Agustín Fernández Mallo
«Quién puede trocear un fantasma»
«Phantasmas», Ed. Fundació Es Baluard Museu d´Art Modern i Contemporari de Palma, Palma de Mallorca 2017, pp. 51-54.
Los coches, las piedras y el sol son cosas hechas con trozos de otras cosas. También los monstruos ejemplarizan el contenedor al que han ido a parar toda clase de piezas –típicamente Frankenstein-, que en justa correspondencia podrán ser separadas, recicladas incluso. Por el contrario, un fantasma no puede ser fragmentado, siempre se nos da neto e indivisible. Resulta imposible imaginar un fantasma separado en sus partes, su materialidad se extiende en un solo y continuo órgano, es por ello una criatura contraria a la microscopía, nunca podrá ser estudiado atendiendo a sus detalles. Un fantasma es una globalidad o no es.
Desciendo las escaleras que me ponen en la puerta de una nave subterránea. Nave proviene del latín navis, locución que también está en el griego, naus, cuya raíz viene a su vez del indoeuropeo nau, y en todas las lenguas quiere decir lo mismo: cavidad levantada al aire libre u horadada la tierra. Pero también significa receptáculo en el que, a fin de efectuar desplazamientos, pueda introducirse el cuerpo de una persona. Tales desplazamientos son debidos a motores o a sistemas de propulsión de la propia nave. Tal es mi caso cuando atravieso la puerta de esta nave subterránea, el Aljibe del Museo Es Baluard. Techo abovedado, paredes de piedra color arena y colosales dimensiones. Siglos atrás albergó el agua de la que se abastecía parte de Palma de Mallorca, hoy alberga la exposición Phantasmas, de Marina Núñez.
A esta temprana hora de la mañana de sábado estoy solo en este aljibe, yo y unos fantasmas que son del color de la piedra pues los fantasmas, al contrario que los cuadros, siguen la plástica del agua, adoptan el color de la pared que los acoge. Y tengo la sensación de que estos fantasmas han sido traídos especialmente para mí. Espectros que en continuo movimiento se hacen y deshacen en las propias paredes; tal movimiento me interpela. Cuerpos en llamas ascienden y desaparecen pero no terminan de quemarse. Al fondo, en sendos muros, dos ofelias yacen a la orilla del mar, el agua diluye en sus rostros la pulsión de vida y muerte que una raquítica Historia del Arte había reservado para ellas. Otros rostros brotan y se extinguen en el suelo, camino sobre ellos, los piso, se abren y se cierran a toda velocidad, como flores cuando amanece. Son orificios, agujeros, en algún lugar estará amaneciendo.
Un fantasma se me acerca y me dice: “lo contrario a la vida no es la muerte, sino la nada.”
Las cosas del Universo pueden ser clasificadas en arreglo a este sencillo criterio:, 1) las que aceptan ser separadas en sus partes, y 2) las que no. Los libros, por ejemplo, entran dentro de la segunda categoría porque un libro no es troceable en sus partes, y si se trocea aparecen más libros autónomos, con entidad propia. Ése y no otro es el ingenioso truco artístico de la literatura, de ahí que todo libro tenga una esencia fantasmática, la capacidad de ser una masa borrosa, activar sucesivos mundos dentro de él. Por eso al igual que los fantasmas todo libro es una nube de probabilidad, de él puede emerger cualquier evento. Los libros copian a los fantasmas, y no a la inversa. Y ahora quiero trocear uno de los fantasmas de este aljibe, lo miro, lo imagino en sus partes y no puedo, ni tan siquiera puedo aislar unos fantasmas de otros. Recuerdo que también una vez, cuando era pequeño, tan pequeño que ni tan siquiera creía en fantasmas, quise encontrar 1cm aislado y solo, un centímetro que estuviera solo en el Mundo, y no pude. Todos los centímetros que encontré, como si se tratara de olas que llegan a una playa, venían bañados por otros centímetros, a su lado, inseparables.
Un fantasma se me acerca y me dice: “he salido de la pared, pero traigo la pared conmigo. No estás solo.”
Todo en general, y las matemáticas en particular, se hallan levantadas sobre axiomas, verdades evidentes que no necesitan demostración. Uno de esos axiomas es el Axioma de la Elección, tan trivial que casi da risa: “de todo conjunto de objetos siempre es posible elegir al menos uno.” Abres un estuche de lápices, coges un lápiz y ya está, el axioma está cumplido. Pero no es tan fácil, tiene truco. Si en vez de haber un número determinado de lápices hubiera en ese estuche infinitos lápices, paradójicamente ya no podrías elegir uno porque necesariamente, junto a ese lápiz que has elegido, vendrían “pegados” infinitos lápices. Los matemáticos, que como es sabido están locos, llevan más de un siglo discutiendo sobre este asunto. La indivisibilidad de un fantasma, su imposibilidad para poder ser pensado en trozos y elegir uno de esos trozos, garantiza que tampoco él cumple el Axioma de la Elección, de modo el fantasma es un ente compuesto de infinitos elementos. Y esto es un resultado importante ya que es esa infinitud la que ha llevado a los fantasmas a no agotarse, a reproducirse indefinidamente desde que el humano es humano, y es también tal infinitud la que les llevará a seguir con nosotros para siempre. De los fantasmas (como los esquimales con las focas o nosotros con el cerdo), los humanos lo aprovechamos todo. No hay situación cotidiana o excepcional, maravillosa o vulgar, en la que no aludamos a esa legión de seres que nos acompaña. Cuando un artista se inspira en los autores del pasado para hacer su obra, podemos pensar este artista vivo acude a los muertos para hacer su obra, pero también podemos pensar los muertos son fantasmas que revisan sus propios trabajos a través de los vivos.
Un fantasma se me acerca y me dice: “soy todo imprecisión y sin embargo todo eficacia. No estás solo.”
Un recuerdo nunca es una copia de lo ocurrido, el recuerdo genera una realidad presente y autónoma, y por eso tampoco puede ser troceado. ¿Alguien alguna vez ha conseguido separar un recuerdo en sus partes? Imposible. Un recuerdo siempre es contrario al dato y al archivo, un recuerdo se construye en el presente y habla del presente, del instante en que se formula, un recuerdo es una mezcla de certezas e invenciones que convierten lo evocado en un organismo vivo y actual –se actualiza a cada instante-, materia orgánica en la cual también todo intento de fragmentación resulta vano. Los recuerdos son, por así decirlo, las indivisibles partículas elementales, los quarks, de nuestra experiencia vital. Y el mecanismo más inmediato para generar recuerdos son los olores. Se sabe que hay olores como el del pan, el de la hierba recién segada o el de los centros comerciales que de inmediato provocan en nuestro cerebro sensaciones de hogareña nostalgia, imágenes que no sabemos de dónde vienen pero cuya presencia es tan rotunda que afecta a nuestra fisicidad. La piel se tensa, el pelo se eriza y la sangre, que antes viajaba a velocidad constante, circula ahora acelerada por nuestras venas. ¿A qué huele este aljibe de Es Baluard?, me digo. Resulta lógico que las muestras de arte no aborden los olores como tema expositivo, por algo a tales prácticas se las llama “artes visuales” o “artes plásticas”, pero me pregunto a qué huele este aljibe, y me percato de que estos fantasmas son tan indisolubles y están tan unidos a estas paredes que huelen a la humedad de sus piedras. Estos fantasmas se queman, arden en su propia esencia pero huelen a agua.
“Es la misma agua que siglos atrás dio de beber a los humanos”, dice otro fantasma que se me acerca por la espalda.
La persona amada tampoco puede ser troceada, el sentimiento amoroso es el pegamento universal, no podemos pensar de forma independiente un brazo, una pierna, un ojo o el sexo del cuerpo amado. El amado posee esa cualidad de fantasma, sí, pero ahora quiero pensarlo el revés: son los fantasmas quienes tienen cualidades de la persona amada. No podría ser de otro modo. Por algo atraviesan los siglos, juntos de nuestra mano. Cuando comemos un plato de pescado, o de carne o de verduras no nos paramos a pensar que quizá esos trozos de comida provengan de animales y plantas diferentes. La pata derecha de un cerdo que creció y murió en una granja gallega junto a la pata izquierda de un cerdo que creció y murió en un campo brasileño. Una zanahoria de una huerta murciana junto a una zanahoria de un campo holandés. O peces que incluso siendo iguales no pertenecen al mismo mar, quizá ni tan siquiera sus aguas hayan llegado jamás a mezclarse. Seres distintos se mezclan ahora en tu plato, hecho Frankenstein, monstruo dispuesto a ser ingerido. Por eso el drama del monstruo siempre ha sido y será no saber a quién pertenecieron los trozos con los que ha sido creado, para el monstruo no hay prueba de ADN que valga, carece de identidad. La función de las salsas, las especias y demás fluidos en nuestros platos no es otra que dar unidad al plato, crear un olor común al plato, unir lo que era un monstruo, generar un ente inseparable: un fantasma en nuestras bocas. Comemos fantasmas, sí.
“Aquí unidos por el agua”, me dice otro que no sé de dónde sale y me sobresalta.
Cabe ahora otra pregunta, y en realidad me doy cuenta de que es la pregunta a la que quería llegar, la pregunta a la que sin darme cuenta todo esto me estaba llevando: ¿un fantasma ve fantasmas? Dicho de otro modo, ¿un fantasma produce, es fuente, de sus propias fantasmagorías? La duda parece trivial pero no lo es, sus implicaciones van mucho más allá del mundo de los muertos y de los vivos, llaman al hecho mismo de la conexión entre dos cosmos en apariencia irreconciliables. Si, como creo que ha quedado claro, al trocear un fantasma no aparecen trozos y subpartes del fantasma sino que nacen más fantasmas autónomos y plenos, ello equivale a decir que, en primer lugar, los fantasmas son objetos fractales, troceas uno y en la escala más pequeña el nuevo fantasma sigue siendo idéntico al que tenías al principio. Pero esto me parece demasiado obvio, así que pasaré a un segundo resultado, creo que de más alcance: trocear fantasmas guarda una estrecha relación con esa otra actividad que podemos llamar “humanos en modo reproductivo”. En efecto, sólo en la reproducción el humano puede crear más humanos autónomos y enteros. A eso comúnmente se le llama “dar a luz”. No es extraño que también se diga que los fantasmas “vienen de la luz y nos llevan hacia la luz”. Así las cosas, nosotros los humanos nada más nacer también somos fantasmas, entes creados de modo indivisible e infragmentable. Y ahora, en este aljibe que huele a agua, ahora que piso rostros de una pieza artística llamada Phantasma, rostros que como rosas o agujeros primordiales se hacen y deshacen entre mis pies, las cosas van encajando: tenemos a nuestras espaldas toda la humanidad pasada, legión de muertos acumulada tras nuestros pasos, a los cuales seguimos porque nosotros también somos sus muertos, sus fantasmas. Un fantasma ve fantasmas: nosotros los vivos. Es importante llegar a comprenderlo.
Agustín Fernández Mallo, septiembre 2017