Marina Núñez
La realidad incierta (Dalí delirante)
“Arte y Parte”, nº 52, agosto-septiembre 2004, pp. 96-111.
El surrealismo pretendió, entre otras cosas, que el pensamiento lógico-racional no impusiera su estrecha visión de una realidad que consideraba mucho más amplia, frágil e incoherente de lo que se acostumbraba a suponer (fig. 1).
Probablemente para la mayoría de surrealistas forzar ese otro tipo de pensamiento hipológico, o de una lógica alternativa, cuyo modelo podían encontrar en el mundo de los sueños, fue un ejercicio estimulante y enriquecedor. Y enfrentarse a una realidad difuminada y cambiante una experiencia iniciática, que revelaba un mundo rico en misterios y prodigios.
Pero para Dalí, ese tipo de lógica borrosa no fue sino el desenvolvimiento de su tendencia psicológica natural. Y esa realidad confusa, la misma que le había acompañado desde su infancia. La pérdida de control consciente, ese coqueteo con el delirio, no era en su caso un ideal teórico elegido, sino un destino involuntario.
El mismo reconocía que experimentaba percepciones delirantes, que transformaban inevitable e irracionalmente el mundo. De forma súbita y espontánea, sin necesidad de forzar intelectualmente su mente, el aspecto inmutable de la imagen conocida se trastocaba y surgía ese “drama insospechado, escondido bajo las apariencias más hipócritas del mundo”[i]. Por eso no le costó ningún esfuerzo asumir el espíritu de un movimiento que “se correspondía exactamente a mi íntima manera de ser y que yo encarnaba con la mayor naturalidad”[ii].
Pero mi sensación, amparada por los propios escritos y cuadros de Dalí, es que esa percepción de la realidad como algo incierto en el fondo le aterraba, y se resistía abandonarse a ella. Le procuraba placer, pero también una enorme angustia.
Porque en su caso no era decidida, ni temporal. Porque su desarrollo final era la locura. No la locura literaria de la libertad y la lucha contra los aburridos imperativos burgueses. La locura de los locos, la que acaba en un manicomio. Y es que Dalí no estaba describiendo un mundo exterior al que fuera inmune, sino un mundo que incluía su propia identidad. Su universo confuso reflejaba su propia confusión mental, y resulta apasionante ahondar en los fenómenos psíquicos que daban pie a algunas de sus sintaxis más recurrentes.
Voy a recorrer cuatro representaciones de lo material que me resultan especialmente esclarecedoras de los motivos de su percepción delirante de lo real. Porque son reflejos, metafóricos pero nítidos, de sus peculiares trastornos de personalidad.
los cuerpos blandos
A Dalí le obsesionaban los cuerpos blandos (fig. 2). Las formas blandengues, fofas, abundan en su iconografía. Afirmaba que su genio residía en haber suprimido la presunción de la línea y el ángulo recto, propios de una lógica que enjaulaba la realidad, y haber defendido las formas dúctiles y blandas, mucho más afines, en su opinión, al concepto de la realidad como una red de correspondencias insospechadas[iii].
Y además de como medio de conocimiento, muchas de las manifestaciones de Dalí defendieron con entusiasmo esa estética de la blandenguería como, simplemente, más placentera: soñaba con una casa blanda, de decoración biológica[iv] , le apasionaba el modernismo por sus representaciones de la blandura[v] , le fascinaban las “caderas blandas y rollizas de Hitler” hasta hacer palpitar violentamente su corazón[vi] , sus obsesiones sexuales estaban unidas a “unas blandas turgescencias”, soñaba con “carnes que se ablandan y funden como la gelatina”[vii] , ante el amasijo informe de un cadáver se apoderaba de él “un anhelo (…) de tirarme encima y tocarlo”[viii].
Los cuerpos sin armazón interno, sin una estructura que les sustente, los cuerpos blandurrios que se desmoronan, son el correlato metafórico de una identidad dúctil e inconsistente.
En la cultura, occidental, tradicionalmente, la definición de individuo se ha basado en la idea de una identidad estable. Es decir, la personalidad era vista como una invariable, un conjunto específico de características que definían a la persona y se mantenían rígidamente inamovibles a lo largo de toda la vida.
Pero, desde la modernidad, la personalidad comenzó a describirse más en términos de fluidez que de estabilidad. Paulatinamente se fue valorando la capacidad para la adaptación y el cambio, pensando en el yo como un sistema flexible, al que la posmodernidad suele denominar el yo proteico.
La más que demostrada capacidad de Dalí para reaccionar en cada lugar y momento con una nueva forma útil para sus propósitos corrobora su personalidad proteica. Sus relatos autobiográficos retratan a un ser indefinido y moldeable que es un revolucionario ferviente en su juventud y un franquista aprovechado en su madurez, o que se concentra seriamente en su trabajo y se entrega frívolamente a la vida social en períodos alternos de cada año, por citar algunos de los ejemplos más conocidos.
Pero a la vez que atraía a Dalí, lo blando le asqueaba: no toleraba a los bebés porque le parecían “monstruos blandos”[ix] , detestaba “las ostras separadas de su concha y la blandura de las espinacas”[x] , a pesar de su supuesta atracción por el desmoronado cadáver investigaba admirado los casos de cuerpos de santos incorruptibles, coqueteaba con la idea de hacerse hibernar, e imaginaba la descomposición de su cuerpo sólo como un espanto necesario para exorcizar el terror incontrolado que le provocaba su desmoronamiento final[xi].
Dalí se sabía blando, y aunque procuraba extraer de su blandura los mejores beneficios, de ninguna forma se permitía dejarse arrastrar por ella. Necesitaba sujetar lo fofo con una estructura firme que impidiera la total informidad. Como las muletas de sus cuadros. Por eso se forjó, en su propia metáfora, un cuerpo dermoesquelético[xii], de modo que su natural inconsistencia se viera protegida y sustentada. Y lo consiguió principalmente a través del sostén de ciertas personalidades tan firmes y erectas como desplomada era la suya, muy particularmente la de su padre y la de Gala.
La muleta original que sostuvo en su vida los colgajos blandurrios de su subjetividad fue la figura del padre, que era su “soporte rocoso”[xiii] , una presencia poderosa, compacta y dura, de fuerte y autoritario carácter, a quien Dalí admiraba y temía a la vez, a quien gráficamente describió como un roble contra cuya corteza él desgarraba sus carnes[xiv].
La pelea de voluntades entre la firmeza burguesa del padre y la volátil extravagancia del niño fue tensa y pertinaz. Pero Dalí era angustiosamente consciente de que le necesitaba “como un punto de apoyo en el seno de estas estructuras mentales mías tan blandas”[xv]: “no podía, de ninguna manera -bajo pena de grave riesgo, y de ver que mi personalidad se disolvía como azúcar en el café, en un delirio permanente- renunciar a admirarle y llegar a identificarme con él para mantener su estructura y moldearme en la imagen de su fuerza“[xvi].
Sucesivas figuras del padre -Picasso y Stalin, como Breton o Hitler- le atrajeron por su personalidad sólida y apabullante, cuya dureza, que le atraía y simultáneamente le tensionaba, compensaba su terror a un fláccido desmoronamiento.
Y también, cómo no, estuvo Gala, la muleta sin contrapartidas, el sostén firme pero balsámico de una personalidad muy bien estructurada a la que aferrarse sin temores ni ambigüedades: “Lo que sí puedo decir es que esa blandura, esa viscosidad, esa gelatinidad, comunican, para mí, la sensación vital que tuve durante tanto tiempo de mi cuerpo y de la vida de mi ser. Gala me aportó, en el recto sentido de la palabra, la estructura que faltaba a mi vida. Yo sólo existía en un saco lleno de agujeros, blando y difuminado, siempre en búsqueda de una muleta. Y uniéndome a Gala encontré una columna vertebral, y al amarla adquirí cuerpo.”[xvii]
los cuerpos deslimitados
Otra representación recurrente es la de los cuerpos deslimitados, aquellos de límites inexistentes o al menos inciertos. Son cuerpos con unas fronteras con el mundo abiertas o desdibujadas, cuerpos que intercambian con el exterior sustancias y cualidades (figs. 3 y 4).
En el universo daliniano tenemos los agujeros corporales habituales -la boca, la vagina, el pene, el ano- nítidamente representados, e incluso tenemos agujeros nuevos que se abren en cualquier parte del cuerpo. Y tenemos todo el repertorio de sustancias que por ellos entran y salen -babas, esputos, vómitos, mocos, sudor, semen, orina, excrementos, leche, sangre…
Dalí analizaba interminablemente sus deposiciones, relacionando su olor y consistencia con los acontecimientos y estados de ánimo de su vida[xviii]. Fantaseaba con la coprofagia que imaginaba inevitable en los viajes espaciales[xix], o describía una cadena alimentaria de ingestión y deposiciones en cadena[xx]. Pero no sólo mostró un enorme interés en estas sustancias escatológicas: disfrutaba con ellas. Y consideraba que sólo las represiones impedían que todos lo hicieran: “Durante mucho tiempo me oriné en la cama, y no solamente por provocación, sino por el placer de sentir mi orina cálida correr por mis piernas y sumergirme en su olor. Los adultos olvidan demasiado pronto la intensa satisfacción que procura revolcarse en los propios orines y embriagarse de uno mismo. Tabúes imperativos nos desvían y nos condicionan, lejos de las prístinas verdades de la piel y de los sentidos. Yo he sabido conservar intactas mis dotes de participación orgánica.”[xxi]
La ausencia de límites inquieta porque la tradición occidental ha definido al sujeto humano a través de la separación. Una sus más claras características es el aislamiento, que se traduce en un cuerpo simbólicamente cerrado, impenetrable, con unas fronteras bien definidas con el mundo, fronteras tradicionalmente marcadas por la piel. La piel sellada corresponde a un sujeto que es contiguo consigo mismo, pero discontinuo con el resto de corporeidades.
Sin embargo, la posmodernidad ha imaginado un ser humano, que podríamos llamar el yo integrado, en el que los valores se revierten. En el nuevo paradigma cibernético, un organismo es descrito como una parte integrada en un sistema más amplio. Las redes informáticas son consideradas una extensión de nuestro sistema nervioso, y la piel ya no se ve como una armadura, sino como un tipo de membrana permeable a través de la cual fluye la información.
La pasión de Dalí por los cuerpos abiertos, agujereados, expeledores y receptores de sustancias que intercambian con el mundo, revelan su afinidad con las fronteras abiertas y son el reflejo de una identidad de límites borrosos, imprecisos.
Sin embargo, también la fascinación de Dalí por los cuerpos deslimitados era ambivalente.
El recordaba a menudo el consejo que le dio un profesor de dibujo en su infancia: les explicaba que “pintar bien, en general, consiste en no sobrepasar la línea”[xxii]. Sin duda le escuchó con atención: la realidad confusa y ambigua que Dalí percibía y representaba no se corresponde con su forma de pintar. En ella no hay ninguna materialidad cruda desbordando límites, nada de manchas indefinidas para que cada espectador proyecte sus propias obsesiones. Todo lo contrario: es el reino de los perfiles nítidos, de la precisión absoluta del dibujo, de la pintura perfectamente delimitada.
Su necesidad pictórica de contornos bien definidos nos sugiere que sus anhelos de apertura se superponían o alternaban con el terror por las situaciones en las que la piel porosa o agujereada ya no aisla del mundo. La lámina de un libro infantil representando a la pipa dorsiguera, con sus retoños entrando y saliendo de los agujeros de su espalda, le provocaba malestar y siempre le impresionó “hasta el escalofrío”[xxiii].
Tampoco su pasión por las sustancias que el cuerpo expele al mundo excluía un reconocido elemento de angustia. En realidad, pensar en ellas y representarlas era una forma de terapia por catarsis y un ejercicio de control. Cuando conoció a Gala, en un momento en que los surrealistas contemplaban con estupor sus representaciones escatológicas, le confesó la verdad, que “ la sangre y la mierda eran cosas que me aterraban y le expliqué mi método para crear un delirio controlado que me ponía por encima de esos temores y que me permitía fascinar a los demás”[xxiv].
Quizá eso explique por qué Dalí, a la vez que disfrutaba de los placeres de orinarse encima, mostraba una contradictoria tendencia a impedir que las sustancias atravesaran los límites de su cuerpo. Retardando, por ejemplo, la salida de excrementos hasta que los retortijones le provocaban lágrimas[xxv] , o resistiéndose a derramar su semen, puesto que el mayor placer, lo más voluptuoso, radicaba “en la anulación del deseo, el paro inesperado, el fracaso (…) los placeres de la no consumación, las espiritualizaciones del acto por privación”[xxvi].
los cuerpos fusionados
La tercera representación es la de los cuerpos fusionados, que están fundidos o fundiéndose con otros cuerpos. Obviamente, la fusión es consecuencia casi inevitable de las características anteriores, de la blandura flexible y de la imprecisión de los límites (fig. 5).
Si las obsesiones de Dalí respecto a la blandura proteica son indicios de la falta de solidez de su carácter, y las relativas a la carencia de límites, indicios de su apertura al mundo, las obsesiones relativas a fusiones entre su cuerpo y otros cuerpos apuntan, radicalizando ambas, hacia la falta de una identidad diferenciada, autónoma. La ductilidad y apertura son tan extremas que Dalí se funde y confunde con otras personas.
El modelo primordial de fusión era para Dalí la vida intrauterina, cuando el niño es realmente uno con la madre. Ese estado de indiferenciación se suele describir, en términos psicoanalíticos, como una unión diádica plena enormemente placentera. Tanto, que la nostalgia por ese paraíso perdido fue descrita una y otra vez por Dalí. De niño instalaba su silla de trabajo en un barreño de agua tibia que reconstruía “el aislamiento protector de un vientre”[xxvii], planeó un parque de atracciones surrealista “que incluiría una bola dentro de la cual los visitantes tendrían la ilusión de regresar al óvulo materno”[xxviii], o imaginó el ovocípedo, un hipotético medio de transporte con forma de esfera de plástico transparente, que le daba ocasión de “realizar mis fantasmas paradisíacos intrauterinos”[xxix].
Esta fusión originaria es el arquetipo de muchas otras que Dalí intentó. Al parecer, algunas de las personas y objetos que le rodeaban se le hacían tan imprescindibles que no le bastaba con relaciones, como si dijéramos, exteriores, sino que debía interiorizarlos, fagocitarlos, fundirse con ellos hasta metamorfosearse en un híbrido.
Por eso ya a los 16 años se arreglaba como su idolatrado Rafael[xxx], o más adelante intentó parecerse a Velázquez, mediante pelucas y bigotes y superponiendo fotográficamente su imagen con el autorretrato del maestro[xxxi], o le pidió a Halsman que fusionara en una imagen su rostro con el de Picasso[xxxii] (fig. 6), o mezcló su cabeza con la de Lorca en bastantes cuadros de la época de su intensa relación, o explicitó su mayor asimilación metamórfica, la que efectuó con Gala, firmando su obra Gala-Dalí.
Podríamos llamar a la identidad que metafóricamente se correponde con estos cuerpos fundidos el yo interactivo. Si el yo proteico alude a una personalidad flexible y el yo integrado a una personalidad abierta al mundo, el yo interactivo es el de una personalidad socializada, que se metamorfosea en función de sus experiencias y relaciones. Este yo corrobora ese horizonte teórico foucaultiano en el que se admite que la identidad se modela y remodela a través de todas las prácticas sociales.
El cuerpo investido de relaciones sociales, capaz de aceptar e incorporar al otro, es opuesto al sujeto del humanismo, que pretendía mantenerse puro, homogéneo, incontaminado. Este cuerpo híbrido, heterogéneo, más empático con la otredad que hostil a ella, es defendido en la posmodernidad como metáfora de planteamientos epistemológicos y éticos basados en la interacción.
Dalí, con esa mecánica de metamorfosis por fusiones sucesivas, es la apoteosis de la asimilación de la otredad. Nadie mejor que él lo explica cuando comenta: “no podía juzgar las formas y los objetos que me rodeaban. Sólo podía experimentarlos por dentro. (…) Incapaz de comprender el sentido de las cosas, puesto que me faltaba la referencia de un yo estable, las vivía poseyéndolas, sintiendo con una increíble agudeza su configuración, por extraña que fuese.”[xxxiii]
Pero, a la vez que le ayudaban a estructurarse, esas incorporaciones le provocaban grandes dosis de ansiedad.
Para empezar, manifestaba sentimientos encontrados en relación al paraíso intrauterino de la fusión plena, que en ocasiones describe como un ámbito desasosegante. En su análisis del Angelus de Millet reconocía que la leche, que identificaba con el cuerpo de la madre, le resultaba apetitosa y erótica, pero a la vez escondía “un sentimiento muy acusado de peligro y muerte”, puesto que representaba su “temor de ser absorbido, aniquilado, devorado por la madre”[xxxiv].. El agobio llegaba hasta tal punto que a veces hablaba de una “placenta infernal”[xxxv].
Las fusiones le daban consistencia, pero también suponían una indiferenciación que le repelía: “sobre todo, no cambiar nada mi personalidad. Al contrario, imponer a todos mi visión de las cosas, mi comportamiento, la totalidad de mi singularidad. (…) Lágrimas de rabia me subían a los ojos ante la sola idea de que yo no era en todo momento radicalmente distinto de los otros. Hubiera querido no tener ningún punto en común con nadie. ¡Ah, si hubiera podido ser el único de mi especie! ¡Solo del todo! ¡Yo!”[xxxvi]
Resulta enormemente significativo que las fusiones que Dalí pintaba se vieran compensadas por una casi constante falta de empatía con los demás y con una enfermiza tendencia a la separación física en su vida real. El siempre declaraba que no tenía ningún amigo, igual que admitía que sexualmente, y con la excepción de Gala, evitaba la proximidad y el contacto con los otros -prefería el voyeurismo acompañado con un poco de masturbación[xxxvii] . Y las personas que en uno u otro momento le frecuentaron confirman su obsesiva resistencia al roce, su incapacidad de comunicarse mediante el tacto[xxxviii].
Incluso su pintura llegó, en cierto momento, a rebelarse contra las metamorfosis de los cuerpos amontonados y confusos y a representar cada elemento separado de los demás, en base a “la teoría del “nada se toca” de la física intra-atómica[xxxix].
los cuerpos desdoblados
Y por último tenemos a los también muy habituales cuerpos desdoblados, categoría donde se incluyen las dobles imágenes y las figuras repetidas (fig. 7), representaciones que comparten la misma dirección de razonamiento, aunque los sentidos sean opuestos (ver lo diferente en lo mismo, ver lo mismo en lo diferente).
Entre los seres que conviven agazapados en la misma forma o en formas casi idénticas existen analogías, como en los dos términos de una metáfora. Para Dalí el universo estaba cruzado por líneas invisibles que relacionaban entre sí todas las cosas y ampliaban de este modo las connotaciones y resonancias de cada objeto. Por su capacidad de sacar a la luz esas redes se sentía un visionario de grandes y esenciales verdades que se le presentaban en forma de enigma: las correspondencias que su percepción delirante le sugerían eran claves de la comprensión del mundo, pistas para “descifrar los secretos del universo”[xl].
En efecto, los cuerpos desdoblados nos introducen en la dinámica del secreto, del misterio, de lo oculto. Los deslizamientos inauditos a los que nos enfrentan nos hacen creer que las cosas no son lo que aparentan. Cada percepción es verdadera y falsa simultáneamente, cada conocimiento es momentáneo y reversible. Las dobles imágenes sugieren una tensión entre procesos conscientes e inconscientes, entre significados manifiestos y latentes: la imagen emboscada se correspondería con los pensamientos y deseos reprimidos.
De nuevo es fácil ver los cuerpos desdoblados dalinianos como representaciones de su propia identidad. En este caso, de su capacidad para ser muchas cosas simultáneamente, diferentes hasta el punto de ser contradictorias, como en el ejemplo clásico de su paralizante timidez y su exhibicionismo inmune al ridículo. Y también nos evocan su capacidad de jugar con las apariencias, como en su apuesta decidida por los disfraces y los personajes en su vida pública.
Esta multiplicidad daliniana coincide con el yo saturado, otra de las denominaciones posmodernas de la nueva identidad humana, que describe una personalidad en la que coexisten diferentes estereotipos de subjetividad alternativa o solapadamente. El antiguo yo unitario del sujeto del humanismo solía reprimir todo lo que no encajaba, lo ilegítimo, lo disonante, todo lo que sonara a incoherencia. El yo saturado, en cambio, es múltiple: potencia todas sus capacidades y explora todos sus anhelos merodeando entre diversos aspectos de su personalidad.
Estos aspectos no están aislados entre sí, como ocurre en los transtornos de personalidad múltiple, sino que se comunican fluidamente, propiciando la dinámica de cambio, de proceso, de flujo continuo. Es un yo múltiple pero integrado, es decir, un yo que experimenta la identidad como un conjunto de roles que se pueden mezclar y combinar, pero capaz de una responsabilidad coherente y una perspectiva ética.
También en esta categoría encontramos la paradójica resistencia de Dalí al universo que representa. En primer lugar, es obvia la conexión del desdoblamiento con una de las presencias más desazonantes de la vida de Dalí: su hermano, muerto nueve meses y diez días antes de que Dalí naciera, y que además también se llamaba Salvador. No es difícil imaginar que su concepción fue un recurso inmediato para mitigar la pérdida. Y la idea de ser un sustituto, un análogo, no le abandonó nunca.
Dalí se sentía el doble de su predecesor, o la mitad, o su reflejo. Cualquiera de esas sensaciones aumentaba la confusión de su frágil identidad, que sentía la presencia del muerto como un traumatismo, como una herida, como una anulación: “Cuando mi padre posaba su mirada en mí, miraba tanto a mi hermano como a mí mismo. A sus ojos yo era sólo la mitad de mi persona, o un sustitutivo. Mi alma se retorcía de dolor y de rabia bajo este láser que la taladraba sin cesar buscando al otro que ya no existía. (…) A pesar de ello, a pesar del peso de este sentimiento de estar de sobra, de no ser amado por mí mismo -ahogado en el corsé de la imagen del otro que me imponían-, intenté respirar, debatirme vigorosamente como cuando uno se ahoga, conquistar mi lugar bajo el sol de la vida.”[xli]
Si a Dalí le agobiaba ser en sí mismo una doble imagen, también le inquietaba ese universo confuso e inasible del que la doble imagen era el arquetipo. Le atraía la inseguridad óptica, pero a la vez necesitaba una “feroz diafanidad”[xlii]. Su amigo Lorca, que tan bien le conocía, ya destacó en la Oda a Salvador Dalí “el empeño puesto por su “alma higiénica” en escapar de la “niebla impresionista” y de “la oscura selva de formas increíbles”[xliii].
Porque Dalí representó una realidad de ensueños, ficciones, misterios y alucinaciones, pero su mente inestable necesitaba de la claridad y el orden: “Qué bien me siento, estoy en plena pascua de resurrección! Eso de no sentir la angustia de querer entregarse a todo, esa pesadilla de estar sumergido en la naturaleza o sea en el misterio en lo confuso en lo inaprensible, estar sentado por fin, limitado a unas pocas verdades, preferencias, claras, ordenadas -suficientes para mi sensualidad espiritual.”[xliv]
Puede que en ocasiones le entusiasmaran las correspondencias mágicas e interminables de un unniverso inaprehensible, pero otras esa inconmensurabilidad le agobiaba, y prefería la concreción y la nitidez: “¡Qué diferencia con las dolorosas contemplaciones siderales de mi adolescencia! Me sumergían en lo que mi romanticismo me hacía creer entonces: las insondables e infinitas inmensidades cósmicas. (…) No sé cómo agradecer la física moderna por haber corroborado, gracias a sus investigaciones, este principio tan simpático, sibarítico y antirromántico por demás, según el cual el “espacio es finito.”[xlv]
la locura
Los cuerpos blandos, deslimitados, fusionados y desdoblados, que sugieren una identidad dúctil, imprecisa, metamórfica y ambigua, son indicios de la patología daliniana, fantasías de desintegración corporal que reflejan una personalidad agónicamente desestructurada (fig. 8).
No sé si sería inexacto afirmar que Dalí era un paranoico, pero sin duda no lo es decir que tenía un carácter paranoide. Y que este hecho le aterraba. A través de sus escritos conocemos a un Dalí que se las arregló para mantener a raya la penosa herencia patológica familiar, pero sin duda no fue una tarea sencilla. Pesadillas aterradoras y episodios de casi autismo en la infancia, ataques de risa histérica en su juventud, delirios de grandeza en su madurez, falsos recuerdos, obsesiones y alucinaciones esporádicos… En demasiadas ocasiones el mundo que le rodeaba “se cargaba de maleficios, se erizaba de púas, por todas partes veía trampas”[xlvi].
Según explica Freud, en la paranoia, como en toda psicosis, hay una perturbación de las relaciones entre el yo y el mundo exterior. La causa de esta disociación “es una privación impuesta por la realidad y considerada intolerable”[xlvii]. El ego no consigue lidiar con las tensiones entre el id y el super ego, y el id reprimido no se deja dominar más y explota, negándose a reconocer a la realidad opresora.
La desconexión con esa realidad adversa culmina, en la paranoia, en “la creación de una nueva realidad exenta de los motivos de disgusto que la anterior ofrecía”[xlviii]. El paranoico está convencido de que esta realidad sustitutiva ficticia, imaginada por él, es la auténtica, puesto que es la única que le permite rebajar la presión. “El delirio, en el cual vemos el producto de la enfermedad, es en realidad la tentativa de curación, la reconstrucción.”[xlix]
Esa realidad ilusoria alternativa, capaz de aliviar la tensión, la representó Dalí en sus cuadros y en sus escritos, que actuaron en ese sentido como válvula de escape o terapia catártica (fig. 9).
El método paranoico crítico de Dalí no era en realidad un método en el sentido de una técnica para forzar los delirios. En ese sentido Dalí no hizo aportaciones excepcionales: eventualmente aprovechaba las imágenes hipnagógicas, se frotaba los ojos para conseguir fosfenos, utilizaba la ambigüedad de las formas del cabo de Creus como estímulo… ningún truco inédito, porque ninguno le hacía falta. Su psique perturbada le producía espontáneamente, en sus estados “normales”, percepciones delirantes, conatos de enajenación que hábilmente encauzó a través de su obra.
Lo que sí es metódico, en cambio, es la forma en que trabajó sobre sus percepciones delirantes, el rigor con el que ahondó en ellas para explicárselas[l] y el rigor con el que las representó meticulosamente. Y es que el descontrol espontáneo de la percepción delirante es compensado en la paranoia por el control racional de la interpretación delirante: una defensa exhaustiva, minuciosa y absurdamente impecable de la realidad espuria (fig. 10).
Dalí despreció enseguida los automatismos, tan queridos por el surrealismo, porque a menudo provocan una representación de lo excepcional basada en el azar, y lo que precisamente le entusiasmaba de la paranoia era que modificaba el mundo exterior remodelándolo en función de sus intereses y obsesiones. Como él mismo afirmaba, el delirio nacía “decidido a orientar la realidad alrededor de su línea dominante”[li].
Pero no hay que olvidar que esa sensación de control surge del más profundo descontrol, de la huída de una realidad considerada intolerable. Dalí nos dio pistas sobre qué era eso tan insufrible que su id no toleraba, cuando relacionó su paranoia con una traumática falta de afecto en su infancia: “Gracias a la paranoia, es decir, la exaltación orgullosa de mí mismo, he conseguido salvarme de la anulación que me produce la duda sistemática sobre mi persona. Aprendí a vivir llenando, con mi amor por mí mismo, el vacío de un afecto que no me daban. Así vencí por primera vez a la muerte: mediante el orgullo y el narcisismo.”[lii] (fig. 11)
Dalí reconocía que sus excentricidades -que incluyeron, ya en la infancia, ataques de cólera ante cualquier deseo insatisfecho, fingir enfermedades y espasmos u orinarse voluntariamente en la cama hasta los 8 años- no eran más que modos de reclamar más atención, más cariño. Por lo visto, su fama de niño adorado, mimado y consentido no obsta para que su percepción dominante fuera la falta de suficiente amor.
Según las teorías psicoanalíticas, el narcisismo es una etapa normal del desarrollo del individuo, en la que el niño sitúa el objeto de pulsión en su propio yo y se comporta como si estuviese enamorado de sí mismo. Lo normal es pasar de esa libido yoica a una libido que oriente sus pulsiones hacia un objeto exterior.
Pero si se produce una fijación en esa etapa, lo que tenemos es un sujeto patológicamente centrado en sí mismo y dependiente del afecto de los otros, que deben amarle y satisfacer sus deseos para confirmar su identidad como ser. Esto estaría en el origen de la desestructuración de la personalidad daliniana: el anhelo desmesurado de la atención y la respuesta del otro le convierte en un ser profundamente dependiente.
Hasta tal punto dependía Dalí de los demás que necesitaba su sanción para que su frágil identidad no se desvaneciera: “Cualquier testimonio de mi presencia en otra persona calma mis inquietudes, dejo de dudar de la realidad de las cosas, del mundo y de mí mismo. De todos esos ojos donde me veo observado es de donde saco mi sustancia.”[liii] Es una lúcida explicación de su necesidad inconmensurable de popularidad en función de su patológica evanescencia.
Freud relacionó la fijación narcisista con la paranoia, pues en los paranoicos se produce una especie de regresión a la fase narcisista que se manifiesta a través del delirio de grandezas. En la paranoia, la libido frustrada por la batalla no resuelta contra las represiones sociales “es acumulada al yo, siendo utilizada para engrandecerlo”[liv].
Los delirios de grandeza son abundantes en Dalí, y confirman su carácter paranoide. No sólo sólo sus constantes -y cargantes- autoelogios, la cantidad de veces que se aplica la palabra genial, lo superior que parece sentirse a los demás vulgares mortales. Mucho más impresionantes y delirantes resultan sus convicciones de que era un oráculo o un radar de lo absoluto, y por tanto sus imágenes desvelaban con más alcance que la ciencia los secretos del universo.
Opinó que su disparo de un arcabuz con tinta era nada menos que un precedente de “los trabajos de vanguardia de la física nuclear, pues algunos meses más tarde supe que, para perforar los secretos de la materia, utilizaban el arcabuz del ciclotrón”[lv]. Sus relojes blandos eran para él “la más perfecta definición que las más altas especulaciones matemáticas puedan dar del espacio-tiempo”[lvi].. Le encantaba repetir que “quince años antes que Crick y Watson” había dibujado “la espiral de la estructura del ácido desoxirribonuclueico, base de la vida, a instancias de un psicoanalista, porque yo la conocía desde siempre, en el fondo de mis sueños”[lvii]. Incluso encontró una fantasiosa cura contra el cáncer[lviii].
Los delirios de grandeza funcionaron como una especie de mecanismo de defensa: Dalí empleó la excesiva autoestima para forjar una personalidad diferenciada y segura de sí con la que compensar a un yo dependiente de los otros y dañado por la sensación de carencia de afecto.
Es justo e imprescindible añadir que el personaje clave en el control de la paranoia daliniana fue Gala. En ella se unieron la incondicional entrega con que consiguió llenar en parte a la esponja afectiva que era Dalí y la sabiduría con la que le ayudó a encauzar su enfermedad mediante el orden cotidiano y la lucidez analítica. El siempre se lo agradeció:
“Antes realmente confundía el delirio y la realidad. Mi visión de la realidad estaba alterada. Sin embargo, mi estructura fundamental es la de un gran paranoico. Pero debo ser el único en mi especie que haya dominado y transformado en potencia creativa, en gloria y alegría, una enfermedad mental tan grave. Y lo he conseguido gracias al amor y a la inteligencia. Porque encontré a Gala. Por amor, ella ha sabido obligar a mi inteligencia a practicar el ejercicio despiadado de la crítica. Por amor, he aceptado convertir una parte de mi personalidad en aparato analizador y así he podido transformar el torrente dionisíaco en hazañas apolíneas, que cada día perfecciono. Mi método, que he bautizado como la paranoia crítica, es la conquista constante de lo irracional.”[lix]
El universo de Dalí es un reflejo de su borrosa identidad, un desasosegante autorretrato de su inconsistencia con el que efectúa un intento dramático pero efectivo por evitar su desmoronamiento.
fig. 1. Salvador Dalí: Retrato de Sigmund Freud, 1937.
fig. 2. Salvador Dalí: Araña de noche… esperanza,1940.
fig. 3. Salvador Dalí y Luis Buñuel: Un chien andaluz, 1929.
fig. 4. Salvador Dalí: Retrato de Paul Eluard, 1929.
fig. 5. Salvador Dalí: El enigma sin fin, 1938.
fig. 6: Philippe Halsman: Dalí-Picasso, 1948.
fig. 7. Salvador Dalí: Metamorfosis de Narciso, 1937.
fig. 8. Salvador Dalí: Autorretratoo blando con tocino frito, 1938.
fig. 9. Salvador Dalí: El enigma del deseo: mi madre, mi madre, mi madre, 1929.
fig. 10. Salvador Dalí: La gran paranoia, 1936.
fig. 11. Philippe Halsman: Dalí y la calavera, 1951.
[i] Salvador Dalí, El mito trágico de “El Angelus” de Millet, Tusquets, Barcelona 2002 (1963), p. 46.
[ii] Salvador Dalí y André Parinaud, Confesiones inconfesables, en “Salvador Dalí, obra completa”, vol. II, Ediciones Destino, Barcelona 2003, p. 439.
[iii] Dalí, Confesiones…, p. 496.
[iv] Salvador Dalí, y Louis Pauwels, Las pasiones según Dalí, en “Salvador Dalí, obra completa”, vol. II, Ediciones Destino, Barcelona 2003, p. 66.
[v] Dalí, Confesiones…, p. 490.
[vi] Salvador Dalí, Diario de un genio, Tusquets, Barcelona 2003 (1964), p. 23.
[vii] Dalí, Confesiones…, p. 645.
[viii] Salvador Dalí, Vida secreta, Empúries, Barcelona 1993, p. 101.
[ix] Dalí, Las pasiones…, p. 67.
[x] Dalí, Confesiones…, p. 288.
[xi] Dalí, Confesiones…, pp. 703-714.
[xii] Dalí, Confesiones…, p. 604.
[xiii] Dalí, Las pasiones…, p. 54.
[xiv] Dalí, Confesiones…, p. 294.
[xv] Dalí, Las pasiones…, p. 54.
[xvi] Dalí, Confesiones…, p. 304.
[xvii] Dalí, Confesiones…, pp. 646-647.
[xviii] Dalí, Diario…, p. 42.
[xix] Dalí, Confesiones…, p. 711.
[xx] Dalí, Confesiones…, p. 716.
[xxi] Dalí, Confesiones…, p. 357.
[xxii] citado en Ian Gibson: La vida desaforada de Salvador Dalí, Anagrama, Barcelona 2003 (1997), p. 75.
[xxiii] Dalí, El mito trágico…, p. 102.
[xxiv] Dalí, Confesiones…, p. 404.
[xxv] Dalí, Las pasiones…, p. 109.
[xxvi] Dalí, Las pasiones…, p. 137.
[xxvii] Dalí, Confesiones…, p. 360.
[xxviii] citado en Gibson: La vida…, p. 371.
[xxix] Dalí, Confesiones…, p. 632.
[xxx] Gibson: La vida…, p. 112.
[xxxi] Laia Rosa Armengol, Dalí, icono y personaje, Cátedra, Madrid 2003, pp. 91-97.
[xxxii] Armengol, Dalí, icono…, p. 194.
[xxxiii] Dalí, Confesiones…, p. 650.
[xxxiv] Dalí, El mito trágico…, pp. 105-107.
[xxxv] Dalí, Confesiones…, p. 274.
[xxxvi] Dalí, Confesiones…, p. 334.
[xxxvii] Dalí, Las pasiones…, p. 136.
[xxxviii] Dalí, Las pasiones…, p. 30; o bien ver Gibson: La vida …, p. 668.
[xxxix] citado en Gibson: La vida…, p. 557.
[xl] Dalí, Confesiones…, p. 496.
[xli] Dalí, Confesiones…, pp. 293-294.
[xlii] Dalí, Diario…, p. 76.
[xliii] citado en Gibson: La vida…, p. 189.
[xliv] citado en Gibson: La vida…, p. 199.
[xlv] Dalí, Diario…, p. 61.
[xlvi] Dalí, Confesiones…, p. 297.
[xlvii] Sigmund Freud, “La pérdida de la realidad en la neurosis y en la psicosis”, en Sigmund Freud, obras completas, tomo 7, Biblioteca Nueva, Madrid 1997 (1924), p. 2743.
[xlviii] Freud, Sigmund Freud…, p. 2746.
[xlix] Sigmund Freud, Paranoia y neurosis obsesiva, Alianza Editorial, Madrid 2002, p. 74.
[l] como en el sorprendente análisis del Angelus de Millet
[li] Dalí, Confesiones…, p. 482.
[lii] Dalí, Confesiones…, p. 276.
[liii] Dalí, Las pasiones…, p. 102.
[liv] Freud, Paranoia…, p. 76.
[lv] Dalí, Confesiones…, p. 654.
[lvi] Dalí, Confesiones…, p. 485.
[lvii] Dalí, Confesiones…, p. 502.
[lviii] Dalí, Confesiones…, p. 501.
[lix] Dalí, Las pasiones…, p. 66.