Bernardo Pinto de Almeida
«Marina Núñez, la creación de espacios potenciales»
«El fuego de la visión», Ed. Comunidad de Madrid y Artium, Centro-Museo Vasco de Arte Contemporáneo, Vitoria-Gasteiz, 2015, pp. 23-26.

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Habituados desde la más tierna infancia a descodificar imágenes complejísimas, para cuya interpretación todavía no hay códigos estrictos ni mucho menos lenguajes claros (y probablemente nunca los habrá), y a medirse con los flujos de laboriosas tramas de  píxeles, en sí mismas abstractivas, así como con el universo digital en que las imágenes difieren infinitamente en variaciones aleatorias, los artistas de las nuevas generaciones difícilmente podrían encontrar la serenidad y el tiempo de contemplación requeridos para perpetuar la valorización antaño cosificada de las grandes formas del arte del pasado, sean ellas oriundas de lo clásico o de lo moderno. A menos que estas se presentasen encuadradas en formas mediáticas de reproducción y de circulación, lo cual, evidentemente, cambia las propias imágenes en su naturaleza por su inmediata colocación y reinscripción en el gran museo imaginario de la industria cultural, transformándolas en imágenes ready-made cuya espesura material, aurática o de presencia, de inmediato se extingue en el más puro índice reproductivo.

De este modo, también, las imágenes poderosas del cine y de los videojuegos han ido haciendo su entrada en el campo visual de la contemporaneidad, apoyando la creación de nuevos paisajes y, sobre todo, de nuevas paisajísticas. Es decir, la invención de nuevas configuraciones del espacio que corresponden, de hecho, a una intuición profunda en lo que se refiere a medirnos con nuevas dimensiones del tiempo que únicamente las ciencias más avanzadas saben hacer comprensibles. De este modo tenderemos, inevitablemente, hacia un apocalipsis de la visión, saturada como está por imágenes histerizadas que compiten por su breve momento de aparición en el gran museo virtual contemporáneo.

El hecho es que, solamente para dar un breve pero esclarecedor ejemplo, el imaginario de la antigua Roma hoy ya no llega a los jóvenes a través de la lectura de Ovidio o de la observación crítica de los modelos verificables a través de unos cuantos cuadros o esculturas clásicas, exceptuando los casos de las especializaciones eruditas para estudiantes de élite, sino que más bien se reconfigura en términos populares, sobre todo a partir de las películas de gladiadores (las animadas péplum de que Ridley Scott se apropió en Gladiator) emitidas en televisión o en algún juego de guerra fabricado en cualquier centro de programación para juegos de ordenador.

Sin embargo, si tomamos otro ejemplo encontrado en una película del mismo cineasta, pero en esta ocasión operando no sobre el pasado sino sobre lo que serían alegorías de un futuro próximo, Blade Runner pone sobre la mesa, con una enorme capacidad de difusión mediática, muchas de las cuestiones más esenciales que desde entonces, principalmente en el plano estético, han trabajado la contemporaneidad. Por un lado, en esta película se produce la recuperación, con ánimo de apropiarse de ella, de la trama del cine negro o de la serie B y la recuperación del imaginario ansioso de la ficción científica (la película está basada en un relato de Philip K. Dick) elevada a la categoría de una forma narrativa ejemplar. Lo camp y lo kitsch irrumpen ahí por primera vez, no ya como signos de una especie de ingenuidad sino, al contrario, como figuras asumidas à outrance de una nueva estética cool y susceptible de sobreponerse a la contradicción entre cine clásico (el de John Ford o el de Anthony Mann, por ejemplo) y cine moderno (Bergman, Antonioni, Godard). Tal y como sucede en Mad Max.

El actor Harrison Ford, hasta entonces con presencia habitual en papeles con gran éxito de público, encarna en Blade Runner el personaje de una especie de Bogart futurista, en que los signos únicamente tienen el propósito de relacionarlo con una figura legendaria de la historia del cine, ahora perdido en los laberínticos enredos de un Los Ángeles postapocalíptico, pero es un policía sin moral y sin destino hasta que el amor por una mutante lo transforma en un ser marginal en ruptura abierta con la ley.

Los mutantes representan el papel de nuevas figuras urbanas creadas por la ingeniería genética como propulsores de la fuerza de trabajo, correctamente  presentados, bajo la forma de collage, como punks contemporáneos –  semejantes a los que podemos encontrar en la figuración urbana de cualquier metrópolis, con sus bellas cabelleras multicolores o con cortes extravagantes -con referencias al mundo de las tiras cómicas de los años 50, y reconocibles como tales, súbitamente capaces de sentimientos y emociones, y corporeizando, de ese modo casi esquemático, ese viejo fantasma occidental, mezcla del Fausto de Goethe y del Frankenstein de Mary Shelley, en un escenario que oscila entre Julio Verne y Walt Disney. Es decir, se trata de jugar simultáneamente con elementos reconocibles en tanto que clichés culturales básicos (Bogart, el detective del cine negro, el amor que salva, etc.) y otros cuya proyección en el futuro lo convierten, de igual modo, también en reconocible.

Si esas películas nos dan indicios de lo que puede ser un futuro próximo, esas mismas películas sobre todo ejemplifican un modelo constructivo y un programa narrativo que nos sitúa de repente en el interior de los procesos propios de lo contemporáneo tal y como lo reconocemos en diferenciación ante otros paradigmas. Como escribió McLuhan en 1967, “en un entorno de información eléctrica, los grupos minoritarios ya no pueden ser contenidos — ignorados. Demasiadas personas saben demasiado acerca de las otras. Nuestro nuevo entorno obliga a la participación y al compromiso. Nos hemos convertido en seres irrevocablemente involucrados con los demás y responsables por los otros” (El medio es el masaje).

Y si es verdad que la información no puede ser asimilada o ecualizada con lo que otrora llamábamos el verdadero conocimiento, el hecho es que sobre un tejido informativo denso como el que opera en las sociedades contemporáneas –y con tanta mayor fuerza cuanto más desarrolladas estuvieran en ese aspecto- las posibilidades de samplerización, de relectura, de interpretación e incluso de juego que un tejido de esas características autoriza, permiten derivas y reinvenciones de ese tejido que tampoco pueden dejar de entenderse como formas legítimas, aunque aparentemente salvajes, de conocimiento.

Eventualmente híbridas, eventualmente funcionando en régimen de asociaciones inesperadas, eventualmente incluso marcadas por las señales de un cierto primitivismo tecnológico eufórico, pero que, a semejanza de los llamados cultos del cargo, que la antropología ha estudiado, integran en contextos inesperados elementos externos a ese mismo contexto formulando nuevas significaciones. No obstante, lo más interesante que cabe señalar es que es la primera vez que esta operación de apropiación generalizada de una cultura por una técnica y viceversa se produce en el interior del propio tejido de la cultura occidental, en un proceso autofágico y ya no en relación a otras culturas. Así pues, el sujeto de la posmodernidad corresponde a la necesidad de figurar e incluso de diseñar otra subjetividad experimental -lo que supondrá un problema no menor para los psicoanalistas del futuro- con su parcela de ludismo que desdramatiza la condición de angustia a la que igualmente lo podría destinar esa pérdida, solo aparentemente irreparable, del referente de la gran narrativa original. Precisamente a propósito de Marina Núñez, José Jiménez ha escrito: “¿Qué es “apariencia”, o “¿simulación”? ¿Qué es “real”? Esas viejas cuestiones, cuya formulación supuso el nacimiento de la tradición filosófica de Occidente, no son ya hoy el territorio de meditación de un número exiguo de mentes privilegiadas, sino un espacio global e intercomunicado de reflexión que va creciendo en densidad y complejidad.”

Fredric Jameson, por ejemplo, argumenta con la mayor pertinencia que “una nueva pieza en este rompecabezas tal vez ayude a explicar por qué el modernismo clásico es una cosa del pasado y por qué el posmodernismo tendrá que  ocupar su lugar. Este nuevo componente es lo que generalmente llamamos la “muerte del sujeto” o, para expresarlo en un lenguaje más convencional, el fin del individualismo en cuanto tal. La gran narrativa modernista preconizaba la invención de un estilo privado, personal, tan poco susceptible de ser engañado como una impresión digital, tan incomparable como nuestro propio cuerpo”.

Sin embargo, la primera cuestión vuelve una vez más: pero ¿eso es lo que el arte “hace” en nuestro tiempo? O, consecuentemente, ¿esto todavía es arte?

Se espera, pues, del arte, como ya he indicado, que sea capaz de integrar de nuevo, como materia propia, la experiencia de lo real, apartándola, en fin, de su dimensión abstracta hacia lo que antes designé como otra zona, figurativa, susceptible de ser identificada. Sin embargo, sabemos que también la experiencia de lo real — tal como la del arte — ya no se refiere a una experiencia universal. Está condicionada por las culturas, los procesos de simbolización subyacentes, los códigos semánticos que las encuadran.

Al mirar la vasta obra de más de dos décadas de Marina Núñez, la primera impresión que se capta es, evidentemente, la de una enorme elegancia. Las manchas fluyen y las líneas se van volviendo casi imperceptibles, diluyéndose en ellas.  Y, casi como en la pintura china, una cierta cualidad acuosa, líquida, parece ayudar a que todo fluya, incluso en una especie de incierta bruma, y nos sorprende la firmeza de esa mano que ha estado por detrás de gestos tan precisos, que incluso así encuentran tiempo para modular tonos y colores en gradaciones inesperadamente luminosas. En esa impresión, las formas discurren simples y puede incluso parecernos que Marina es una más de esas artistas que se ha consagrado a un arte de referencia decorativa, casi literario, narrativo, empleando en él sus reconocibles talentos.

En un segundo momento, sin embargo, la presentación conjunta de sus varios trabajos y direcciones de investigación puede ayudar a acelerar en nuestra percepción, se vuelve claro para quien mire con atención que, de hecho, ese aparente fluir solamente sirve para mostrar otra cosa, otra cosa mucho más digna de atención. Por debajo de esos bellos rostros y cuerpos casi andróginos, casi siempre muy jóvenes y de una sorprendente belleza, lo que Marina nos muestra son posibilidades profundas y en sí mismo inciertas de lo humano en sus infinitas metamorfosis y en sus múltiples transformaciones en dirección a una incierta posthumanidad, convergiendo con memorias que parecen evocar la pintura de El Bosco y otras formas supervivientes del imaginario medieval.

Como en los androides de Blade Runner (la película que posiblemente mejor anunció el advenimiento de la posmodernidad), hay una belleza turbia en estas figuras que, por esta misma razón, nos aproximan a un sentimiento de extrañeza, o mejor, de una inquietante extrañeza, como la designó Freud, a propósito de los cuentos de hadas, en los que lo más extraño se nos revela precisamente a través de lo más familiar, generando una paisajista que alude, al mismo tiempo, a los escenarios fantasmagóricos de Max Ernst y a las configuraciones delirantes de Cronenberg, en un escenario de referencia daliniana. Ante ellas, que en su conjunto parecen ir completando un ejército, y que son tan diferentes entre sí, nos sentimos inclinados a pensar en la forma futura de otra humanidad más perfecta, si bien de presencia algo inquietante, o al menos con otros códigos, hechos de implantes, prótesis, coreografías y experiencias del espacio y del tiempo. O en la llegada de seres de otras galaxias, de una sofisticación que nuestra especie aún no conoce. Y entonces, ante ellas, ante esas figuras que se nos presentan paradójicamente tan próximas de nosotros y tan distantes, no sabemos si deberemos acogerlas o temerlas, ya que en ellas se postula una diferencia fundamental. Demasiada belleza, y tal y como sucede con la monstruosidad, son fuerzas que nos despiertan la desconfianza en cuanto a qué es lo más correcto para enfrentarse a ellas.

Aquí es esa extrañeza excesiva lo que nos conmueve. Ojos que nos miran, pero que parece que no nos prestan atención, viendo a través de nuestros cuerpos. Configuraciones perfectas de las cabezas, hibridaciones y gestación de nuevas formas de aparecer en el mundo. O cuerpos que aluden a otros modelos de performatividad, etc.

Y casi de repente nos damos cuenta de que ya nos hemos cruzado con gente así, de que ya los hemos visto por ahí, en nuestras playas, en las calles populosas de nuestras ciudades, en los grupos de adolescentes que se mueven por las discotecas y los no lugares de las periferias suburbanas. Y nos deja perplejos pensar que esa belleza, al final cercana pero que ya se nos escapa, bien puede estar ya entre nosotros, actuando en un camino paralelo pero contiguo al nuestro…