Susana Blas
“Las lágrimas no detienen la vida”
“Natural”, catálogo individual, Ed. Universidad de Valladolid 2005.
«Me levanto como puedo, me visto, desayuno, escribo, voy a nadar. Mi madre ha muerto. La vida no se ha detenido. Las lágrimas no detienen la vida»
Soledad Puértolas, Con mi madre.
«Actuamos siempre; y el que lo sabe es inteligente»
Schnitzler, Diarios.
«La antítesis hombre-naturaleza fue inventada por el hombre. Nuestra tarea consiste en reinventar una relación que realice la unidad del género humano con la naturaleza y que trate de comprender su funcionamiento desde dentro»
Ruth Lowe Hubbard, La naturaleza de la mujer: racionalizaciones de la desigualdad.
Nada se detiene. Nada detiene la vida. Nada detiene la naturaleza. Podemos quedarnos bien quietos, y sin embargo, todo se mueve. De hecho, esa podría ser nuestras última opción: el wu wei, que más que el «no actuar», es la quietud creativa. El Libro del Tao lo expone con claridad: «El que actúa, fracasa; el que se aferra a algo, lo pierde. Por eso el sabio no actúa, y de ese modo no fracasa; nada aferra, y de ese modo nada pierde»
Nada se detiene. La naturaleza menos. La naturaleza tampoco existe al margen de nosotros. Es un término tan gastado que ya nadie sabe qué es, ni a qué materia nos estamos refiriendo cuando la invocamos: ¿a la filosófica, a la científica… a nuestras macetas? Dentro de este vagón de metro, todos nos movemos a la vez en un baile callado. El embotellamiento a la entrada de la ciudad produce un milagroso fluir de coches que avanzan y frenan al compás, sin chocar.
A veces permanecemos parados y contenemos la respiración a ver qué tal, curiosamente, a ver si algo cambia en nuestras vidas, o fuera, en la calle, en el paisaje de nuestra desolación.
Ya salió el paisaje. Muy quietos, podemos tratar de inmovilizar el cuerpo, pero aun así nuestros órganos internos, nuestras vísceras, transitarán por ahí, viajando dentro. La sangre fluye, transporta elementos sin parar. La sangre no para; hierve todo el tiempo, o se congela. No es más que la concepción griega: toda la naturaleza, desde sus partículas más diminutas hasta sus cuerpos más gigantescos, desde los granos de arena hasta los soles, desde los protistas hasta el hombre, se halla en un estado perenne de nacimiento y muerte.
Marina Núñez se ha planteado en Natural hablar desde su imaginario, de esa relación conflictiva que el ser experimenta con el paisaje; un término tan manido y saturado como el de «naturaleza». Ya no sabemos lo que es. El «género paisajístico» en la pintura, en la fotografía… en el cine. Hace tiempo que dejó de usarse sólo para árboles, montañas, mantos de tierra. Se extiende a todo, a la nada: paisaje urbano, paisaje lunar, paisaje interior, paisaje emocional. Su propia definición del diccionario nos hace sonreir: «Extensión de campo que se ve desde un sitio. El campo considerado como espectáculo»
Pero en los entornos de Marina los personajes no terminan de integrarse con los fondos; como siluetas superpuestas, los cuerpos observan, luchan, se recortan con lo natural sin llegar a ser parte activa de esos degradados ecosistemas. Y en esa disputa, el individuo pierde la batalla.
Los siete ambientes, que deconstruyen lo paisajístico, me sugieren un repertorio de padecimientos contemporáneos: el miedo a la soledad, la incomunicación, la depresión, la manía, el estrés, la melancolía, la ira… Un particular ajuste de cuentas con nuestros interiores afectivos.
Escribiendo este texto, en una de las pausas, durante una siesta, me han asolado visiones y referencias que se funden con las suyas. La inmovilidad, la impotencia y el encierro a los que somete a sus personajes me llevaron a Prometeo, concretamente al de Esquilo. En su tratamiento del mito, «la tierra agitada», «el polvo levantado en torbellino», «la confusión del mar y del aire» se conjuran para expresar la injusticia y el dolor ancestral que asolan el alma del protagonista.
Pero aun estando encadenados, estáticos bajo el agua o colgados del árbol, el ciclo continúa. Todo sigue su curso. Nada se detiene.
Nos preguntamos qué ocurrirá cuando este sistema solar haya cancelado su existencia, cuando haya sufrido la suerte de todo lo finito, la muerte. ¿Continuará el cadáver del Sol rodando eternamente por el espacio infinito, y todas las fuerzas de la naturaleza, se convertirán en una única forma del movimiento, en la atracción? ¿O como algunos apuntan, hay en la naturaleza fuerzas capaces de hacer que el sistema muerto vuelva a su estado original de nebulosa incandescente, capaces de despertarlo a una nueva vida?
Me temo que sí, porque las lágrimas no detienen la vida.
Los paisajes del alma
El diccionario Maria Moliner apunta para «naturaleza» una definición que me inquieta: «Universo físico, o sea, ajeno a la intervención espiritual del hombre». Y yo me pregunto: ¿ajeno a la intervención espiritual? Diría todo lo contrario: no hacemos sino «intervenir espiritualmente» en ese universo. De hecho nos resulta difícil no entender el paisaje, que es nuestra particular naturaleza domesticada, como mito, como metáfora, como ficción, como espíritu. Cierto es que la relación es contradictoria, pues al tiempo que incorporamos la naturaleza a nosotros, lo hacemos de un modo disociado, identificándola con «la psique» y no con el cuerpo. Alejando de nosotros toda conexión con lo natural que potencie nuestra animalidad.
Por eso, «conquistar» dominar o luchar con la naturaleza, no será sino un intento de curarnos interiormente. Y esa reconciliación aleatoria, irracional, ese temor ante la fuerza extraña de lo natural no es sino miedo a enfrentarnos con nosotros mismos.
En un momento determinado alma y cuerpo se separaron. Se empezó a hablar de «enfermedades del cuerpo y del alma». Tal división entre enfermedades orgánicas y enfermedades psíquicas es una cuestión determinante para nuestra civilización y el dualismo que hoy triunfa sería resultado directo de la escisión, de la separación entre filosofía y medicina. La pasión fue evacuada de la medicina y capturada por la filosofía.
Pero la asociación primera de mente y naturaleza permaneció. Las imágenes marinas utilizadas por los clásicos nos enseñan que éstos concibieron al hombre como un ser trágico asolado por las desgracias y agitado por el dolor con la misma violencia con la que los elementos azotan el mar o las olas los acantilados.
Por eso, con una existencia insegura, acechada siempre por el peligro, y levantada o hundida por los dioses o por el azar, enfrentarnos al paisaje, al campo, al jardín o a la vista desde la ventanilla del tren, sigue significando mirar emociones; y domesticar esos entornos, controlar nuestro desbarajuste vital.
Meseta: Abonar el erial
«El terreno, atendiendo a su naturaleza, puede clasificarse en accesible, insidioso, indiferente, cerrado, accidentado y «distante». Un terreno que puede ser atravesado con igual facilidad por cualquiera de las dos partes contendientes se llama accesible. En este terreno, el primero que ocupe una posición al sol, adecuada para el acarreo de su provisiones, puede batirse con ventaja»
Sun Tzu, EL arte de la Guerra.
Tierra baldía, seca, inerte, resquebrajada, meseteña, de la que la vida parece haberse alejado. En ella personajes femeninos, inertes, ¿adormecidos? ¿drogados?, casi cadáveres, reciben la energía del rayo, de la luz que da vida a Frankenstein, luz artificial.
Estas mujeres desnudas o con un escueto camisón, parecen arrebatadas de su cama en la noche mientras dormían, y narcotizadas, expuestas a la luz. En mi opinión, Marina Núñez ofrece aquí un inteligente contrapunto a la visión esencialista de «la mujer árbol», de «la mujer tierra», de la mujer como símbolo de fecundidad, tópico tan ampliamente desarrollado en nuestra cultura a través del arte y la literatura. Marina sitúa a la mujer separada de ese abono, de esa sustancia primordial.
Recortada sobre una tierra que es inerte, la autora decide dar vida a esas mujeres no conectándolas a raíces, a vegetación, a la tierra, como eran los casos de Frida Kahlo o Ana Mendieta, sino a cables metafóricos. En su caso, alejadas de la sustancia vital, solo el rayo, la electricidad, parecen darles el hálito.
Y dentro de esa tradición del desnudo femenino en el paisaje, que se cristaliza en el Renacimiento, y de un modo muy claro en el contexto de la pintura veneciana; Marina Núñez, al tiempo que renuncia al mito de la mujer-fertil, desmonta otra iconografía no menos extendida: la de la mujer cosificada, desnuda o ligera de vestuario; que abandonada en el paisaje, y objetualizada, se ofrece a la mirada masculina. Me refiero a un referente, que potenciado por los surrealistas, tuvo buenos ejemplos en el arte de Max Ernst, Breton o Duchamp, entre otros.
Las mujeres de «Meseta» se sitúan a campo abierto, no en lugares recónditos, apropiados para el voyerismo. Ya no son ni la mater poderosa, diosa fecundadora y matriarcal; ni la mujer torturada, muñeca rota que espera ser violada. Estas mujeres parecen habitar un nuevo territorio, y reciben la energía desde arriba, anticipando un nuevo camino que escape del dualismo y plantee territorios híbridos que superen lo natural y lo artificial, lo corporal, lo humano y lo tecnológico.
«A la inversa de las esperanzas del monstruo de Frankenstein, el cyborg no espera que su padre lo salve con un arreglo del jardín, es decir, mediante la fabricación de una pareja heterosexual… El cyborg no reconocería el Jardín del Edén, no está hecho de barro y no puede soñar con convertirse en polvo»
Donna J. Haraway, Manifiesto para Cyborgs.
Cosmos: dolor en el pecho, dolor en el centro
«¡Cómo! —exclamé—.Estamos atrapados en una erupción; la fatalidad nos ha arrojado al camino de las lavas incandescentes, de las rocas en llamas, las aguas hirvientes y todas las materias eruptivas; vamos a ser rechazados, expulsados, despedidos, vomitados, expectorados al aire con trozos de rocas, lluvias de cenizas y escorias, en un torbellino de llamas, ¡y eso es lo mejor que podría pasarnos!»
Julio Verne, Viaje al centro de la tierra.
Agujeros en los que el tiempo se pierde o se para. Caemos en picado de repente, un buen día que la cabeza no ata nuestros mecanismos psicológicos, de contención. El suelo que pisamos se orada como las grietas en el hielo de los lagos de Finlandia, pero para caer en un abismo caliente, que no es sino nuestro propio corazón.
Queremos sujetarnos pero esa lava nos arrastra hacia el centro en su río incandescente. El centro de la tierra no es sino nuestra propia demencia. A veces el remolino de nuestra alma es tan grande que nos succiona.
«9 de marzo de 1922. Sólo fue cansancio, pero hoy, de nuevo un embate que me hace brotar el sudor de la frente. ¿Qué pasaría si uno se estrangulase a sí mismo? ¿si la agobiante observación de sí mismo redujese o cerrase del todo el orificio por el que uno se vierte en el mundo? Hay momentos en que no estoy lejos de eso. Un río que corre hacia atrás. Hace ya mucho tiempo que en gran parte está ocurriendo eso.»
Franz Kafka, Cuaderno duodécimo.
En esta serie veo a los personajes cayendo hacia su propio corazón. Últimamente siempre termino hablando de este órgano. Me repito. Escribo sin parar esto mismo: a pesar de esa imagen tan paradigmática del médico inglés del siglo XVII William Harvey levantando este órgano en su mano en una de sus sesiones de disección para desmontar la mitología de la víscera, el corazón, y su alojamiento en nuestro pecho, sigue rezumando los significados que lo asociaban a la sabiduría, por ejemplo entre hebreos, aztecas y egipcios; a la estela del «corazón pensante» chino, o al «corazón-reino de Dios» cristiano.
Los propios médicos del siglo XIX no podían explicar cuando se inventó el estetoscopio como el órgano se aceleraba o se detenía al compás de los afectos; esos mismos cardiólogos que tuvieron que admitir inquietos, tras analizar el corazón conservado de Santa Teresa que ese desgarrón en el miocardio del ventrículo izquierdo que atribuían a una angina de pecho era también la sombra de la flecha del ángel que la leyenda cuenta que la atravesó.
Existen agujeros subterráneos que superan nuestra objetividad y no podemos negar que «sentimos en esta víscera»: al enamorarnos el corazón se embala; y cuando perdemos a nuestro amante, nos duele físicamente el pecho. A veces, basta con que el amado sitúe la palma de su mano sobre nuestro corazón para hacernos revivir, tristemente no siempre se consigue:
«Tocó el corazón de Enkidu pero no latía, ni volvió a abrir los ojos. Entonces Gilgamesh cubrió a su amigo con un velo, igual que se le pone el velo a una novia«,
El Poema de Gilgamesh.
Pero no nos engañemos, aunque nos queramos tirar hacia el pozo, rara vez lo hacemos a la primera. Como estos personajes, nos asimos como podemos a los bordes de la arteria.
Desierto: arena y melancolía
Vagando solitario por el desierto cósmico, dunas sin agua. Prototipos de hombres. De pronto hoyos que te llevan a cápsulas remotas de libertad, a redes de felicidad. Melancolía.
Llegará el tiempo en que el calor decreciente del Sol no podrá ya derretir el hielo procedente de los polos. La humanidad, más y más hacinada en torno al ecuador, no encontrará ni siquiera allí el calor necesario para la vida; y la Tierra muerta, convertida en una esfera fría, como la Luna, girará en las tinieblas más profundas, siguiendo órbitas más y más reducidas, en torno al Sol, también muerto, sobre el que, a fin de cuentas, terminará por caer.
En lugar del luminoso y cálido sistema solar, con la armónica disposición de sus componentes, quedará tan sólo una esfera fría, que aún seguirá su solitario camino por el espacio cósmico.
Este es el paisaje de otra de las enfermedades contemporáneas: la melancolía. Aun cuando algunos textos de psiquiatría consideran que la melancolía es un subtipo de depresión, es un asunto que debería ser matizado. Incluso parece saludable que alguna vez nos visite.
El gran médico del Islam Isahq ibn Imrán decía que «la melancolía puede atacar a los que son excesivamente religiosos, a los que trabajan excesivamente con el pensamiento, a los estudiosos que súbitamente han perdido sus libros y a quienes se han quedado sin su bienamado». La ausencia de melancolía equivale a ausencia de vida a pesar de decirse vivo.
Parque: agorafobia
El paisaje hoy puede ser un parque, una flor en el jarrón, las gotas de agua en la bañera tras la ducha, la ropa de mi vecina tendida en la cuerda, tu pelo. El paisaje hace rato que dejó de ser un género con reglas, sobretodo desde que la fotografía lo absorbió y decidió que paisaje era todo lo que ella atrapaba.
No sé muy bien como, pero hemos logrado que no se note mucho, aunque cruzar la ciudad nos lleve horas. Nuestros desplazamientos, desde casa a cualquier punto se hacen eternos. La alcantarilla en la que te sientes encerrada es profunda, una buena fosa. Ya hemos olvidado cuando empezó a ocurrir esto. ¡Hace tanto tiempo!
En estos espacios subterráneos que dan a parar al camino del jardín, al césped del parque, compartes tu secreto con otros seres como tú que necesitan encerrarse, que a penas salen de casa, y os agolpáis para tomar posiciones en los barrotes del cubículo que da a parar al exterior como si se tratara de una celda de monja.
Notarse no se nota tanto, sólo que tardamos más en atravesar la ciudad y llegarnos a cualquier lugar. Tampoco podemos atravesar el parque abierto, ni la plaza; y para cruzar una calle, por estrecha que sea, te tomo de la mano. En cada ruta, tenemos localizadas al menos tres ratoneras en las que esconderte si te sobrevienen el miedo: algunas son portales, la mayorías estas alcantarillas, y también una cabina de teléfono. Allí tu respiración se calma de nuevo, para seguir.
Hemos fantaseado con la posibilidad de hacer un túnel que vaya de tu casa a la mía, por el que puedas venir sin atravesar el parque y sin ser vista. Ese túnel tendría cada tres metros rejillas al exterior, desde las que podrías ver el jardín. ¡Cómo me gustaría que pudieras sentir la hierba, el cambio de flores y de luz de cada estación en un espacio abierto!
Playa: lucha y derrota con la identidad
Rimbaud escribe en Obock: «una playa desierta, quemada, sin víveres, sin comercio… colonizada por una decena de filibusteros».
Hace poco me explicaron las diferencias entre bucaneros, piratas, corsarios y filibusteros. Resumirlo sería largo, pero todos ellos forman parte de ese grupo de seres que habitan la arena de las playas cuando se pone el sol, fuera de nuestra ocupación de ese paisaje para el relax, el baño y el descanso.
Cuando nos vamos, ellos aparecen y todo se torna más bélico.
Divisé restos, pedazos, de una batalla. Trozos que parecían de cerámica desde lejos. El sol se apoderaba de ellos y los cegaba. Me acerqué bien. No eran más que proyecciones. Pedazos de espejo, y las figuras, reflejos de una lucha librada en el cielo, entre mujeres y pájaros grandiosos, muy emplumados. La acometida se está batiendo aún, y parece que las aves, una vez más, vencen.
Fragmentos de espejo en una playa. El espejo está roto como nuestra identidad. Dentro de esos «padecimientos contemporáneos» de los que decíamos que Marina Núñez terminaba hablando, tal vez sea la búsqueda del yo contemporáneo la que me sugiera esta escena. Producida la fractura alma-cuerpo tratamos de encontrarnos, y sólo descubrimos una luna rota.
Puedes buscar los pedazos, pero os aseguro que resulta una utopía remover toda la arena de la playa para hallarlos. ¿No será mejor aceptar esa fragmentación, la propia esquizofrenia vital, nuestra lucha, nuestra condición de híbridos, de sirenas?
Porque las mujeres que luchan con los pájaros no son sino sirenas. Y si empiezan luchando con las aves, terminan deviniendo mujeres-pájaro ellas mismas. En la mitología antigua, las sirenas eran en origen mujeres con cuerpo de ave, y el ave representaba el alma. Me resulta triste, y explica muchas cosas, que la asociación posterior de la mujer con la carnalidad, con «lo físico», la desposeyera de esta primera iconografía que conectaba lo femenino con el intelecto, con el espíritu.
Al igual que ocurría en Meseta, las mujeres de este paisaje, se alejan del tópico de «la mujer árbol»; impotentes, luchan por recuperar sus alas, esa parte «artificial», cerebral, aunque perezcan en el intento. La mujer-pájaro termina transformándose en mujer-pez, en sirena, y de ser la detentadora del alma, se convierte en «la que atrae a las almas», en ese ser voluptuoso y maligno que espera a los hombres, al elemento masculino, para embaucarlos desde su belleza, desde su corporalidad, incluida su voz.
Aun vencidas, no tengo la menor duda de que cada sirena conservamos parte de esa fisiología emplumada. Como prueba de ello, os propongo esta peculiar noticia rescatada de un periódico de Boston de 1881 que describió a una sirena disecada que se había llevado a Nueva Orleans: «Esta maravilla de las profundidades marinas se encuentra en un excelente estado de conservación. La cabeza y el cuerpo de mujer se distinguen de manera muy clara. Su cabello es rubio pálido, de varios centímetros de largo. Los brazos terminan en unas garras muy parecidas a las de un águila, en lugar de dedos con uñas»
Parece que la sirena conserva sus garras, y restos del plumón, aunque ahora, trastornada, peine su largo y sedoso cabello con una mano y sostenga un espejo en la otra.
Un día, tal vez nos decidamos a dar un impulso final desde las rocas, un último salto hacia el vuelo, elevando mucho el torso, impulsando hacia las nubes nuestra escamosa cola, para tratar de recuperar el planeo.
Nuestros cabellos se rasgarán, se enredarán. No los volveremos a peinar; y el espejo, arrojado a la arena en ese salto definitivo, se romperá en mil pedazos, que ocultos entre los granos de arena, revelarán los ecos de esa última contienda.
Selva: el suicidio
«Pero pasamos sanos y salvos y seguimos hasta Delfos, donde habían encontrado el esqueleto de un inglés colgado de un árbol en un desfiladero, con un reloj de oro entre las costillas. Allí mojé mis pies en la fuente de Castalia y todas las rocas estaban cubiertas de campanillas de púrpura claro… Sí, es tan extraño regresar aquí que prácticamente no sabía donde estaba; o qué época era. Vi mi propia alma bajando de la Acrópolis, a los veintitrés años; ¡y cómo me compadecí de ella!»
Virginia Wolf, Diarios.
La escena de la selva es la escena de un momento después, del resultado de la contienda con los árboles. La naturaleza ha vencido, y los cadáveres cuelgan de las ramas. El árbol puede ser energético y saludable durante el día. Casi nadie duda de sus poderes. Hemos desarrollado la terapia de abrazar árboles, trepamos a ellos o damos vueltas iniciáticas a su alrededor como en los rituales de santería con las ceibas. Instintivamente los asociamos recuerdos nuestros, tiempo que ellos han vivido, y que nos hace suponer que atesoran secretamente nuestra historia.
Pero cuando llega la noche, el bosque y la selva nos traicionan, cambian de cara. Esos cuerpos colgados de las ramas son los despojos de la batalla con los grandes árboles de la selva. Metáforas del suicidio contemporáneo, real o imaginario, pues hay muchos muertos en vida.
Los árboles encuentran su poder en su quietud. No se mueven porque no lo necesitan. Con sus ramas acceden a todo. Cogimos lianas y máscaras africanas hechas con semillas, con hojas, con ramas, para la contienda, y como los pájaros… los árboles terminaron venciendo también.
Trataste de convencerme de que las filosofías orientales armonizaban con los árboles y lograban esa simbiosis con lo natural que occidente había olvidado. Me hablaste de tu viaje a Japón y me ensañaste todos esos libros y en parte me convenciste, hasta que me mostraste tu diminuto bonsái taoista, y me explicaste como se limitaba su crecimiento, como se adaptaban sus hojas a tu capricho. Me contaste que los primeros fueron recolectados de la naturaleza.
En un principio eran árboles empequeñecidos por las inclemencias del medio ambiente, que se encontraban en los escarpados de las montañas y casi imposibles de rescatar. Los que se conseguían obtener, eran colocados en tiestos y se les reproducía en las condiciones del medio ambiente en el cual habían sido localizados. Se les controlaba su crecimiento plantándolos en tierra muy pobre y suministrándoles el agua necesaria para apenas subsistir. Me entristeció.
Abismo: final
En la serie acuática, los cuerpos sumergidos se agarran en vano a la burbuja de la que chupan el oxigeno, que todavía les proporciona un poco de aire. Mientras, la medusa amorfa nada tranquila, el molusco baboso es el único que encuentra su karma, su baile.
A los cuerpos, apenas les debe quedar vida. Ese ahogamiento les liberará de su imposibilidad de lucha.
Este ámbito no lo ha llamado Marina Núñez por casualidad «Abismo». El mar, el agua, por extensión, se ha convertido desde la antigüedad en una contrafigura de la vida. Volviendo a los poemas homéricos, una serie de imágenes marinas se convierten en reino de la muerte y en sinónimo de la mente humana, mudable, desbordada por súbitas tormentas.
Para Esquilo morir es caer en las «redes» del destino, y la muerte es siempre un movimiento de remos, de un rápido río que es el camino que tienen que recorrer los muertos. En Los siete sobre Tebas un mensajero comunica al coro que la ciudad está a salvo, pero que los dos hermanos, Eteocles y Polinice, han perecido. En ese momento, el coro imita el movimiento de los remos, como si de la barca de Aqueronte se tratara.
En cualquier caso, morir no es sino fluir y transformarse. La vida, en el estado que tome parece imparable. Bajo el agua las lágrimas detienen la vida menos que nunca.
«Reconforta… pensar que el hombre es solo una invención reciente, una figura que no tienen ni dos siglos, un simple pliegue en nuestro saber (y poder) y que desaparecerá en cuanto éste encuentre una nueva forma».
Foucaut, Las palabras y las cosas.