Isabel Tejeda Martín, UM

«La intervención en el Museo Lázaro Galdiano de la artista Marina Núñez:

alfa y omega»

«Nada es tan profundo como la piel», Ed. Museo Lázaro Galdiano, 2023, pp. 8-23

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Los vídeos de Marina Núñez (Palencia, 1966) se desarrollan por lo general en series que comparten lenguaje e iconografía similares y suelen tener una estructura en loop. Despliegan de manera persistente la idea de la existencia de un retorno eterno, una idea proyectada para la historia de la cultura por el filósofo Mircea Eliade.[1] Así, el rito y las imágenes que lo sustentan no sólo participan de la conmemoración, sino que también nos retrotraen al principio. Porque empecinadamente todo regresa a su origen en un ejercicio de ensayo/error cuyo resultado correcto se resiste. Dando un salto ligado a la memoria intergeneracional que poco tiene que ver ya con Eliade, casi leo las imágenes de Núñez como metáforas del hecho de que retrocederemos a experimentar en nuestras carnes lo que vivieron nuestros abuelos. El principio nace del final. O el origen siempre regresa pese a que nos encontremos en la última expiración de oxígeno que nos permite el camino.

No sé si esto era lo que ocupó a mi padre los últimos años de su vida. Obsesionado como estaba con el final de su existencia, pintó una larguísima serie de piezas que denominó Alfa y Omega, sobre las que no le pregunté. No entiendo por qué. Quizás me aterraban sus miedos, que son los míos.

Resulta forzoso, reitero, analizar cómo esta disyuntiva entre principio y fin se revela en casi toda la obra en vídeo de Marina Núñez. Una poética que se agudiza y carga cuando interviene sobre la memoria de otros y otras, quienes poblaron la Tierra antes de nosotras. Los que ya no están se cuelan en la superficie porosa de aquellos objetos que les pertenecieron, con los que convivieron y que en algunos casos cambiaron su estatus para ser coleccionados, para ser atesorados como “objetos otros” en un proceso de semioforización analizado desde André Malraux a Krzyztof Pomian.[2] No es la primera vez que la artista palentina trabaja sobre colecciones, incluso no es primeriza en intervenir en espacios patrimoniales –ahí están sus proyectos en la Catedral de Burgos (Tinieblas y luz, 2008) o en el Museo Thyssen-Bornemisza (Vanitas, 2021, Rocío de la Villa, comisaria). Pero sí resulta esta una ocasión especial porque el Museo Lázaro Galdiano, la institución que acoge la última muestra de Marina Núñez, es caso aparte.

 

          

Intervenciones en la Catedral de Burgos (2008) y el Museo Thyssen-Bornemisza (2021).

 

Nada es tan profundo como la piel es el título de este proyecto de intervenciones: se sirve de la conocida frase de Paul Valéry en la que el autor francés ponía en evidencia que la epidermis nos conecta con el entorno y los objetos que nos rodean. La superficie no es el reverso de lo profundo, ni su contrario. Sobre lo más profundo, en la piel, vaga la intuición poética pudiendo llegar a conocimientos que la razón no alcanza, como defendiera Henri Bergson.[3] En este proyecto, obras especialmente creadas para la ocasión que debemos entender como site specific, se posan en la superficie –que es forma y constitución- de las colecciones del Lázaro Galdiano; se apropian de la noción misma de museo de arte y de colección como una fórmula que redimensiona su sentido al proponer modelos museográficos alternativos: trabajan con un espacio connotado tanto por la arquitectura como por los elementos y dispositivos que lo entretejen y habitan.[4]

José Lázaro Galdiano (1862-1947) atesoró sus colecciones en sucesivas tandas cuya diferencia estriba en el lugar donde residió a lo largo de su vida: Barcelona, Madrid, París y Nueva York. Arrancó su colección en Barcelona hacia el año 1888 concluyéndola tras su fallecimiento, profesando, junto a su mujer Paula Florido y Toledo (1856-1932), una manera enciclopédica y clásica de concebirla: adquirieron todo tipo de piezas, libros, pinturas, platería, armería, tejidos, esculturas, obra gráfica, miniaturas, cerámica y porcelana, numismática, bronces, mobiliario o esmaltes y marfiles. Este empresario e historiador navarro y su esposa argentina alojaron estos fondos en un palacio construido expresamente para tal fin, Parque Florido (1908), el edificio que atesoró su legado y que ocupa el actual museo que lleva el nombre de José. A su muerte, Lázaro Galdiano donó al pueblo español su colección artística, compuesta por más de 12.000 piezas, y su biblioteca de unos 20.000 volúmenes.

Afirmo que estas colecciones son caso aparte respecto a otros museos en los que ha intervenido Marina Núñez, porque en su origen fueron entendidas como Gesamkunstwerk, una obra de arte total, en la línea de los gabinetes de curiosidades o los studiolos del Renacimiento europeo. También es cierto que tras el fallecimiento de los coleccionistas, sus piezas se museificaron y presentaron siguiendo fórmulas consensuadas de exposición, siendo desechada la idea de que fuera una casa museo. Pese a ello, algunas piezas siguen colgando en el mismo espacio que decidió la pareja, como por ejemplo el retrato de la escritora Gertrudis Gómez de Avellaneda (1857) obra de Federico de Madrazo, que podemos disfrutar hoy en la sala central, una especie de elegante distribuidor que en origen desempeñaba la función de salón de baile, razón por la que tiene excelente acústica. [5]

La profusión decorativa fue un rasgo de los hogares burgueses de finales del siglo XIX que analizaría Walter Benjamin en su ensayo “Luis Felipe o el interior”, al ser el lugar privado el que protegía de “las ilusiones” del exterior, un universo que reunía “la lejanía y el pasado”.[6] Un espacio teatral con zonas semipúblicas en el que actuaban los pares invitados por Lázaro y Florido. Creo que subyace en estos coleccionistas enciclopédicos del siglo XIX, y obviamente en José Lázaro y Paula Florido, una práctica similar a la del coleccionista de la Wunderkammern de la Edad Moderna, aunque el ensayo citado de Benjamin no camina en este sentido,:

El coleccionista es el verdadero inquilino del interior. Hace asunto suyo transfigurar las cosas. Le cae en suerte la tarea de Sísifo de quitarle a las cosas, poseyéndolas, su carácter de mercancía. Pero les presta únicamente el valor de su afición en lugar del valor de uso.[7]

José Lázaro, no obstante, ideó ya en 1903 una solución alternativa para democratizar al menos la posesión de estos objetos en su huella fotográfica: la emisión de un conjunto de tarjetas coleccionables. Esto nos da idea de su preocupación social y de la atención que ponía a que el arte pudiera llegar a cuanta más gente mejor:

Como todo lo privado, [esta colección] no es tan conocida como debiera, y sólo los amigos del propietario, las personas de gusto refinado, la sociedad española de excursiones y muchos extranjeros, que por medio de los representantes diplomáticos de sus naciones respectivas obtienen el permiso necesario, la han visitado y podido admirar los tesoros que encierra.[8]

Lázaro Galdiano desde el punto de vista artístico no fue un hombre moderno. Obvió el estilo ornamental por antonomasia de su época, el Art Nouveau (es preciso subrayar que además había residido en Barcelona a finales del XIX), pero también lo neoplateresco que, por cierto, le irritaba mucho. Eran los estilos que resultaban por entonces especialmente efectivos para ocultar las flamantes estructuras en hierro y cemento con las que se construía.[9] El navarro se decantaba por releer el neoclasicismo de Villanueva, si bien como veremos sus programas decorativos derivan de la tradición ochocentista en una clara fórmula de resistencia ante la invasión de los objetos manufacturados que aportaba el avance industrial.

Lázaro y Florido construyen, como he indicado, una Gesamtkunstwerk que traba arquitectura, artesanía y arte y que marca su “distinción”; diseñaron para cada rincón de su casa el ornamento y el programa decorativo como un aspecto parlante y narrativo de este edificio que lo diferencia y lo individualiza; lo preñaron de símbolos y atributos ligados a sus dueños que pueden ser leídos por sus invitados pasados y presentes. Por ejemplo, Lázaro eligió como programa decorativo para su despacho unas pinturas que representan el Olimpo de la Sabiduría, citando explícitamente lo relevante que era para él la Ilustración y, concretamente, Gaspar Melchor de Jovellanos.[10] Y ahí es donde este edificio se muestra como una arquitectura del ochocientos contrastando con las propuestas arquitectónicas internacionales de vanguardia que estaban a punto de llegar: ante la simplicidad y la desnudez de los elementos sustentados y sustentantes, el ornamento que tanto gustaba al coleccionista había entrado en crisis. La decoración se consideró un exceso, una amenaza a la forma “pura” en el tránsito de las fórmulas de producción artesanas a las industriales. Este fue el objeto de análisis del arquitecto Adolf Loos en Ornamento y Delito que publica en 1908, el mismo año que Lázaro y Florido erigen su palacete madrileño. Cuando Loos arremete contra los elementos que ocultan las formas elementales de los materiales y la estructura arquitectónica, está asimismo defendiendo una autoría única, la autonomía creativa que reivindica mantenerse libre de injerencias del comitente. El arquitecto, y sólo el arquitecto, es el autor del encargo. Cualquier elemento que se añada a posteriori es portátil y perfectamente prescindible. De hecho, es el intérprete de las necesidades vitales de quien morará en las estancias, asumiendo un cierto rol de pater familias. No obstante ese papel mediador que el arquitecto ejerce entre el hogar y su dueño es un truco de prestidigitador que aboga por espacios despersonalizados de pulsiones, llegando incluso a definir el mobiliario, marcando sus posibilidades de uso y los tempos vitales de quienes habitan la casa. Si comparamos a Loos con Lázaro y Florido, lo que para uno es superfluo -aventurémonos a decir degenerado-, para otros es signo identitario, retrato mismo. Loos obviaba, como tantea Hal Foster, que “todo el diseño se refiere al deseo”.[11]

 

José Lázaro Galdiano y Paula Florido

 

En los hogares burgueses eran las mujeres las encargadas de hacer el espacio habitable, de personalizarlo y distinguirlo dentro de la separación en esferas que las condenaba al ámbito de lo privado. Si nos vamos más atrás, al Renacimiento, son numerosas las mecenas que como Isabel de Hungría encargaban los programas iconográficos tras haberlos definido y diseñado, dándoselos masticados al mismísimo Tiziano.[12] El papel de Paula Florido tanto como diseñadora de espacios como coleccionista, ha sido estudiado recientemente -si seguimos su testamento participó de forma constante en la construcción y alhajamiento del palacete madrileño-.[13] Es a las mujeres burguesas, por tanto, a las que fundamentalmente Loos substrae el territorio. Les quita de un moderno zarpazo una de sus escasas tareas encomendadas. A las muchachas casaderas se las enseñaba a dibujar y a bordar, no a coser: eso era para las “modistillas” que generaban patrones, estructuras, que después podían adornarse. Estas burguesas eran especialistas en la epidermis de la casa, en tenerla a la moda de las revistas ilustradas participando de lo nuevo como propuesta cardinal del ochocientos. Las burguesas del XIX construyen para el afuera su “reino” como un espacio armónico y sin tensiones; son el ángel del hogar, ingrávido, dócil y manejable que levita sobre las cosas. De nuevo subrayo que lo ornamental es una traducción de lo personal. Aunque las hay que se escapan parcialmente de ese rol (sin duda es el caso de Paula Florido, económicamente independiente de su marido).

Resulta llamativo que Benjamin en su ensayo sobre el interior no cite a estas amas de casa burguesas que organizan encuentros sociales, adquieren cuadros, bibelots, lujosas alfombras, mobiliario, coleccionan abanicos, bordan cojines y eligen a juego las sedas de cortinajes y sillones.[14] Muchas artistas del XIX, de hecho, trasladaron estos conocimientos domésticos al ámbito profesional o semiprofesional especializándose en artes decorativas –algunos de los objetos que hoy coleccionamos, que Lázaro y Florido atesoraron, están diseñados o confeccionados por manos femeninas anónimas. Para el filósofo berlinés ellas no existieron, son sujetos omitidos o habitan en las sombras de lo no dicho. Benjamin describe el interior como el “estuche” del hombre, pero no dice nada de que es la jaula de oro de las burguesas. La suerte es que ellas ya estaban preparando su vía de escape: la educación, la profesionalización o la independencia económica estaban llegando para las pioneras, si bien aún quedarían décadas para que estos casos extraordinarios se convirtieran en norma. La misma industrialización, la modernización que empuja a Loos a cargar contra la artesanía de lo ornamental, abre la puerta de la calle y las lanza fuera.

Cuando se construye Parque Florido, las burguesas acomodadas decoraban el hogar pero también formaban parte de su ornamentación, eran elemento recamado, una mercancía más para el adorno en ese delirio del patriarcado que eran la casa y los roles dentro de ella. “La esperanza nos es dada gracias a los desesperados”, y cito de nuevo a Benjamin. De esa desesperación y de la autoconciencia de género nacerían los movimientos de autodeterminación femenina y feminista.

Este es el especial contexto en el que ha intervenido Marina Núñez proponiendo un cambio temporal del programa artístico y decorativo del palacio, si bien pasado por las reordenaciones posteriores que lo convirtieron en museo a partir de los años 50. Cuando nos planteamos hace cuatro años la posibilidad de llevar a cabo esta exposición lo peliagudo fue seleccionar los espacios sobre los que trabajar porque partíamos de una idea básica, y era el respeto hacia la selecta colección de obras de arte que habían adquirido paciente y apasionadamente Lázaro y Florido. Queríamos llevar a cabo actuaciones respetuosas en las que las piezas de los grandes maestros mantengan su centralidad y no pierdan en ningún momento ni su visibilidad ni su protagonismo. Es preciso recordar que el volumen de los tesoros de este museo provoca que su museografía abunde en un cierto horror vacui que se suma al profuso programa decorativo de frescos, carpinterías, molduras, vidrieras o suelos de marquetería. El horror vacui es un concepto barroco que Eugenio D’Ors no aplicaba a un momento histórico concreto sino “a cierta perversión del gusto” que obedece a la espontaneidad de la naturaleza, pero también ligado a lo femenino, imaginamos que por su conexión con lo ornamental.[15]

 

 

Recibidor de Parque Florido (1920)

 

La coherencia de las colecciones y su disposición resolvió que trabajáramos en varios ámbitos del museo: salón de baile (sala 12), la zona privada de los antiguos dormitorios (actualmente sala de la pintura flamenca de los siglos XV al XVII, sala 17), comedor de gala (sala 11), salón de honor (arte español de los siglos XV y XVI o sala 7), el antiguo recibidor (sala 9) y sala pórtico o zaguán (atrio acristalado que hoy acoge las armaduras).

Marina Núñez se sirve del ornamento, estilema propio de un pasado pre-industrial con el que Parque Florido aún comulga. Una decisión que construye un nuevo imaginario, y que, como veremos, además posee connotaciones políticas que atañen al papel de las mujeres en el imaginario colectivo y en la historia del arte, manteniendo así coherencia conceptual y temática con sus primeros trabajos de los años 90. Vamos a recorrer las salas del museo que acogen su intervención.

Salón de baile (actual Sala 12). Este espacio, el primero al que se accede en la primera planta del museo y arranque de nuestro proyecto, fue el lugar en el que se escenificaron las fiestas y encuentros sociales de la casa. Con una decoración neorrenacentista, Ornamento interviene en la marquetería artesanal del suelo de diseño único. La artista ha trasmutado este espacio público convirtiéndolo simbólicamente en el más privado, el dormitorio, o el más alejado de la vida, la tumba. A modo de trampantojo, aparecen unas mujeres bajo un sudario. Están cubiertas por un velo de gran densidad recamado con un patrón de flores dorado, que, no obstante, perfila perfectamente sus cuerpos. En ocasiones, un miembro, un brazo o un pie, se escapan de la cobertura mostrando que su piel es igualmente encaje vegetal –quizás no son cadáveres y sólo están dormidas-. Enterradas bajo el ornamento que ha definido su feminidad están huecas, son ornato en sí, pero sobreviven reivindicando que su piel es también armazón, exoesqueleto. La escritora antiesclavista Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814-1873) cuyo retrato cuelga en la misma sala, las mira apoderándose de un espacio y un tiempo en el que ella es más que parte del decorado de un palacete burgués. Para estas mujeres, como para la escritora romántica, manto y carne son la misma cosa que está ligada al concepto de lo infinito que culebrea entre sus pliegues. Flotan estas mujeres fallecidas o durmientes de Marina Núñez sobre la geometría del pavimento y su plantilla decorativa. Colgada Gertrudis en la pared su presencia hace que recordemos su nombre, su obra; no es un retrato anónimo femenino, como otros tantos.

Salón de honor (actual sala 7). Este espacio, dedicado al arte español de los siglos XV y XVI es una de los que denotan mayor horror vacui, tanto entonces como ahora; está repleto de referencias de techo a suelo, esculturas, profusa ornamentación en paredes, dinteles, puertas y molduras…, ocupado el centro además por una gran vitrina museográfica. La sala sólo ofrecía cuando llegamos un elemento que desnudaba su fría funcionalidad: las persianas francesas que se traslucen tras los grandes ventanales. Y decidimos ahondar en la llaga y cargar aún más el espacio colocando a modo de estores a Botánica.

Son gigantes rostros femeninos que carecen de cabellos, como maniquíes de tienda de moda. De su piel de encaje brotan unas formas esféricas que parecen perlas pero que en realidad son esporas o huevos dentro de los cuales nacen plantas. Me recuerdan estas obras a los jarrones que acogen mundos, las tempestades de sus Naturalezas muertas (oleaje y tornado) de 2022. Estos rostros reverdecidos son receptáculo, son herbarios en sí. Como Christine Buci-Glucksmann recuerda releyendo a Levi-Strauss, el ornamento facial de algunas tribus, como las de las mujeres caduveas “no se reduce a ser un suplemento, ya que altera la estructura”.[16] Y aquí estas esporas son estructurales, nacen de dentro y se expanden bellas por la dermis generando más vida.

En estas dos piezas, la artista defiende que “lo simbólico afecta a lo real, el arte a la vida” y para ello hace nacer de la representación de las flores que muestran los encajes, la vegetación real que, paradójicamente, es de nuevo otra representación.

Comedor de Gala: Dos grandes Vírgenes Inmaculadas de Claudio Coello y Miguel Jacinto Meléndez flotan sobre sendas consolas de madera y mármol. Otras dos consolas ocupan simétricamente el resto de esquinas del antiguo comedor. Son los cuatro muebles elegidos para que se posen, también flotando en la transparencia de sus cristales, las mujeres aire/agua de Marina Núñez, la serie de piezas titulada Historia natural; les responden a lo alto esas iconografías religiosas “preñadas” de virginidad. Con luz propia inundan ingrávidas su mundo que es al tiempo un macro y micro cosmos conformados por máquinas y engranajes, virus, una radiolaria (un tipo de protista) que flotan como plancton en los océanos, neuronas y distintas plantas en un guiño a los modelos cosmológicos de los siglos XVI y XVII.

Los antiguos dormitorios son la actual sala 17; están dedicados a la pintura flamenca de los siglos XV al XVII. En este caso la artista ha creado unas dríades ingrávidas sobre pan de oro (con el título Gótico) que se mezclan entre las vírgenes flamencas de pequeño formato, piezas de devoción antes de convertirse en semióforos, en obras de arte. Flotan bajo un manto rojo a través del cual se escapan sus largos cabellos ensortijados. La cabellera femenina ha sido, como estudió en su momento Erika Bornay, símbolo femenino sexual y de fertilidad. También fue profusamente analizada y representada por Marina Núñez en su pintura de principios de los años 90, estudiando cómo la cabellera ha sido a lo largo de la historia demonizada y censurada, cuando no utilizada como castigo – pensemos en el caso de las rapadas de la Guerra Civil española y de la Segunda Guerra Mundial.[17] Por ello en numerosas culturas el cabello se oculta bajo velos y tocas que en los casos más extremos llega a cubrir el cuerpo totalmente, como les ocurre a estas ninfas del Museo Lázaro Galdiano. Pero bajo su velo rojo, el color de las pasiones desatadas, se escapan en un sentido telúrico: sus cabellos/hierba tienen vida propia y ejercen a su modo el papel de unas alas al tiempo que unas fuertes raíces desenraizadas ocupan el lugar de los pies y permiten que entendamos que se trata de mujeres/árbol capaces de perder su peso y volar sobre un espacio dorado de connotaciones místicas. Son formas que vuelan en lugar de figuras que pesan. Como las brujas.

En la misma sala cuelgan unos bajorrelieves en latón que representan unas manos femeninas que prefieren simular en su articulación que son plantas hasta el punto de que se produce una asimilación y acaban siendo terreno abonado para que de ellas nazcan flores o frutos (Envidia).

 

Antiguo recibidor (actual sala 9): Este espacio está dedicado en el museo a los retratos femeninos de la colección (La imagen femenina en los siglos XVI y XVII). Centran el recibidor unos delicados relicarios/busto de santas –criaturas celestiales de doradas y largas cabelleras- y en las paredes cuelgan el posible retrato de Eleonora de Médici de Sofonisba Anguissola, pintora del rey Felipe II, o un retrato renacentista de la Duquesa de Medinaceli. La mitología greco-latina fue una fuente fundamental para la generación del relato renacentista y de sus simbolismos encubiertos. Presiden este espacio dos Dafnes en grisalla que ocupan el lugar del Anguissola en préstamo temporal. Ya tocadas por Apolo, estas mujeres han iniciado su transición vegetal; de perfil, siguiendo la tradición del retrato quattrocentista, una se transmuta en repollo chino vistiéndose sus cabellos de hojas que acaban en un pico corto, la otra deja ver cómo sus ramificaciones cerebrales son en sí herbóreas, siendo superficie y profundidad a un tiempo.

Zaguán o Sala Pórtico. Acabamos la visita paradójicamente en el pórtico, la entrada original del palacio. Marina Núñez ha creado unos vídeos, Las herboristas, que se entretejen con las armaduras historicistas que José Lázaro compró en el siglo XIX. El espacio originalmente está acristalado, lo que comunica el interior del museo con los jardines del museo. Tapados los ventanales, en su lugar sitúa Marina Núñez cinco pantallas con imagen en movimiento. Son lugares ambiguos ya que muestran un aquí (jardín botánico) y un allá (espacio oscuro que nos es desconocido y quizás aventurado) separados por unos ornamentados arcos que son tanto arquitectura como arboledas. En este sentido se hace referencia al mito clásico de la cabaña primitiva –de nuevo una llamada al origen-, y guiños a los ventanales de los óleos de los primitivos flamencos que pueblan el museo, o a otros, como la Virgen del Canciller Rolin de Jan van Eyck, que sin estar en la colección ha influido tanto a la artista.

En el jardín pasean hacia algún sitio fuera de nuestro campo de visión las herboristas; estas mujeres controlan su territorio deambulando sobre baldosas que acogen flores, un semillero que protege el futuro del mundo (recordemos que ajenas a la ciencia académica, las fitoterapeutas han sido tradicionalmente perseguidas y maltratadas; eran consideradas brujas o denostando su conocimiento se las calificaba de curanderas). Su piel, al igual que su manto –de nuevo referencia a los velos femeninos traslúcidos de la pintura de los siglos XV al XVII-, posee idéntica textura de encajes dorados con motivos decorativos vegetales, si bien no sabemos dónde empieza una y acaba el otro. Los mantos son etéreos, como si fueran un fantasmal eco que sigue recorriendo el jardín como en un mantra. Son ellas mismas flores, el patrón fractal del paisaje que recorre una epidermis que atraviesa traslúcida su cuerpo hueco. Se mimetizan con su mundo, sus identidades se relacionan con su entorno siendo uno y mismo de forma similar a los personajes femeninos que poblaban el proyecto Inmersión de Marina Núñez en la sala Puertas de Castilla de Murcia (2019, comisariado por Pablo Sandoval y Daniel Soriano).

 

Fotograma de Inmersión (2019)

 

Estos jardines carecen de portones porque las necesidades defensivas están cubiertas. Tras los arcos pasan, en dirección contraria y en una fila interminable y regular, otras mujeres. Estas defienden el jardín botánico y a las herboristas portando una cota de malla que es su propia epidermis. Contrastan con las armaduras ornamentadas del espacio, una dureza asociada al material, que no es más que piel metálica. No obstante, estas armaduras historicistas con esos escarpines en larga punta y su superficie profusamente recamada con frutos y flores, no podrían proteger a nadie, si bien se colocaron desde un inicio entre ventanas como guardianes del edificio.

 

A modo de coda. La intervención de Marina Núñez en las colecciones de la calle Serrano no sólo rechaza el discurso de Adolf Loos sino que propone una personal gramática del ornamento considerado como necesario. Estas piezas, generadas con software 3d y utilizando por primera vez en algunos detalles de ciertas obras una IA (Inteligencia artificial), suponen una vuelta de tuerca, ejemplos de la actual producción post-industrial. Conversan, activan las naturalezas muertas, las pinturas religiosas –fundamentalmente madonnas generadas en el tránsito del Gótico al Renacimiento-, la arquitectura de principios de siglo XX de Francisco Borrás -concretamente el salón de baile, corazón del palacio desde el que se articula el museo-, y los restos de enfrentamientos bélicos (estas armaduras tenían un papel teatral tanto cuando se produjeron como cuando se recrearon en el siglo XIX y se convirtieron en semióforos expuestos). También subraya el proyecto las fórmulas museográficas que, pese a haberse “domesticado” en los años 50 tras la donación al Estado, partían en la disposición de los objetos en el espacio de la tradición de los gabinetes de pinturas de los siglos XVII y XVIII, es decir un muro convertido en un cluster hanging.[18]

Por otra parte, siguiendo el discurso de sus últimos trabajos (Puertas de Castilla, 2019; Museo Thyssen, 2021) Marina Núñez traza valores provenientes de las poéticas ecologistas que entienden que los seres humanos somos naturaleza; que nuestro entorno, el planeta, no es algo ajeno a saquear. Y aquí lo traba con el concepto ornamento como algo no epidérmico, sino estructural. Se trata de una ecología que siente una cierta nostalgia por los orígenes, por una época en la que los seres humanos tenían una relación de pertenencia con la naturaleza, tan lejos de la suicida explotación actual. La artista defiende que la naturaleza no es lo otro sino lo mismo retomando el topos de la oposición de la historia del arte entre naturaleza y artificio, que sin duda pone en cuestión. Así evidencia la condición orgánica del ser humano y su fragilidad; que sus pieles, sus cuerpos, pertenecen al contexto en su materialidad.

Y lo hace con cuerpos femeninos.[19]

 

Fotograma de Naturaleza (montaña) (2019)

 

[1] Una idea tomada del pensamiento oriental y cuya historia recorre con una corriente oculta el pensamiento Occidental desde sus orígenes hasta los grandes epígonos del XIX, como Schopenhauer o Nietzsche. En todo caso, “Quid est quod fuit? Quod futurum est / ¿Qué es lo que fue? Lo que habrá de ser”. Así lo expresa el Eclesiastés en la versión de san Jerónimo. Vid. Mircea Eliade, El mito del eterno retorno, Madrid, Alianza Editorial, 1979.

[2] Vid. Malraux, André, Le musée imaginaire, París, Gallimard, 1965. Krzysztof Pomian, Collectionneurs, amateurs et curieux. Paris-Venise, XVe-XVIIIe siècle, París, Gallimard, 1987.

[3] Lo verificable de la investigación científica y lo cualitativo y creativo de las Artes y Humanidades son dos fórmulas paralelas que a veces se entrecruzan a la hora de interpretar el mundo. Es el tipo de conocimiento que defendemos desde los estudios académicos de Bellas Artes.

[4] Los museos son instituciones de carácter permanente que adquieren, conservan, investigan, comunican y exhiben conjuntos y colecciones de valor histórico y artístico. La idea de la colección permanente como temporal –una colección en continua transformación- ha ido ganando fuerza desde principios del milenio cuando la Tate Modern de Londres generó un cambio de paradigma museográfico. Esta concepción de la museografía como un relato dentro de posibles discursos influyó en las más importantes colecciones de museos históricos y artísticos, que subscribieron poco a poco sus fórmulas inéditas. No obstante, hay museos que no pueden crecer debido a su origen, como la colección de José Lázaro. Su reactivación no puede provenir de dentro, de cambios en unas recetas de exposición que son intrínsecas a su sentido como conjunto inalienable, sino de fuera. Algunos artistas de las neovanguardias, fundamentalmente aquellos ligados al conceptual y a la crítica institucional, se habían adelantado a las propuestas británicas de Nick Serota. Siguiendo esta estela, si bien con planteamientos más ligados a un diálogo con las colecciones que con la institución misma, se encuentra el actual proyecto de Marina Núñez, o la feliz solución que en su momento encontró el artista salmantino Enrique Marty; una opción para una museografía que se transforma temporalmente.

[5] La biblioteca del coleccionista conserva dos álbumes de fotos, un reportaje de cómo se relacionaban los habitantes de la casa con los objetos coleccionados.

[6] Walter Benjamin, “Luis Felipe o el interior”, en Iluminaciones II, Madrid, Taurus, 1972, p. 182

[7] Ibíd.,  p. 183.

[8] José María Aguirre “Cien obras artísticas propiedad del señor Lázaro”, revista El coleccionista de tarjetas postales, marzo de 1902 (Cit. en Jesusa Vega, “Por amor al arte: José Lázaro coleccionista”, Goya, 330 (2010), pp. 68-89.

[9] Un momento fundamental para el modernismo catalán fue la Exposición Universal de Barcelona en 1888 – pensemos que Lázaro Galdiano no abandonaría la ciudad hasta el año siguiente. Tampoco era afín el coleccionista a los gustos madrileños del momento. Según la profesora Vega, José Lázaro vetó la fachada de decoración neo-plateresca diseñada por José Urioste para el Palacio de Parque Florido. Ibíd.

[10] Jesusa Vega, Op. Cit.

[11] Vid. en este sentido el análisis de Hal Foster del texto de Adolf Loos en Diseño y Delito y otras diatribas, Madrid, Akal, 2002, pp. 13-26.

[12] Vid. Isabel Tejeda, “Las Furias. De Tiziano a Ribera”, en M-arte y Cultura Visual, 8 (marzo 2014), pp. 303-307.

[13] Cit. en Ana María Peppino Barale, “Paula Florido y Toledo; identidad relegada”, Fuentes Humanísticas, 42 (2011), p. 28. Según Letizia Arbeteta, Paula Florido “tuvo un papel decisivo en la formación de varias colecciones, como las de pintura inglesa, la de encajes, la de abanicos, los pequeños objetos en piedras duras y otras”: Letizia Arbeteta, El arte de la joyería en la Colección Lázaro Galdiano [exposición], Madrid, Caja Segovia, Obra Social y Cultural, 2003, p. 10.

[14] En recientes visitas a los palacios de la Casa de Alba, Liria y Monterrey, me ha sorprendido la cantidad de bibelots del siglo XX que pueblan estantes y muebles, así como la inexistencia de arte contemporáneo (más allá de una obra gráfica de Manolo Valdés en uno de los dormitorios salmantinos, por tratarse de una relectura del retrato pintado por Tiziano del Duque de Alba, Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel); una evidencia de que el coleccionismo y la distinción que éste conlleva si seguimos a Pierre Bourdieu son fruto del estudio, no se hereda. Vid. Pierre Bourdieu, La distinción. Criterios y bases sociales del gusto, Madrid, Taurus, 1988.

[15] Eugenio D’Ors, Lo barroco, Madrid, Aguilar, 1944, pp. 124 y 35.

[16] Christine Buci-Glucksmann, Philosophie de l’ornement. D’Orient en Occident, París, Galilée, 2008, p. 166.

[17] Erika Bornay, La cabellera femenina, un diálogo entre poesía y pintura, Madrid, Cátedra, 1994.

[18] Vid. Christine Bernier, L’art au musée. De l’œuvre à l’institution, París, L’Harmattan, 2002.

[19] Que no nos lleve a confusión. Esta conexión de seres humanos, representados por cuerpos femeninos, y naturaleza es ajena a las poéticas esencialistas del feminismo de la segunda ola.