Patricia Molins
Juegos de sombras
“Marina Núñez”, catálogo individual, Ed. Galería Alessandro Seno, Milán, 2000.

 

De los «cuerpos extraños» que Marina viene fabricando en sus cuadros, desde los bodegones con cabecitas en formol de su primera exposición a principios de los noventa, hasta los retratos de locas y monstruas posteriores, se ha dicho que cuestionan la noción de normalidad impuesta por unas taxonomías médicas y antropológicas cuando menos abusivas y arbitrarias, y sin embargo aceptadas e interiorizadas como si fueran naturales. Unas taxonomías que el arte, no lo olvidemos, ha contribuido poderosamente a difundir. Pero hay en estos cuerpos, en su representación, algo que también los hace extraños a la pintura o al menos a lo que ha venido considerándose la Vía Correcta de la pintura, es decir, la iniciada por las vanguardias.

Marina Nuñez confia en la tradición y en la pintura, en eso que ha llamado la «pintura pertinaz», y por eso la utiliza. Eso sí, le da la vuelta como si fuera un guante para mostrarnos otros aspectos en los que la tradición acaba por no reconocerse. Hay algo extraño en sus obras, incongruente, algo que debe ser localizado en la aparición de elementos que son familiares, tranquilizadores, y al mismo tiempo siniestros. Por supuesto, lo que es más siniestro es precisamente lo que debería resultamos familiar. Miren por ejemplo a esa mujer en cuclillas cubierta con una breve camiseta. Por cabeza tiene un craneo muy largo, y por cabellos un bloque de carne fibrosa. El pelo, esa excrecencia casi artificial que nos ha dado la naturaleza (a casi todos), ha sido un tema predilecto de Ios pintores para mostrarnos la esencia de lo femenino. Todo el complicado misterio y el peligro que oculta la mujer en su vientre se revela a través de un complejo peinado. Pensemos en Füssli y en sus mujeres, presas no se sabe si de sus alambicadas trenzas o de los monstruos que se abalanzan sobre su tripa. El peinado es el reverso de las vísceras, puesto que su maraña puede ordenarse, perfeccionarse, pertenece al terreno de lo visible e incluso de lo estético, mientras que las vísceras son amorfas, funcionales, y están ocultas. Pero no es esa rara excrecencia de la figura lo que nos sorprende – el arte y el cine ya nos tienen acostumbrados – sino la familaridad con la que posan, confiadas, ésta y las otras modelos de Marina, que suelen ser sus hermanas o sus amigas. Son mujeres reales, no abstracciones, pero la realidad, parece decirnos la artista, es también una construcción y a menudo una construcción engañosa.

Marina Nuñez ha jugado siempre con el simbolismo del pelo y de su ausencia. En la fotografía citada, como en su cuadro de una cyborg a medio terminar, el pelo prácticamente desaparece y cede todo el brillo, el color, la belleza, el protagonismo en suma, a las vísceras. Marina define a esa mujer inacabada como una cyborg. Sobre un fondo absolutamente negro su cuerpo blanco deja ver en el interior de su pecho, aún sin cerrar, una maraña de hilos de colores. Es un cyborg, un organismo cibernético, formado de sustancia pictórica, no mecánica. Marina defiende el arte como acto de comunicación, no como creación genial y solipsista. Con su obra habla de ella misma y de las mujeres, pero también de la pintura. ¿Será esa tripa una broma, una vuelta de tuerca, sobre la abstracción gestual, cuyas asociaciones masculinas son bien conocidas? Y el fondo negro. ¿no será una cita, un recuerdo del cuadrado negro sobre fondo blanco de Malevich, ése que fue bautizado como grado cero de la pintura? Se han subrayado a propósito de este último cuadro sus connotaciones sagradas religiosas. Incluso un autor ha explicado los cuatro lados como una referencia a las tres personas de la divinidad (padre, hijo, y espíritu santo) mas el arcángel expulsado, Lucifer.

Pues bien, si Malevich corrigió el dogma religioso para hacerlo mas completo, mas perfecto, Marina le corrige a él ahora por el mismo motivo. Utiliza el cuadrado negro como fondo (a veces, para más inri, utilizando un mantel como soporte) y le devuelve lo que Malevich había expulsado: la representación, al dibujar sobro esos fondos, con pintura metálica, unas cabezas transparentes en las que flotan espirales que tienen más de tripas que de pensamientos. Son también cyborgs en construcción, organismos cibernéticos con los que Marina reivindica el papel de la mujer como creadora y el de la pintura como representación. De la unión entre ambos elementos surge una nueva interpretación constructiva, no esencialista, y crítica, no sacralizadora del arte de la vanguardia. Pensemos en las bombíIIas y los filamentos eléctricos que Picabia bautizó como «filies nées sans mére», hijas nacidas sin madre, seres nacidos sólo de la imaginación «mascuIina» y no de la naturaleza «femenina». Los cuadros de Marina son el negativo de esas figuras de Picabia, y no sólo porque estén pintados en blanco o con pintura metálica sobre fondo negro. También porque esas cabezas son bombillas reales, que Marina ha fotografiado y trasladado al lienzo, bombillas huecas en las que flotan espirales luminosas que recuerdan de nuevo la confusión entre las vísceras y el cabello, unidos aquí en esos cerebros fantasmales.

En esa operación hay un acto que me parece de estricta justicia. Cuando se habló del cuadrado negro de Malevich como un grado cero de la pintura, Lissitzky explicó su teoria sobre la reversibilidad: el grado cero no era el final, sino el comienzo de algo nuevo. Después del cero podían por ejemplo venir los números negativos. En la obra de Marina ese principio de reversibilidad se aplica a la tradición modernista de la pintura, recogiendo tradiciones anteriores a ella pero también otras que el modernismo ha silenciado cuidadosamente, sin reconocer su deuda hacia ellas. Las cabezas bombilla de Marina son el reverso de las mujeres bujía de Picabia, pero esas figuras que dejan su arabesco luminoso sobre el negro recuerdan también a una figura, la bailarina Loïe Fuller, con la que se inicia a mi modo de ver algo que hoy ya es una tradición: el arte hecho por mujeres. SI la vanguardia manipuló el cuerpo femenino hasta hacerlo desaparecer o convertirlo en objeto, las mujeres surgieron como creadoras a través de la danza, un género en el que la obra creada y el sujeto creador se identifican. Sólo se ha reconocido sin embargo la aportación de lsadora Duncan, con su danza naturalista. Pero no la de Loïe Fuller, una americana que apareció en la Europa de fin de siglo deslumbrando a los artistas con su danza serpentina. Ella se movía por un escenario negro, en el que sólo se vela la espiral luminosa trazada por su movimiento gracias a un sistema de iluminación electrica inventado por ella. No sé si Marina Nuñez la conoce, y por tanto si esos arabescos de luz que dibuja en estos cuadrados negros le deben algo. Pero si sé que Picabia la conoció y que incluso, mucho antes de que dibujara sus bujías, Apollinaire le sugirió que dejara la pintura y aprendiera algo de Loïe Fuller, de sus juegos de luz. Esos juegos en los que Marina Núñez sigue enredada, empeñada en mostrarnos sus entresijos y sus sombras.