que lo convierten en algo inacabado y sin fronteras definidas con el mundo. Este cuerpo se representó excepcionalmente en el medioevo, pero las concepciones imperantes de la antigüedad retomadas en el Renacimiento eran las opuestas, las del cuerpo estrictamente acabado, aislado, suavizado, cerrado, impenetrable, ideal. «El acento se ponía en la individualidad completa, autosuficiente, del cuerpo dado.» 61
Se diría que el cuerpo grotesco es muy femenino, muy «gordo». Porque ya sabemos que «lo específico de las mujeres es la informidad, la ‘materialidad’ o el carácter físico de nuestra humanidad. Esta noción identificaba a la mujer con rupturas de límites, con falta de forma o definición, con aperturas, exudaciones y desbordamientos sucesivos» 62.
Estas modelos exageradas, cambiantes, metamorfoseadas, no son estables, claras y firmes, y por tanto son escasas y se las considera aberrantes. «Desde un punto de vista regulador, la heterogeneidad era peligrosa porque (…) minaba las dicotomías. (…) Los monstruos intrínsecamente exhibicionistas y los híbridos no imitativos pecaban contra la pureza gramatical y genética.» 63 La forma ideal está en estas mujeres excesivas definitivamente corrompida. No hay lógica que las purifique. No hay categorías que las incluyan, son demasiado complejas. Son materia informe, porque no hay forma que las explique. Son heterogéneas, se crean por combinaciones ilegítimas. Son el reverso de lo claro, de lo Uno. Sugieren inestabilidad, incoherencia, hacen que el ego unitario se tambalee. Si existen, si hay algo tan diferente, es que la razón no puede vencer toda amenaza, contener la otredad siempre. (figs. 15 a 18)
Ni siquiera el cuerpo dibujado es cuerpo trascendido en estas mujeres «gordas». El raciocinio, ligero, no puede desplazar ni abarcar a estas grávidas inclasificables a quienes prefiere por tanto ignorar. Son inconcebibles, son realmente diferentes.
0. Jorge Luis Borges, «De las alegorías a las novelas», en «Otras Inquisiciones», Alianza Emecé, 1981, p. 155.
1. Ambas definiciones citadas en: Ruth Berman, «From Aristotle´s Dualism to Materialist Dialectics: Feminist Transformation of Science and Society», en Alison M. Jaggar and Susan R. Bordo (eds.), «Gender/Body/Knowledge. Feminist Reconstructions of Being and Knowing», Rutgers University Press, 1992, p. 247.
2. Barbara Maria Stafford, «Body Criticism. Imaging the Unseen in Enlightment Art and Medicine», The Massachusetts Institute of Technology Press, 1993, p. 466. Aunque aquí su análisis se generaliza, el estudio de Stafford se centra sólo en la época de la Ilustración.
3. Rosi Braidotti, «Patterns of Dissonance», Polity Press, 1991, p. 53.
4. Braidotti, «Patterns of Dissonance», p. 186. Ella comenta que esta división se agudiza con Descartes.
5. Jane Gallop, «The Daughter´s Seduction. Feminism and Psychoanalysis», Cornell University Press, 1982, p. 121.
6. Kenneth Clark, «El Desnudo», Alianza Forma, 1993, p. 25.
7. Carducho, 1633.
8. Baudelaire, 1946.
9. Matisse, 1948.
10. Kant, Crítica de Juicio, 1790.
11. Sicket, 1916.
12. Barbara Maria Stafford, «Body Criticism», pp. 81-2. Se refiere a las diferencias entre idea y ejecución establecidas en tratados como «The Theory of Painting», 1715, de Jonathan Richardson.
13. Federico Zuccari, 1607.
14. Klee, 1912.
15. Svetlana Alpers, «Art History and Its Exclusions: The Example of Dutch Art», en Broude and Garrard (eds.): «Feminism and Art History. Questioning the Litany», Harper & Row, 1982, p. 187.
16. Klee, 1912.
17. Alberti, 1435.
18. Baudrillard, «El Extasis de la Comunicación», en Hal Foster (ed.): «La Posmodernidad», Kairós, 1986, p. 196.
19. Baudrillard, «El Extasis de la Comunicación», p. 26.
20. Ver, por ejemplo, Denise Riley: «Am I That Name? Feminism and the Category of ‘Women’ in History», University of Minnesota Press, 1990.
21. Elizabeth Cowie, «Woman as Sign», M/F, 1978, nº 1, p. 56.
22. Judith Butler, «Gender Trouble. Feminism and the Subversion of Identity», Routledge, New York, 1990, p. 44.
23. Kate Linker, «Representation and Sexuality», en Brian Wallis (ed.): «Art After Modernism: Rethinking Representation», The New Museum of Contemporary Art, New York, 1989, pp. 400- 401.
24. John Berger, «Modos de Ver», Gustavo Gili, 1980, pp. 56-7.
25. Bram Dijkstra, «Idolos de Perversidad», Debate, 1944, p. 237.
26. Yve Lomax, «Behind the Fragments», en Hilary Robinson (ed.): «Visibly Female. Feminism and Art Today: an Anthology», Camden Press, 1987, pp. 304-305.
27. Hal Foster, «Recodings. Art, Spectacle, Cultural Politics», Bay Press, 1989, p. 166.
28. Ver Mieke Bal, «Sexuality, Sin and Sorrow: The Emergence of Female Character (A Reading of Genesis 1-3)», en Susan R. Suleiman (ed.): «The Female Body in Western Culture», Harvard University Press, 1986, pp. 317-338.
29. Braidotti, «Patterns of Dissonance», p. 19.
30. Judith Butler, «Gender Trouble. Feminism and the Subversion of Identity», p. 45.
31. Judith Butler, «Gender Trouble. Feminism and the Subversion of Identity», p. 45.
32. Laura Mulvey, «Visual Pleasure and Narrative Cinema», en Patricia Erens (ed.): «Issues in Feminist Film Criticism», Indiana University Press, 1990, p. 28.
33. Ver Hélène Cioux, «Sorties», en Marks and de Courtivron (eds.): «New French Feminisms», The University of Massachusetts Press, 1980, p. 95.
34. Luce Irigaray, citada en Griselda Pollock: » Vision and Difference», Routledge 1989, p. 50.
35. Mary Ann Doane, «The Clinical Eye: Medical Discourses in the ‘Woman´s Film’ of the 1940s», en «The Female Body in Western Culture», p. 154.
36. Linda Nochlin, «Women, Art and Power», en «Women, Art and Power and Other Essays», Thames and Hudson, 1989, p. 2.
37. Catherine Belsey, «Constructing the Subject: Deconstructing the Text», en «Feminist Criticism and Social Change», Methuen, 1985, p. 54.
38. Ver Bram Dijkstra, «Idolos de Perversidad».
39. Hay que repetir que todas estas apreciaciones se refieren al arte occidental. «Conviene señalar que en otras tradiciones no europeas -el arte hindú, el arte persa, el arte africano, el arte precolombino- la desnudez nunca es supina de este modo. Y si el tema de alguna obra es la atracción sexual, lo más probable es que muestre un amor sexual activo entre dos personas, la mujer tan activa como el hombre, las acciones de uno absorbiendo al otro.» John Berger, «Modos de Ver», Gustavo Gili, 1980, p. 61.
40. Rozsika Parker and Griselda Pollock, «Old Mistresses. Women, Art, Ideology», Pantheon Books, 1981, p. 83.
41. Kenneth Clark, «El Desnudo», p. 351.
42. Lynda Nead, «Above the Pulp-Line. The Cultural Significance of Erotic Art», en Pamela Church Gobson and Roma Gibson (eds.): «Dirty Looks. Women, Pornography, Power», British Film Institute, 1993, p. 144.
43. Erica Bornay, «Hijas de Lilith», pp. 31-60.
44. Bram Dijkstra, «Idolos de Perversidad», p. 235.
45. Erika Bornay, «Hijas de Lilith», p. 115.
46. John Berger, «El Sentido de la Vista», pp. 107-117.
47. Ver Roland Barthes, «El Susurro del Lenguaje», Paidós Comunicación, 1987, p. 168.
48. Max Kozloff, citado en Carol Duncan, «Virility and Domination in Early Twentieth Century Vanguard Painting», en «Feminism and Art History», p. 298.
49. Acepciones de Kenneth Clark, «El Desnudo», pp. 77-8.
50. Svletana Alpers, «El Arte de Describir», Hermann Blume, 1987, p. 78. Alpers comenta que no se conoce dibujo alguno de varios de los principales artistas holandeses -Hals, de Hooch, Vermeer, como ocurre con algunos otros pintores en los que normalmente se reconocen afinidades con el arte nórdico (Caravaggio y Velázquez, por ejemplo).
51. Svletana Alpers, «El Arte de Describir», p. 27.
52. Jean Baudrillard, «De la Seducción», Cátedra, Madrid 1989, p. 56.
53. Roland Barthes, «Ensayos Críticos», Seix Barral, Barcelona 1983, p. 37. Barthes alude en concreto a las descripciones literarias «objetivas» de Robbe-Grillet.
54. Klee, 1912.
55. «La mujer tiene órganos sexuales más o menos en todas partes. Incluso si evitamos invocar la histerización de todo su cuerpo, la geografía de su placer es mucho más diversificada, más múltiple en sus diferencias, más compleja, más sutil, de lo que es comunmente imaginado – en un imaginario estrechamente enfocado hacia la mismidad.» Luce Irigaray, «This Sex Which Is Not One», Cornell University Press, 1985, p. 28.
56. Ver Bram Dijkstra, «Idolos de Perversidad», pp. 25-63.
57. Noelle Caskey, «Interpreting Anorexia Nervosa», en «The Female Body in Western Culture», p. 90.
58. Noelle Caskey, «Interpreting Anorexia Nervosa», p. 90.
59. Susan Bordo, «Anorexia Nervosa & the Crystallization of Culture», en Irene Diamond and Lee Quinby: «Feminism and Foucault. Reflections on Resistance», Northeastern University Press, 1988, pp. 92-93.
60. Mikhail Bakhtin, «Rabelais and His World», Indiana University Press, 1984, p. 26.
61. Mikhail Bakhtin, «Rabelais and His World», p. 29.
62. Caroline Walker Bynum, «El Cuerpo Femenino y la Práctica Religiosa», en Michel Feher (ed.): «Fragmentos para una Historia del Cuerpo Humano», Taurus, 1990, vol. 1, p. 191.
63. Barbara Maria Stafford, «Body Criticism. Imaging the Unseen in Enlightment Art and Medicine», p. 468.
LISTA DE ILUSTRACIONES:
1. Crisóstomo de Martinex, «Nuevas figuras de las proporciones del cuerpo humano», 1692.
2. Johann Caspar Lavater, «Máquina para dibujar siluetas», 1792.
3. Edouard Manet, «Estudio para Olympia», 1863.
4. Pablo Picasso, «El reposo del escultor», 1933.
5. Auguste Rodin, «Salammbó», hacia 1900.
6. Egon Schiele, «Chica desnuda de pie», 1910.
7. George Grosz, hacia 1916-32.
8. Felicien Rops, «Muerte sifilítica», hacia 1892.
9. Lucantonio Degli Uberti, «Herodías con la cabeza de san Juan Bautista», siglo XV.
10. Edvard Munch, «Bajo el yugo», 1896.
11. Durero, «Hausfrau desnuda», 1493.
12. Rembrandt, «Vieja lavándose los pies», 1658.
13. «Silla de compresión», en M. Levacher de La Feutrie, «Tratado del raquis o el arte de enderezar a los niños contrahechos», 1772.
14. William W. Gull, «Anorexia Nerviosa», 1874.
15. Ambroise Paré, «Doncella peluda», 1614.
16. Johann Caspar Lavater, «Niña con marcas de nacimiento», 1792.
17. Ambroise Paré, «Dorotea», 1614.
18. Gustave Moreau, «Quimera».