Juan Antonio Álvarez Reyes
¿Por qué la histeria?, ¿por qué la pintura?
“Marina Núñez”, catálogo, Ed. Universidad Pública de Navarra, Pamplona 1996, pp. 3-6.
«Así, pues, el histérico padecería principalmente de reminiscencias», escribió Sigmund Freud en su libro clásico sobre esta enfermedad. Un tema que absorbe y fascina a todo aquel que se acerca a él. Historias de mujeres, casi sólo de ellas, que Marina Núñez viene en los últimos años recreando en una inmersión iconográfica que le sirve para hablar de algunos asuntos que ya nos son familiares. Familiares porque nos afectan directamente y porque estamos todos, de algún modo, como agentes, como causas o como pacientes (o como todo un poco a la vez), metidos de lleno en esa historia, en esas historias. Nadie es inmune a la enfermedad –aunque las profilaxis tiendan a adormecernos–.
Pero ¿cuáles son esas reminiscencias de las que hablaba Freud?, ¿cuáles las reminiscencias de la histeria en las obras de Marina Núñez?, ¿cuáles son las reminiscencias en su pintura? El recuerdo vago de algo que motiva el fenómeno patológico, la relación simbólica que la enferma establece entre ellos en los procesos histéricos, tiene también algo que ver con las construcciones que se instauran en los procesos artísticos, en la elaboración de una pintura que no sólo sea pintura, que trascienda el propio medio siendo consciente de su pasado, que enseñe sus recuerdos. Temas que, por otra parte interesan a más de un artista en la actualidad, así como su necesidad de tomar postura, pero que en el caso de nuestra pintora ha sabido resolver con una gran habilidad, al enfrentarse con éxito a un problema fundamental, el de la forma y del contenido, hasta hacerlo desaparecer por lo resolutivo de la imbricación del argumento conceptual de la obra y su plasmación material. La pintura de Marina Núñez es una pintura con un alto grado de efectividad y en estos aciertos han tenido mucho que ver algunos referentes históricos que utiliza prestados porque también a ella la atraparon. Son recursos que al contemplar sus telas nos remitirán a otras del barroco (español, italiano u holandés) que ya en su momento se demostraron completamente eficaces (el éxito del naturalismo como difusor de ideas). No es casual que cite con frecuencia a Ribera, sus fondos oscuros que hacen que nuestra mirada sea enfocada hacia la figura, hacia lo importante. Pero también el surrealismo acude a nuestra mente al emplear Marina Núñez constantemente las paradojas –Magritte y sus imágenes de “alta definición»– Miguel Cereceda lo ha dicho claramente: les une, por y además de usos y procedimientos similares, el ser pintura de combate.
Si pintura y mujer se encuentran actualmente de forma paradójica en un mismo plano de debilidad (como sostiene Gloria Collado), la utilización de este medio por nuestra autora, su aparente virtuosismo, no puede ser de otro modo que deconstruyendo su historia desde el punto de vista del otro, de la mujer, y, a la vez, apropiándose de algunas de las imágenes hirientes que el poder ha elaborado de ellas, recontextualizándolas para desmontar ese discurso. En este sentido, sigue la estela del empleo de una serie de métodos que ya van contando con una tradición en el arte realizado por algunas artistas en los años ochenta, pero no como «hija clónica» de ellas en el sentido apuntado por Estrella de Diego en un artículo reciente (Zehar, nº 30), sino más bien elaborando poco a poco su propia especificidad. Si partió, desde que su trabajo se ha centrado en el tema de la feminidad, utilizando algunos soportes (como manteles, servilletas, bordados) elaborados tradicionalmente por la mujer en un intento (similar, por otra parte, al que en su momento hizo Rosemarie Tröckel) tanto de reivindicación como de señalización de un territorio de exclusión y de reclusión, poco a poco han ido siendo abandonados por la simple tela sobre la que pinta directamente (casi siempre a partir de impresiones fotográficas sobre ella) olvidando conscientemente el bastidor y el marco que es lo que suele dar preeminencia y autoridad al discurso pictórico. Hay, por tanto, una voluntad de no instalarse en él, de evidenciar lo a disgusto que se encuentra en él y para ello lo cuestiona utilizando ella misma alguna de las armas que tantos éxitos y triunfos han tenido en la historia del arte masculino.
Pero, más allá de estas interpretaciones, ¿por qué sigue pintando si tan incómoda se encuentra?, ¿por qué no se decide por otras técnicas, como la misma fotografía emulsionada sobre la tela y encima de la cual después deposita capas de pintura? Algunas respuestas ya están en parte contestadas, pero la conexión que parece más plausible está en relación con el propio tema que aborda de manera recurrente en sus telas: el de la locura, el de la histeria. Del mismo modo que los signos de la enfermedad son explicitados por la histérica en aquello a lo que ha sido reducida: cuerpo y sólo cuerpo, los males de la pintura (como medio instituido por el poder, como expresión del poder él mismo) sólo pueden ser representados en ella misma. El tema de los otros, de los feminismos, es, mediante un recurso efectivo, sacado doblemente a la luz.
En las doce caras negras sobre fondo blanco y en las cuatro figuras rojas preparadas para esta exposición, su autora no continúa con lo que se podría calificar como un catálogo de la histeria. Más bien se inspira en el archivo médico de Charcot, tomadas literalmente de él algunas posturas y gestos, en la construcción canónica de la representación de la enfermedad que aquí es recreada en sus síntomas más exagerados, aquellos que dominaban a finales de siglo XIX. Síntomas y patologías que han ido evolucionando con el tiempo, que obligan a hablar de la histeria en plural, y que denotan también los cambios en la condición de la mujer a lo largo del siglo XX. Además, el color negro o rojo de las caras, viene, una vez más, a contribuir a la sensación de alteridad. El preferir la imagen convulsa, el invitar a su hermana y amigas a posar con gestos desencajados, puede verse como una interrogación a la mirada masculina: ¿no es así como pensáis que somos? ¿no es así como nos veis vosotros? También, en esos rostros negros, se prima los ojos penetrantes de las modelos y su boca abierta: mirada en apariencia perdida que no es la frontal y agujero que comunica el exterior y el interior, listo para ser ocupado. En qué quedamos: ¿no es por su cuerpo por donde la mujer habla?
Emilce Dio Bleichmar ha escrito (en El feminismo espontáneo de la histeria) que la «dimensión profundamente conflictiva de la feminidad en nuestra cultura se demuestra y tiene su máxima expresión en la histeria» y Michel Foucault (en Enfermedad mental y personalidad) ha comentado que, “en una sociedad como la nuestra el demente se muestra como una contradicción viva, y con toda la violencia de un insulto» y que hay que «ver la enfermedad en lo que realmente es: la consecuencia de las contradicciones sociales en las que el hombre está históricamente alienado». Fracaso de la sociedad burguesa, de sus promesas universales de igualdad y libertad, puesto que el enfermo mental pone a las claras su incumplimiento.
Marina Núñez parece decirnos que nos reconozcamos en la enfermedad, que la sociedad de la que surge se ve así retratada en ella, puesto que si el enfermo mental cuestiona «el criterio social de la verdad» y la histérica sustrae aquello por lo que únicamente es tenida en cuenta (el sexo, el deseo del otro) es por una necesidad de congelar ambos aspectos, de mantenerlos insatisfechos como arma de defensa. E. D. Bleichmar lo ha narrado precisamente al señalar cómo la histérica para restablecer su narcisismo humillado sólo puede invertir los términos, mediante el control de su cuerpo y de su deseo, y así «el amo quedará castrado». Este «feminismo espontáneo», este «enigmático reclamo feminista» de las histéricas está presente en el trabajo de nuestra artista no sólo iconográficamente (y es lo que interesa resaltar ahora más aquí) sino principalmente como un arma más sutil que combina la elegancia pictórica, su buen hacer, para así atrapar y desarmar la mirada masculina que construye la feminidad, ya que ésta, como señalara Piera Aulagnier, «es ante todo una cuestión de hombres», puesto que, según la conocida expresión lacaniana, «la mujer no existe».
Lo que interesa apuntar es, por tanto, que Marina Núñez se vale de los mismos medios de la histeria en su trabajo, que su pintura es histérica más allá de su mera representación y así, en palabras de E. D. Bleichmar, enseña «la carencia fálica del hombre, que la histérica, inevitablemente, pondrá de manifiesto al solicitarle que responda a su pregunta, ¿quién soy yo?, y si éste intenta solucionar el enigma no hará más que descubrir su no saber, su propia condición de castrado». Si eliminamos el vocabulario psicoanalista, nos queda, de este modo, la inconsistencia de la masculinidad, del género que impone los discursos dominantes, una situación de desamparo y tan enigmática similar a la de la mujer, puesto que el hombre tampoco existe.