Marina Núñez
Jackson Pollock y las máquinas de dibujar
En Gómez Molina (coord.): «Las estrategias del dibujo en el arte contemporáneo», Ed. Cátedra 1999, pp. 443-477.
«Sí, el Pintor en Acción… un artista prometeico ebrio de emoción y cargado de pintura que se precipitaba con sus pinceles sobre el lienzo como si de un combate cuerpo a cuerpo con el Hado se tratara. ¡Ahí, ahí!…¡ahí… en esos brochazos dados furiosamente sobre la tela, en esas salpicaduras de subconsciente liberado, se puede ver la mismísima emoción del artista, todavía con vida… en el producto acabado.» 1
Esta descripción se ajusta con exactitud a la imagen heroica y apasionante que las fotografías de Hans Namuth nos ofrecen de Jackson Pollock (1912-56), el más celebrado pintor americano.
En su estudio-pajar, rodeado de un abigarramiento de cuadros ya pintados, rollos de lienzo, montones de botes llenos pintura o pinceles, escaleras, taburetes y estanterías, el centro de la estancia queda despejado para extender en el suelo un enorme lienzo blanco sobre el que Pollock volcará sus energías. Vestido de negro, con un vaquero y una camiseta de manga corta, un cubo de óleo mezclado con aguarrás en una mano y un palo o pincel en la otra, totalmente concentrado, Pollock se inclina sobre la tela, pisándola cuando es necesario, para arrojar sobre ella, con movimientos precisos y un tanto espasmódicos, sus famosos goteos de pintura. Dependiendo de la rapidez y recorridos de su mano, surgen líneas, charcos, gotas, que van formando una maraña fluida. En ocasiones se retira para contemplar la imagen, rodea el lienzo, reflexiona el tiempo necesario -minutos, a veces días-, y cuando recupera la fuerza emotiva o la claridad de concepto que buscaba, ataca la obra en un nuevo arrebato pasional. Todo el trabajo, tan lleno de movimientos y de decisiones, tan convulsivo, da la impresión de ser física y mentalmente agotador. La intensidad de la acción queda reflejada en la pintura que, indisolublemente vinculada al proceso, efectivamente rememora la energía empleada y algún tipo de lucha librada en el interior de Pollock. (fig. 1)
Porque el modelo que sustenta esta representación es el yo profundo, y lo que resulta es la autorrevelación, la liberación de la subjetividad. La idea es que frente a las fuerzas externas de una sociedad alienadora en la que la razón coarta e impide aflorar la verdad de las personas, surge la necesidad interna, individual y libre. El gesto es una afirmación personal, cada línea una firma, huella de un proceso más emocional que intelectualizado por el que el artista se auto-descubre y se descubre ante nosotros.
De esta imagen del artista como cuerpo en acción, movido sobre todo por la mente no consciente y dejando en cada gesto rastros de su experiencia, de la que Jackson Pollock es el primer paradigma, surgen múltiples herederos que retoman con distintos grados de admiración e ironía uno u otro aspecto de su obra. No se trata de una influencia sólo formal o estilística, es la actitud de Pollock lo que reaparece: su noción de la pintura, más allá de su tradición de objeto de arte autónomo, como arena de la acción, como soporte de la actividad catártica del artista, como acto de autodescubrimiento.
El accionismo vienés de comienzos de los 60 recoge la parte más violenta. Se podría decir que rescata esa imagen del Pollock de mediados de los 50, borracho furioso en el bar newyorkino de los artistas, el Cedar, cuando, tras destrozar mesas y vasos, se sentaba repentinamente «y se ponía a jugar ostentosamente con los fragmentos cortantes, componiendo muy tranquilo dibujos mientras le goteaba la sangre de los dedos sobre la mesa» 2.
Con una idea más clara del arte como acto psicoterapeutico de liberación, una decisión más premeditada de dar rienda suelta a sus impulsos, una puesta en escena que recuerda a un ritual de sacrificio y una implicación en la acción que llega al estado de trance o auto-hipnosis, Hermann Nitsch, Otto Mühl o GünterBrus, entre otros, ya no sólo traducen el exceso de energía en pinceladas bruscas, «sino que convierten el proceso psico-físico de pintar en una actividad cuasi-criminal» 3.
«Permanezco sin hacer nada ante la superficie vacía hasta que noto un exceso de energía dentro de mí y luego salto al cuadro. Entonces todo el infierno se desata y yo me enfurezco (…). Destrozo la superficie, su gloriosa blancura, y en el mismo movimiento destrozo el viejo orden, el mundo, lo conduzco hacia su ruina, aunque también se podría decir que hacia su perfección.» 4 El artista, convertido en un bárbaro capaz de castrar, mutilar y asesinar, pero también en un chamán en busca del éxtasis y la solución a los misterios, cae en un frenesí dionisíaco en el que perpetra las obras rodeado de cuchillos, tijeras, cuerdas, vendas, sangre y partes de animales en las acciones más alegóricas y sustitutos de productos de animales, como salsa de tomate o pintura, heces y orina falsas, en las más paródicas.
En Selbstbemalung (Auto-pintura, 1965), Brus se disuelve a sí mismo en su propia pintura. El espacio en el que la acción se desarrolla, el suelo o las telas, aunque resultan intervenidos, pierden su función como único soporte expresivo, ya que el cuerpo humano no va a ser sólo el catalizador de los impulsos compulsivos sino su víctima. (fig. 2)
Paul McCarthy, como los vieneses, implica a su cuerpo en aquellas de sus performances que tratan de pintura. Utiliza en ocasiones partes de su propio cuerpo como pincel (a la manera de Yves Klein pero sin instrumentalizar lo ajeno): su pene (1972), equiparando explícitamente los espasmos de la expresión masculina en las acciones expresionistas con eyaculaciones; su frente (1973), quizá como definición de la pintura, incluso la de apariencia más expresiva, como proceso conceptual; o su torso (1973), cuando se arrastra por el suelo de su estudio, empujando un recipiente de pintura blanca para hacer una amplia línea a través de la habitación, exagerando los tonos de masoquismo y auto-humillación de parte de la pintura de acción.
También retoma esa violencia que en Pollock aún permanece como tensión latente, y que en él ya se ha desbordado. En Whipping a Wall and a Window with Paint (Fustigando una Pared y una Ventana con Pintura, 1974) actúa como un poseso estrellando durante una hora una manta, impregnada en un cubo con una mezcla de pintura y aceite de coche, contra las paredes y el escaparate de un local. Los viandantes ven la acción desde la calle. Al final, su cuerpo y todo el espacio están manchados -pintados- y él, exhausto. (fig. 3)
Si es cierto que «en la obra de McCarthy, el cuerpo humano es preminentemente un cuerpo social, una metáfora para los sistemas y convenciones que definen nuestro mundo» y que «su control representa los mecanismos de control social; sus fronteras evocan las fronteras sociales, las distinciones y clasificaciones del orden jerárquico» 5, entonces volvemos a encontrarnos ante un acto de liberación visceral de la energía instintiva de un individuo que se resiste a ser domesticado. Lo cual no obsta para que en su obra sea evidente una clara parodia como crítica de la cultura popular y del arte culto. Más distanciado de sus acciones que los vieneses, McCarthy, a pesar de su comportamiento obsesivo, no se encuentra en trance, sino que representa premeditadamente un personaje entre absurdo y terrorífico, entre delirante y trágico, un clown que nos habla de los traumas y los abusos. «Su imaginería brutal lleva la firma compulsiva de la actividad del inconsciente, pero más que un dibujo automático, nos remite a un procedimiento teatral.» 6
La farsa se hace explícita en Painter (Pintor, 1995). En calzoncillos y bata de pintor, con unos enormes guantes de goma, peluca y narizota de payaso, y rodeado de pinceles, tubos de pintura y rodillos de tamaño desmesurado, McCarthy trabaja frenéticamente para producir cuadros típicos de la action painting, convirtiendo en ocasiones al enorme pincel en prolongación de su pene. (fig. 4) Las pinturas resultantes pueden ser consideradas como residuos de la parodia y comentarios irónicos sobre el expresionismo abstracto, pero al exponerlas en el MOMA junto a la caseta donde ha trabajado y el video del performance, les otorga un estatus incierto como obras de arte autónomas santificadas por la institución-arte.
Del paroxismo de violencia, a remakes más reposados. Algunos artistas rescatan a un Pollock rítmico y ágil que traza signos en el espacio. De hecho, aunque estropee en parte la leyenda, hay que reconocer que la idea de la violencia -que sin duda Pollock manejaba con soltura en su vida privada- en la realización de los famosos dripping la han propiciado las fotos de Namuth. Sus movimientos eran cuidadosos pero, » reduciendo la exposición de 1/25 a 1/50 de segundo, Namuth podía crear la ilusión de velocidad y energía impetuosa… un simple giro de muñeca para detener el flujo de pintura de un palo podía transformarse en un borrón rápido; un paso sobre el lienzo en ímpetu inspirado; un paso lateral torpe en una giga espontánea; una mirada fugaz en una mirada fija como de trance» 7.
El pintor japonés Kazuo Shiraga, que desde mediados de los 50 comienza a pintar con los pies o arrastrando su cuerpo por el barro, nos recuerda a un Pollock caligráfico: integra la tradición del dibujo/escritura, propia de su cultura, con la idea expresionista del gesto como firma del artista, como texto que describe su subjetividad.
Sujeto de una cuerda suspendida del techo, Shiraga, con los pies desnudos, danza sobre el lienzo arrastrando y repartiendo la pintura con movimientos rápidos cargados de ritmo. (fig. 5) La ejecución vertiginosa, los ademanes secos, la concentración profunda, el lienzo en el suelo, la fluida materia oleosa, recuerdan indiscutiblemente a Pollock, pero lo que quizá aparte a Shiraga del expresionismo abstracto es «una mayor previsión del efecto estructural a través de una ordenamiento rítmico» 8. Dicho de otro modo, si Pollock parece partir del caos y el accidente para configurar eventualmente una estructura compositiva que se va definiendo a lo largo de la misma acción, el baile marcial de Shiraga da la impresión de una concepción de la obra coherente y unitaria que garantiza a priori la armonía y que es capaz de asimilar en su guión cualquier improvisación.
Cuando McCarthy pinta con su pene o con un pincel que es como una prótesis que lo continúa y agranda, está haciendo una sátira de la fama de machista que arrastra el expresionismo abstracto; fama que no se debe tan sólo al desprecio, fanfarronería o violencia que solían emplear sus héroes con las mujeres, sino a que estos problemas de relación se hacían explícitos en su actitud ante la pintura misma.
Si la creatividad y la sexualidad masculina siempre se han relacionado, también el cuerpo femenino y el cuadro como objeto material han sido igualados metafóricamente: «La clásica relación del pintor con la pintura es una relación del hombre con la materia femenina. En la visión clásica, el hombre da la forma, y la mujer, que está del lado de la materia, la recibe. Un juego se establece entre la materia y la forma, entre el hombre y la mujer o el hombre y la pintura. (…) El hombre posee el instrumento, el pincel, que también tiene que ver con su relación con el pene.» 9
Pero además la actitud expresionista parece hablarnos, en concreto, de una sexualidad frustrada. «Mientras que en la pintura europea la seducción de la mujer acababa en una especie de consumación ideal en el estilo, con la pintura americana había siempre una impotencia sexual última que se manifestaba como violencia. Esto es lo que el expresionismo abstracto era para mí. Sexual hasta un cierto punto, más tarde violento contra la mujer porque no podías con ella. Era rabia contra deseos con los que no se podía negociar.» 10 La energía gestual es energía libidinal. La lucha contra el cuadro, los ataques representados en cada furiosa pincelada, exteriorizan un deseo de poderío, de control, los instintos animales proyectados en lo otro -la mujer, en este caso.
En este contexto se inscribe la acción de la artista fluxus Shigeko Kubota. En Vagina Painting (Pintura de la Vagina, 1965) Kubota sitúa un papel en el suelo y, en cuclillas sobre él, pinta con un pincel que sujeta con su vagina (fig. 6). «Moviéndose sobre el papel, hundía el pincel en pintura roja para producir una imagen gestual elocuente que exageraba los atributos sexuales y funciones corporales femeninas y redefinía la pintura de acción de acuerdo con los códigos de la anatomía femenina» 11. La sangre metafórica, por una lado, es una clara alusión al ciclo menstrual, una declaración de su intención de introducir la especificidad de su cuerpo y su deseo en un sistema que los ha maltratado y silenciado. Por otro, es una cita irónica sobre la violencia de los gestos expresivos de los hombres del expresionismo abstracto, el resultado visible del combate.
También Janine Antoni suele explorar en sus obras rituales corporales específicamente femeninos que insertan de forma insólita el género en los significados de sus obras.
En Loving Care (1993) revisa la pintura de acción interviniendo, como McCarthy, en un local en el que tan sólo se encuentran ella y un cubo de pintura (fig. 7). Sólo que en esta ocasión la pintura es tinte para el pelo de la marca Loving Care y el pincel va a ser su pelo, y así «convierte un ritual cotidiano femenino en un excéntrico comentario sobre el lugar de las mujeres en la pintura abstracta». 12 Antoni utiliza, una vez más, lo corporal como instrumento de resistencia frente al control social, que dicta qué deseos son lícitos y desprecia a un cuerpo en cuyas expresiones Antoni ve la posibilidad de trascender los límites de la racionalidad. Pero la furia histérica es desplazada por un movimiento lento y sensual, probablemente más placentero.
Apoyada en sus rodillas y manos, en una postura humillada que es también comentario de la abnegación femenina, traza gestos en el suelo, pero cambia la confrontación y la distancia por la cercanía y la caricia. En vez de atacar la superficie pictórica desde una posición segura y controladora -como la de Pollock por encima del cuadro-, la habita, se une a ella, la roza, la frota, resbala en cada sitio, al lado y no enfrente de ella. Ya no está en juego sólo la mirada, el ojo que objetifica y domina, sino el tacto, conservando el cuerpo toda la materialidad de la que la mirada lo despoja.
Descendiendo en la escala de furia y agresividad de las citas de Pollock, llegamos a una revisión realmente fría. En la obra de Art and Languaje, la convulsión se convierte en pura intelectualidad, y el azar en un juego de plantillas. Implicados en una revisión de sucesos claves del modernismo, a finales de los 70 comienzan una serie de cuadros que repasan críticamente momentos como el realismo socialista o la action painting, inquiriendo a la historia de la pintura sobre el significado de estas obras, pero haciéndolo desde la misma disciplina, en cuya renovada capacidad crítica, una vez aceptado el legado del conceptual, confían.
Genéricamente tituladas Portrait of V.I. Lenin with a Cap, in the Style of Jackson Pollock (Retrato de V.I. Lenin con Gorra al Estilo de Jackson Pollock), combinan un icono del realismo socialista con las pinturas de goteo de Pollock (fig. 8). Son cuadros de líneas que forman las clásicas marañas en las que casi siempre se vislumbra, por diferencias de color, una silueta de Lenin. Descritas como «un encuentro estilísticamente monstruoso entre las dos partes supuestamente antagónicas de un par cultural que se refuerza mutuamente» 13, estas pinturas atacan a la vez ambos estilos. Los ampulosos retratos oficiales propagandísticos del realismo socialista son despojados de todo su poder ideológico, ya que la circulación de la ideología depende de la apariencia de obviedad de sus mensajes, y unas imágenes que se mantienen con dificultades en el umbral de percepción obligan al espectador a ser consciente de sus esfuerzos por completar el significado. En cuanto al expresionismo abstracto, su utilización como emblema de la autenticidad y la libertad americana frente a la férrea disciplina soviética («demostración de libertad en un mundo en que la libertad connota una actitud política» 14), basada en la inmediatez y ausencia de control consciente -equiparado al control social- con que el artista supuestamente actúa, es desafiada con efectividad produciendo la misma apariencia con una técnica en absoluto espontánea: Art and Languaje utiliza bocetos previos y plantillas.
Pero si hay un acercamiento extraño a la obra típica del expresionismo abstracto, éste es el producido por algunas máquinas de dibujar. Los autómatas de Jean Tinguely, Rosemary Trockel y Rebecca Horn crean unos dibujos que mantienen esa apariencia gestual que hizo famosa la obra de Pollock. Es sin duda un suceso insólito, puesto que, en principio, mientras los expresionistas abstractos ponen en juego el cuerpo y el inconsciente, la pasión y los sueños, en un movimiento contra la razón que todo lo domina, la máquina es el cumplimiento de la razón instrumental. Su perfección técnica, su frialdad y su objetividad no pueden estar más alejados del ideal de subjetividad exacerbada que pone en juego la pintura de acción.
Como en la obra de Art and Languaje, formas similares a las que se llega por caminos tan disímiles deberían forzar alguna reflexión sobre las circunstancias que hacen posible tan escandalosa compatibilidad. Pero antes de intentar comprender la proximidad, insistamos en las diferencias.
El artista típico del expresionismo abstracto -Pollock, pongamos por caso- se ajusta perfectamente a la imagen que subyace en la idea romántica de que el arte es la expresión directa de la experiencia emocional individual, y tan sólo eso. Idea que potencia los conceptos de Genio e Inspiración y olvida que la creación del arte implica un lenguaje más o menos dependiente de unas convenciones y sistemas de notación dados, temporalmente definidos y heredados a través de la educación en los parámetros de una sociedad. Esta leyenda se centra en el artista, considerándolo una entidad aislada del contexto institucional, reforzando el mito humanista del Hombre Sin Clase, Universal. El personaje creativo del que hablan es ahistórico, eterno. Las manifestaciones o estilos de su obra cambian, pero la verdad del arte permanece.
La imagen del genio incluye sobre todo la idea de libertad, puesto que su excepcionalidad le hace incapaz de adecuarse a las formas de vida rutinarias ya establecidas, y se niega a ver su espontaneidad, signo de su verdad como individuo, domada por perversas influencias exteriores. No hay que olvidar, para entender el ansia de autonomía personal, que las experiencias históricas cercanas son la dominación fascista en gran parte de Europa y la creciente rigidez del comunismo en la Unión Soviética. «El arte es una paradoja sin leyes para atarlo. Las leyes siempre pueden ser violadas. Esto confunde a la mente pragmática. Pueden existir terminologías convencionales y designaciones comunes para los períodos, pero ninguna regla ata, ni a las sustancias materiales de las que el arte está hecho ni al proceso mental de su concepto. (…) No pertenezco a ningún partido, ni religión, ni escuela de pensamiento, ni institución. Siento la cruda libertad y mi propia identidad. (…) La libertad de la mente de un hombre para celebrar su propio sentimiento mediante una obra de arte es paralela a su revuelta social contra la esclavitud.» 15
Hombre deificado, el Creador se adentra en su propia existencia con la misma valentía que en su arte. Asume el riesgo en cada paso, pero tiene confianza en su propia fuerza imaginativa para vencer los numerosos e imprevisibles obstáculos. «El artista original deja lo conocido y el conocimiento detrás. Penetra hasta el punto de cero. Aquí es donde su condición exaltada comienza… Lo desconocido que confronta el artista al comienzo no le repele… Los artistas son únicos por su audacia y su inventiva.» 16
La aventura existencial que ocupa a nuestro héroe es la búsqueda de la propia identidad: «Lo que me interesa es que hoy los pintores no tienen que acudir a un tema fuera de sí mismos. La mayoría de los pintores modernos trabajan desde una fuente diferente. Trabajan desde dentro» 17. Los problemas pictóricos y sus resoluciones no son meros ejercicios formales, sino residuos magistrales de este cuestionamiento espiritual. En este sentido, arte y vida se equiparan. «La pintura y la escultura son la vida misma (para aquellos que las practican) y uno avanza según crece y experimenta la vida. Así que mi progreso es una cuestión de años -de una vida». 18 Indaga en sus sentimientos para encontrar autenticidad emocional, y reclama su derecho a darle al mundo respuestas plenamente subjetivas que no por ello serán menos trascendentes. La psicología del genio es tan interesante que cada expresión, cada gesto, porta la esencia del arte: «Su imaginación está intentando penetrar en los secretos metafísicos. En este sentido su arte se refiere a lo sublime.» 19
En cuanto a la máquina, si bien la técnica se ha considerado siempre una muestra de la capacidad de progreso del hombre, los autómatas, ingenios capaces de imitar las propiedades de la sustancia viva, cuya invención y construcción se remonta a Egipto o Bizancio, desde el principio se han asociado a prácticas un tanto diabólicas. «Mecanismos dotados de movimiento propio, son parte de un panorama que trasciende las esferas de la razón y la percepción común, apuntando a lo imposible y lo caprichoso. Estudiando el fenómeno del autómata desde la Edad Media hasta el Renacimiento, podemos notar que su existencia, entremezclada como está con la tradición de lo hermético y lo esotérico, con los experimentos alquémicos y las visiones rosacrucianas, corre paralela a la caza de brujas.» 20
Por su autonomía, el autómata representa «el sueño, el ideal, la utopía de la máquina (…). Su absoluta perfección medida en esta independencia que injerta en ella, de golpe, un valor antropomórfico o vital» 21. Pero es probablemente esta autosuficiencia, el hecho de no necesitar al hombre, de ser capaz incluso de simularlo, lo que provoca el vértigo y asusta a su creador.
Por eso en el XIX, la era de la industrialización, cuando la máquina realmente sustituye al hombre en el trabajo, la admiración confiada hacia el ingenio maravilloso concluye. La razón es razón instrumental, su producto ya no sirve al hombre, sino que contribuye al hecho social de su explotación. La técnica es repentinamente lo opuesto al hombre. «Es un hecho establecido que, en América y en Europa, el capitalismo, a través de su propia industria de cultura, ha estimulado continuamente la imaginación de la gente con la sugerencia de una maquinaria autoritaria superior a ellos. Cuando ya no pudo ser humanizada, la maquinaria fue demonizada. Y ya que el hecho de la máquina como causa del exceso de producción social prevaleciente fue oscurecido, tomó una apariencia individual, crecientemente siniestra, mística y fetichista.» 22 La máquina-vampiro que se alimenta de la vida humana y finalmente la reemplaza, como la autómata de la Metrópolis de Fritz Lang (fig. 9), es resultado de una visión de las máquinas especializadas como competidoras aventajadas y desleales -eficaces y baratas, no comen, ni duermen, ni protestan por las condiciones de trabajo- que acabarán con los medios de vida de la clase obrera. Hechas para ayudar y potenciar al hombre, acaban por parasitarle y dominarle, convirtiéndole en su cuidador.
En la era de la cibernética, aumenta la paranoia. Los antiguos fabricantes de autómatas antropomórficos simulaban, con bastante torpeza, el cuerpo. El hecho de que haya resultado más sencillo y efectivo emular las actividades intelectuales ha dado pie a todo tipo de especulaciones sobre la inteligencia artificial, a la que sólo la conciencia de sí parece separar, aún, de la humana. Abundan las películas y relatos de ciencia ficción que especulan sobre rebeliones de las máquinas, sean camiones o electrodomésticos, contra un hombre desvalido contra sus propias invenciones súbitamente siniestras, o las anti-utopías de un futuro en que las máquinas, más o menos antropomorfizadas, capaces de reproducirse -duplicarse- y libres ya de toda necesidad y control humano, dominan la tierra y atacan, esclavizan o incluso eliminan a los hombres.
La ancestral indiferencia mutua entre arte y técnica motivada por la lejanía de los respectivos dominios se convierte en franca hostilidad cuando las máquinas comienzan a imponer su ubicua presencia. Porque en el enfrentamiento entre hombre y máquina, al hombre no sólo le asusta su crecimiento y su dominio, sino lo que metafóricamente representa. Desde la era de la industrialización, teme ser él mismo una.
Las comparaciones fisiológicas entre hombre y máquina han sido constantes (fig. 10). Las disecciones de cuerpos e ingenios mecánicos hablan de anatomías similares: los pulmones como fuelles, el corazón como ingenio de pistones o motor, el sistema nervioso como cables, el cerebro como central de control de los impulsos o, últimamente, como un montón de chips. Pero no es únicamente el cuerpo lo que se metamorfosea en máquina: «No son sólo los asuntos externos y físicos los que son ahora regulados por la máquina, sino también los internos, los espirituales… Uno y el mismo hábito regula nuestra conducta, nuestro pensamiento y nuestro sentimiento. En sus corazones y en sus cabezas los hombres han llegado a ser tan mecánicos como con sus manos… Todos sus esfuerzos, inclinaciones y opiniones se mueve alrededor de la mecánica y poseen un carácter mecánico.» 23 Y es que el hombre es, en cierto sentido, un automatismo, que responde de forma previsible a determinados estímulos que escapan a su control. Un cuerpo dócil, complejo pero controlable.
Pero Carlyle habla de un hombre atrapado por la rutina y cuyos pensamientos y sentimientos están embotados. Un hombre preso en un mundo alienador cuya medida de frialdad, repetitividad y falta de libertad la da la máquina, y que va dejando que la dinámica mecanicista le penetre. Es decir, todo lo contrario del hombre libre, audaz, imaginativo y pasional que definimos al hablar de la imagen del artista paradigmático del expresionismo abstracto, cuya génesis se sitúa precisamente en el mismo momento, en el romanticismo. El estatus marginal del artista en la sociedad industrial es en este sentido, como en otros, muy lógico. Cuando técnica y hombre se oponen, el arte toma decididamente la bandera de la humanidad. El artista es el repositorio de la utopía de un hombre no mecanizado.
Si a pesar de este panorama hay máquinas de dibujar que realizan obras gestuales, es porque se produce un doble acercamiento: las máquina se humaniza y el artista cuya obra parafrasea posee, a pesar de la leyenda, algunas de las cualidades de la máquina.
Las máquinas que manufacturan arte armonizan de por sí las relaciones entre hombre y máquina, entre lo emocional y lo funcional. Pueden ayudar a crear un enclave estético insertado en el desarrollo técnico que utilizan como medio. Su historia es antigua, y en cierto modo prestigiosa: se ha atribuido su diseño a grandes maestros como Alberti (velo albertiano) , Leonardo (finestra leonardesca) o Durero (porticón), se han alabado en manuales, se han utilizado en academias.
La máquina de pintar siluetas, la cámara oscura, la linterna mágica, la cámara lúcida o el perspectartígrafo son herramientas que facilitan la labor artesanal. Progresivamente más complejas, en invenciones como la escuadra de Cigoli -más tarde perfeccionada y denominada diágrafo de Gavard- y el pantógrafo de Scheiner (fig. 11), el artista ya no realiza personalmente el dibujo. Su visión sigue siendo imprescindible, pero ya no sostiene el lápiz. «El primero de los instrumentos citados, la escuadra de Cigoli, se puede considerar como un antecedente legítimo de los modernos trazadores automáticos que desplazan en las coordenadas del plano del papel, gracias a unos elementos mecánicos, una punta trazadora que ejecuta el dibujo. (…) En este instrumento, una vez que se ha fijado el punto de vista con un elemento mecánico, un cursor móvil, que se desplaza sobre los contornos y dintornos del objeto a representar, transmite sobre el papel los mismos movimientos del cursor por medio de un sistema de hilos y pequeñas ruedas.» 24
Prótesis o mecanismos pre-automáticos, la versión negativa considera a las máquinas de dibujar trucos para acelerar y facilitar lo que no puede ser sino un aprendizaje largo y tortuoso o para disimular la carencia de virtuosismo. En ambos casos, pueden considerarse una amenaza al estatus elitista de los genios. Por eso abundan los ataques contra los dibujantes que las utilizan, por su falta de destreza natural o incluso por su falta de honradez. Pero más significativo es el desprecio contra los dibujos que producen por su falta de sentimiento. Serán muy objetivos, pero no son portadores de la verdadera esencia del arte, que sólo la mano y la emoción del artista inspirado puede transmitir. A pesar de tener en común las tareas artísticas, de nuevo la distancia entre hombre y máquina prevalece.
Claro que es un tipo de máquina de dibujar muy concreta la que se ataca aquí: la máquina de la representación minuciosa, fiel y precisa, de un modelo de la realidad exterior. La máquina de la racionalidad, cuya apoteosis, autónoma ya por completo, describe Raymond Roussel: «Todas las miradas se hallaban clavadas con avidez en aquella misteriosa materia que Louise había dotado de extrañas propiedades fotomecánicas. (…) Ligeramente acortado por una tracción del cable metálico, el brazo giró despacio y se paró en alto ante la esquina izquierda del lienzo fijo en el caballete. En el acto, el pincel, impregnado de aquel delicado matiz, trazó automáticamente en el filo del futuro cuadro una franja de cielo delgada y vertical. (…) Lo único que lo ponía todo en movimiento por medio de un sistema basado en el principio de la electroimantación era la placa parda. A pesar de la ausencia de objetivo, la superficie pulimentada, a causa de su extrema sensibilidad, recibía impresiones luminosas de prodigiosa fuerza que, transmitidas por los innumerables cables pinchados en el reverso, animaban todo un mecanismo en el seno de la esfera, cuya circunferencia debía de medir más de un metro. (…) Los grandes árboles de Behuliphruen se hallaban fielmente reproducidos con sus magníficas enramadas, cuyas hojas, de matiz y forma extraños, estaban cubiertas de gran cantidad de intensos reflejos. En el suelo, grandes flores azules, amarillas o carmesíes relucían entre el musgo. Más lejos, a través de los troncos y las ramas, resplandecía el cielo (…). La obra en su conjunto daba una impresión de color de singular fuerza y era rigurosamente parecida al modelo, como todo el mundo podía comprobar echando una simple ojeada al propio jardín.» 25
Pero éste no es el único tipo de máquina de pintar posible. Continuando en el terreno literario, Alfred Jarry nos describe una máquina mucho más humana, una máquina desinhibida que deja atrás el afán de objetividad para contagiarse de la genialidad del toque gestual y emotivo: «… Mientras tanto, después de que no quedara nadie en el mundo, la Máquina de Pintar, animada desde dentro por un sistema de resortes sin masa, gira horizontalmente en el hall de hierro del Palacio de las Máquinas, el único monumento en pie en un desierto y desnudo París, y como un topo, chocándose con los pilares, se inclina en una indefinida variedad de direcciones, resoplando sin restricciones sobre los lienzos inclinados de las paredes una sucesión de colores básicos clasificados de acuerdo a los tubos en su vientre (…). Clinamen, la bestia inesperada, eyaculaba a las paredes de su universo.» 26
Una máquina muy humana o al menos muy animal, que llegado el fin del mundo permanece ella sola dando vueltas y escupiendo sus colores como una loca obsesiva. No necesita espectadores, porque no pinta para comunicar sino para complacerse y expresarse. No necesita a una persona para que accione su mecanismo. Nadie la controla. Ni nada. No tiene modelo exterior porque no busca representar lo que no provenga de su imaginación o no provoquen las pulsiones que, como la pintura, recorren su interior. También ella es libre y audaz, imaginativa y pasional. También es masculina, como la práctica totalidad de los artistas del expresionismo abstracto y posteriores secuelas, puesto que eyacula y, cómo no, es un poco violenta. Y sin duda sus pinturas nos recordarían a un Pollock.
Es el sueño cumplido de una serie de máquinas que, en los últimos tiempos, se recrean en trazar trazos desiguales y nerviosos que remedan la subjetividad gestual del expresionismo abstracto. Son extrañamente corporales: tiemblan, gimen, se cansan, se excitan. Las máquinas de dibujar estaban, aún, del lado de la razón. Las nuevas máquinas de pintar parecen querer demostrarnos que son capaces de sentir.
Los autómatas que Jean Tinguely construye desde 1955 hasta 1959, llamados Meta-matics (fig. 12), son programados de acuerdo al automatismo gestual de moda que el tachismo o la pintura informal europea habían heredado del expresionismo abstracto. Como dijimos repecto a Painter de McCarthy, los dibujos crean una cierta perplejidad sobre su definición: ¿son obras de arte autónomas, los productos de una escultura que sólo tienen valor como apoyo a ésta, o incluso una tomadura de pelo? Porque está claro que sus robots parafrasean paradójica e irónicamente la expresividad romántica conectada con la pintura de acción.
Pero más allá de la cita y la sátira, los movimientos nerviosos de los lápices u otros utensilios situados en el extremo de una de las muchas varillas de sus extrañas estructuras móviles, sostenidas sobre un trípode y accionadas por un pequeño motor, parecen manifestar el espíritu de la máquina misma. «Las construcciones de tres piernas, que representan la simbiosis Hombre-Máquina que penetra toda nuestra cultura contemporánea, actúan como nuestras compañeras: parecen estar sujetas a restricciones o libres para expresarse a sí mismas como lo estamos nosotros, estar siendo conducidas a la acción o determinándola activamente, excitadas o relajadas. Gracias a esta relación potencial, también llevan a cabo la función sugestiva cumplida por la densa textura de las líneas coloreadas en las pinturas de Pollock, que no recuerdan meramente un hecho, como las constelaciones de formas de pinturas anteriores, sino que conllevan el proceso de su formación, el suceso de la actividad pictórica en la que han fluido la pasión y la ternura, un sentido de compulsión y cumplimiento.» 27
Como en la obra de Pollock, sus gestos nos hablan de cómo fueron trazados. Como en Pollock, la acción repentina y el descanso recuerdan a una acción convulsiva y a la meditación de la que surge la siguiente decisión pictórica. Además, nunca dos dibujos son idénticos. Varían enormemente, según como se disponga o utilice la máquina (cuánto se acerque el lápiz o pincel al papel, qué pintura se utilice, la textura del soporte, el tiempo que se deje funcionar a la máquina). Así que además son originales; a pesar de ser realizados por una máquina no recuerdan el proceso de reproducción industrial: también ellos tienen aura.
Rosemary Trockel diseña en 1990 otra máquina de dibujar automática, un extraño artilugio con cierto aspecto de telar (fig. 13). En un armazón metálico, siete series de ocho pinceles cuelgan mediante hilos de barras rematadas por cilindros de acero, que hacen un recorrido sobre raíles de aproximadamente dos metros gracias a unas bovinas accionadas por un motor eléctrico. En cada uno de los 56 pinceles está grabado el nombre de un artista contemporáneo, con cuyo cabello están fabricados los pinceles: Gerhard Merz, Sigmar Polke, Alex Katz, Georg Baselitz, Annette Lemieux, Gilbert y George, Vito Acconci, Sophie Calle… Híbrida, la máquina incorpora en su cuerpo restos humanos que portan las cualidades de la sustancia viva. Según son empujados, los pinceles se impregnan con acuarelas y luego dibujan sobre papel japonés, dejando un rastro de líneas paralelas desiguales y discontinuas.
La reflexión conceptual sobre la pintura como pensamiento y como lenguaje es evidente. «Esta obra se pregunta cuál es el proceso constitutivo de la pintura actual y gira en torno a la producción de una experiencia estética dentro del contexto institucional en el que se estructura la percepción.» 28 Por un lado, el pelo de una persona se convierte literalmente en su propia firma, en una especie de reconocimiento irónico de la genialidad de los artistas cuyo pelo cortado sigue siendo capaz de producir arte. Pero por otro, la colección de pinceles y la producción mecanizada de siete láminas diferentes en una edición de siete copias ofrecen una imagen que debilita la noción de creatividad y singularidad. Los dibujos resultantes son marcas aparentemente expresivas, que parodian gestos pictóricos, pero que pierden su autenticidad al producirse sin mano y en serie (fig. 14).
De nuevo surge la duda entre la autenticidad y el simulacro, entre la sinceridad y la farsa, y la respuesta dependerá de la amplitud del concepto de actividad pictórica. Aunque está claro que esa duda sólo surge si el espectador conoce el proceso de producción. Si se limita a los dibujos, no verá las marcas frías y decididas que le remitirían a la mecanización, sino trazos personalizados, intermitentes, indecisos y torpes, muy caligráficos, casi como autógrafos, que hablan de la fisicidad de un cuerpo expresivo. Y, dentro del vocabulario que se ajusta a ese tipo de emanaciones gestuales, sólo se planteará si son bellos, emotivos, intensos.
Desde sus primeras obras, Rebecca Horn recurre con frecuencia al concepto de prótesis médica, la prolongación o sustitución mecanizada de partes del cuerpo enfermas o insuficientes. Todo tipo de extraños apéndices artificiales para brazos, hombros, dedos o la cabeza nos hablan de la mecanización de lo corpóreo. El cuerpo humano parece desear fundirse con la máquina, incluso llegar a mutar y convertirse en una. Su Bleistiftmaske (Máscara de Lápices, 1972) alrededor de su cara altera su apariencia humana acercándola al robot (fig. 15). No es una máquina automática, tan sólo una herramienta que no la ayuda, como en los ejemplos clásicos, a aumentar la precisión que la mano no logra, sino que traza torpes garabatos en un papel clavado en la pared. Así Horn, apostando por los conceptos frente a los virtuosismos, define el dibujo como actividad mental.
Luego, el cuerpo de la performer desaparece y las máquinas, como únicas actrices, lo reemplazan. Unas máquinas muy personalizadas, que funden lo inanimado y lo animado, lo objetivo y lo subjetivo, que nos muestran reacciones emocionales, que nos transmiten su dolor y su placer, porque no son máquinas frías ni invulnerables. «Ellas reaccionan como nosotros reaccionamos. Mis máquinas no son lavadoras o coches. Tiene una cualidad humana y deben cambiar. Se ponen nerviosas y tienen que parar a veces. Si una máquina se para, no significa que esté rota. Está cansada. El aspecto trágico o melancólico de estas máquinas es muy importante para mí. No quiero que funcionen para siempre. Es parte de su vida el que deban parar y debilitarse» 29. Esta humanización no la transmite su forma sino la actividad que desempeñan, con sus sacudidas, sus temblores, sus súbitos movimientos y sus impredecibles reposos.
Las máquinas de Tinguely son jubilosas y lúdicas, las de Horn desoladoras. Como Clinamen, la máquina de Jarry, sus autómatas nos introducen en un mundo donde las máquinas se han quedado solas, y hablan consigo mismas o con otras compañeras. «Pienso en estas cosas más en relación a una tradición, comenzando en Dostoievsky y hasta Beckett. Este sentido de soledad y estar perdido, donde quizá todo lo que queda son estas máquinas y los seres humanos están ya en algún otro sitio» 30. Como no son máquinas perfectas, y envejecen, finalmente también ellas morirán.
También como la de Jarry, sus máquinas de pintar arrojan pintura compulsivamente sobre las paredes de su habitáculo. La que crea en 1988 es un pequeño aparato situado en lo alto de una pared con dos cazos de pintura y dos pinceles accionados por un pequeño motor. Debajo, cerca del suelo, 10 bastidores-marcos esperan, pero no hay ningún lienzo tensado sobre ellos. Los pinceles se impregnan de pintura líquida que arrojan con un movimiento brusco contra el techo y la pared y, atravesando los bastidores, contra el suelo (fig. 16). Los cuadros que no llegan a realizarse serían cuadros de goteos, con lo cual la máquina es, particularmente en este caso, una especie de Pollock mecánico. Estos marcos inútiles que no sustentan pintura alguna son una imagen absurda, irónica y desalentadora: al contrario que Tinguely o Trockel, Horn frustra la posesión final del objeto de arte. Pero como ellos, está haciendo un comentario sobre la fetichización de la personalidad del artista y el resultado hasta en las prácticas que supuestamente priman el proceso que hay entre uno y otro. «Si tienes esta pequeña máquina de pintar en la que los pinceles se hunden en la pintura, luego tiemblan y esparcen la pintura por todas partes a su alrededor, para mí, es el acto de pintar lo que es importante, no la máquina». 31
En Die Preussische Brautmaschine (La Máquina Novia Prusiana, 1988) el mecanismo se repite, pero en esta ocasión la pintura azul gotea sobre 12 zapatos de tacón. Le acompaña la siguiente descripción: «La máquina-novia prusiana/ un brazo/tres piernas/ eyaculando azul de Prusia/ sobre las novias». Más paralelismos: la máquina de Horn, como la de Jarry, también eyacula, en una nueva identificación del acto de pintar con la masculinidad y de la feminidad (los zapatos) con la superficie pictórica, sólo que esta vez la máquina es una mujer, una novia, que parece apropiarse irónicamente del poder masculino que le da derecho a pintar. Muchas de las máquinas de Horn, altamente sexuales y pasionales, representan la combinación y mutabilidad de los géneros.
Por último, High Moon (1991) consta de dos rifles Winchester, colgando más o menos a la altura del corazón de una persona, que recogen su carga, tinta roja, de dos grandes embudos situados sobre ellos mediante unos tubos-venas transparentes. Se mueven por la sala hasta que se enfrentan la una a la otra y lanzan el líquido rojo (fig. 17). Las paredes y el suelo, y cualquiera que esté cerca, son impregnados/pintados con ese sustituto de la sangre. «Siempre he querido hacer que dos armas rivales se disparasen mutuamente con balas que se mezclaran, como un beso de muerte.» 32 Como en el caso de Dalí con sus disparos de tinta sobre piedras litográficas de 1956 (fig. 18), es un arma la que arroja la pintura, en una nueva referencia explícita a la violencia del gesto expresivo. Pero hay además un erotismo subterráneo manifiesto en la forma en que las armas se buscan -se desean, se aman- y se encuentran -se disparan, se odian- que revela pasiones, sin duda, demasiado humanas.
Y en cuanto al artista gestual, el proceso es el opuesto: adquiere calidad de máquina. Ya hemos hablado del hombre alienado como automatismo. Ampliemos ahora el espectro de la automatización para incluir en él a los artistas.
Un autómata es un «mecanismo que reproduce la forma y los movimientos de un ser animado», pero también puede ser un calificativo para «una persona sin voluntad propia, que se deja manejar por otros». Automático es «lo que se verifica o se regula mecánicamente, sin necesidad de la intervención humana», pero también «se aplica a los actos voluntarios que se realizan en una ocasión dada sin ser ordenados conscientemente por la voluntad» 33. Curioso. Aplicado a las máquinas, estos vocablos nos hablan de máquinas que parecen vivas y no necesitan al hombre. Aplicados al hombre, significan inconsciencia, falta de deliberación. Como la voluntad y la conciencia son dos calificativos recurrentes en la definición de hombre, se diría que lo automático humaniza a las máquinas y deshumaniza a las personas. Cuando decimos que un dibujo es automático, podemos manejar significados opuestos, referirnos tanto a su espontaneidad como a su mecanización.
Y es que en cierto modo las dos versiones no son tan lejanas. Como dijimos, es esencialmente la conciencia de sí lo que separa la inteligencia de las máquinas de la de los individuos. Y es precisamente la conciencia lo que el automatismo, apoyado en teorías freudianas, pretende dejar a un lado.
Para el psicoanálisis, la identificación del sujeto con la conciencia queda rota con la entrada en escena del Inconsciente. Los lapsus o sueños van a estudiarse como reveladores de la complejidad y confusión de la estructura de la personalidad. «El inconsciente se erige como garantía de que el sujeto será representado como dividido, como no-uno, como una multiplicidad en la que la conciencia nunca coincidirá plenamente con el sujeto.» 34 El sujeto no es sólo conciencia, y además desconoce esos otros impulsos que, junto con ella, lo constituyen y moldean: «El sujeto racional que, como un espejo, mide el mundo con su mirada y gobierna sus representaciones, lo ignora todo sobre las bases afectivas, libidinosas e inconscientes que dominan su relación con el saber» 35. El sujeto desea dominarlo todo, pero ni siquiera gobierna su interior.
El Inconsciente contiene lo que ha sido reprimido de la conciencia. Apunta la falta de continuidad en la vida psíquica. Es el lugar de las tensiones y contradicciones escondidas bajo la apariencia de identidad coherente. Desvela al yo como desequilibrado entre los instintos y deseos del Ello y las prescripciones del Super Yo, zarandeado por fuerzas psíquicas y sociales que de ningún modo controla. Si la conciencia ya no reina y el sujeto un amasijo de impulsos y mandatos contradictorios, el hombre no se diferencia tanto del autómata. También recibe sus órdenes, también está animado por un mecanismo complejo que no comprende ni controla, también funciona obediente o se estropea.
Para los surrealistas, que exploraron a fondo las posibilidades de la escritura automática, esta es una buena noticia, puesto que la técnica automática emplea precisamente esta discontinuidad de sujeto y conciencia para expresar «ya sea por escrito, ya sea de cualquier otra manera, el funcionamiento real del pensamiento (…) en ausencia de todo control ejercido por la razón, fuera de toda preocupación estética o moral». 36 Las preocupaciones se equiparan con las prescripciones impuestas -cuyo representante es el Super Yo- y lo que saldrá a la luz serán los impulsos agazapados en el Ello. Sin un plan determinado, sin un esquema preconcebido, el artista debe ponerse en disposición de que surjan de la mente inconsciente, a través de la mano espontánea, los mensajes del yo profundo. Este procedimiento invoca a veces en su apoyo la inspiración concomitante de la casualidad o el accidente. Desde la lectura que Leonardo hace de las fisuras y mohos en los viejos muros, todo tipo de manchas casuales se han utilizado para estimular la imaginación artística y la creación de imágenes, la revelación, llegando a considerarlas no fortuitas, sino augurales. Los artistas no confían sólo en su mirada atenta, también provocan el azar como punto de partida para sus creaciones. Los papeles irisados con diferentes tonos de tinta vertidos de los románticos, o la multitud de técnicas surrealistas, como las decalcomanías de Oscar Domínguez -aguadas presionadas entre dos papeles satinados-, el frottage de Max Ernst – lápiz blando sobre un papel que recubre cualquier objeto texturado-, el fumage de Wolfgang Paalen -una vela encendida agitada ante un lienzo -o el boulettisme de Salvador Dalí -el balazo de tinta ya mencionado- son ejemplos clásicos de procesos accidentales.
A veces las manchas resultantes se continuan, interpretando sus sugerencias, construyendo imágenes más o menos oníricas, fijando lo que empezó como azar. Otras, son suficientes en su espontaneidad y arbitrariedad, y la misma técnica se emplea durante todo el proceso de construcción de la imagen no figurativa. Por supuesto, incluso en este último caso, suele estar implicado algún tipo de control, al menos sobre el medio pictórico, y probablemente en cuanto a una vaga intención general. El descenso a las profundidades del inconsciente es una estrategia aproximativa, no una zambullida literal en el abismo.
A Pollock le hace buena falta una máquina de dibujar. Siempre se muestra absoluta y dolorosamente consciente de que no sabe dibujar, al menos como él suponía que dibujan los buenos artistas. A pesar de esforzarse en copiar ilustraciones o cualquier otro método académico bajo los consejos de distintos profesores, siempre le vence su falta de destreza: «…mis dibujos, te lo diré claramente, son asquerosos. Es como si careciese por completo de libertad y de ritmo, son fríos e inertes.» 37, le escribe a su hermano con 18 años. Así que, incapaz de mejorar, se convierte él mismo en máquina.
Desde el comienzo de su aprendizaje, tiene varias experiencias con el automatismo. En 1928, en la Escuela de Artes y Oficios de Los Angeles, su profesor, Schwankovsky, «animaba a sus alumnos a ‘ampliar sus conciencias ‘como artistas a través de experimentos con el color y los materiales, (…) les aconsejaba ‘dejar libre la mente y pintar lo que tuviesen en el pensamiento’ (…) y les enseñaba técnicas innovadoras. En uno de sus experimentos favoritos, los alumnos vertían pinturas de óleo en placas de cristal cubiertas de agua o acuarelas en alcohol y aguarrás. Las gotitas de color giraban y estallaban y se reagrupaban, creando en el líquido formas de ‘aspecto disparatado’. (…) Si un alumno era rápido y hábil, podía fijar la imagen poniendo un trozo de papel grueso sobre la placa, que absorbía las delicadas burbujas de acuarela y alcohol formando nubes abstractas de color que se asentaban rápidamente.» 38
En 1936, en el estudio del muralista mexicano Siqueiros, se reencuentra con el azar. «Siqueiros instaló una tabla de contrachapado en una bandeja giratoria y empezó a derramar diferentes pinturas de colores directamente de la lata sobre la tabla mientras giraba, consiguiendo, según Horn, ‘sorprendentes halos de color’. Creaban también imágenes ‘accidentales’ vertiendo pinturas de distintos colores sobre una tabla y luego vertiendo disolvente encima. Cuando el disolvente empezaba a correr se formaban riachuelos sobre las capas de color, creándose ‘las formas más fantásticas y extrañas’, según recuerda Harold Lehman. Estas formas sugerían, a su vez, imágenes. Dirigiendo la pintura (guiándola con un pincel, inclinando la superficie) Siqueiros podía ‘capturar’ la imagen y desarrollarla.» 39
En el invierno de 1942, con la influencia de los surrealistas que habían huído de la guerra europea extendida ya por Nueva York, también participa en reuniones, dirigidas por Matta, con Baziotes o Motherwell entre otros, donde se experimenta con los cadáveres exquisitos, o se hacen «dibujos automáticos basados en temas específicos. Una semana, se concentraron en los ‘elementos naturales (fuego, agua, tierra y aire) e intentaron plasmar en el papel sus reacciones inconscientes. A la semana siguiente, se plantearon ‘cómo sería ir nadando si fuesen ciegos'» 40.
Los experimentos y, sobre todo, la teoría automatista, alivian su frustración de mal dibujante, le ayudan a considerar que el verdadero arte no depende del tedioso e inaccesible virtuosismo técnico, que vale más la inspiración que la academia. Ya no importa la impericia de su lápiz, sino la sinceridad y emoción de su línea. Lo que sus maestros definen como ineptitud, los surrealistas lo llaman automatismo. «Incapaz de proyectar secuencias lógicas» según su maestro, Benton 41, incapaz de controlar el lápiz, incapaz, en fin, de racionalizar, parece que su tendencia natural coincide con la moda automatista.
Desde que encuentra su propio camino con su técnica del goteo de líneas, Pollock, en sus escasas declaraciones, excluye tajantemente el dibujo preparatorio: «‘No trabajo a partir de dibujos, no convierto un apunte, un dibujo o un boceto en color en una pintura definitiva.’ (…) Y en una nota sin fechar procedente de sus archivos que puede considerarse un manifiesto privado, Pollock subraya las palabras: ‘No a los bocetos’.» 42 Nada de apuntes que tanteen la ejecución de un concepto, porque no debe haber conceptos previos a modo de camisas de fuerza, sino expresión directa desinhibida. Ya no tiene sentido la diferencia entre dibujo y pintura, porque temporal y conceptualmente se solapan. «Me aproximo a la pintura en el mismo sentido en que uno se aproxima al dibujo: es decir, es directa. Cuanto más inmediata la pintura, cuanto más directa, hay más posibilidades de hacer una declaración directa.» 43
Pero aunque a Pollock le convenga el automatismo, sería demasiado suponer que se aferra a él como estrategia de supervivencia en vista de sus dotes. Es su configuración psíquica la que le lanza por ese camino. «‘La historia de la escritura automática, dirá (Breton) más tarde, es la de un infortunio continuo’. ¿Cuáles son las causas? Breton enumera varias: la dificultad de ‘estar en condiciones’, de ‘pasar a la otra orilla’, de dar descanso a la voluntad y al consciente, todo lo que resulta evidente para los mediums, que son los modelos de Breton. (…) El automatismo de Bretón exige, de hecho, una disociación, un desarreglo, una desorientación del espíritu muy difíciles de obtener, tanto más cuanto que es necesario al mismo tiempo conservar personalmente medios suficientes y apropiados para poder registrar lo que pasa.» 44 Pero a Pollock le resulta particularmente fácil reducir el ámbito de influencia de su conciencia, porque su yo no está sólidamente constituido.
La obra de Pollock no es una expresión directa de su psique, ni siquiera la pista más relevante. Del mismo modo, ni el análisis más exhaustivo de su carácter serviría para explicar en toda su extensión su obra, como tampoco la agotaría un análisis formalista o uno sociológico. Pero todos ayudan. Y «como virtualmente todo el trabajo de Pollock desde finales de los 30 en adelante parte de asunciones automatistas y supone un desarrollo improvisado de la imagen que subsume ideas ligadas a través de la libre asociación, toda su obra se inclina a ser analizada desde un punto de vista psicológico» 45. La argumentación seguirá, en parte, la desarrollada por Donald Kuspit en su análisis psicoanalítico de la obra de Pollock.
Desde 1937, Pollock está intermitentemente bajo tratamiento psiquiátrico y es ocasionalmente hospitalizado. Su alcoholismo agudo es la manifestación de problemas más complejos. Su vida fue la de un hombre con problemas de control de los impulsos y una ansiedad casi insuperable. Aparentemente vive en una pauta de oscilación entre la exaltación -alcohólica- y la depresión a través de su vida. En sus exaltaciones, es provocador, violento, agresivo, destructivo, fanfarrón, arrogante, orgulloso y egocéntrico, un ególatra convencido de su genialidad. En sus depresiones, suave, tímido, indefenso, retraído, reservado, dependiente, dado a menospreciarse y dudar de su talento. Es un drama binario de hundimiento y entusiasmo, de inestabilidad absoluta. Parece estar en perpetuo proceso de derrumbamiento, desintegrándose y reintegrándose regularmente. Se le diagnostica tempranamente esquizofrenia, un tipo de psicosis, aunque esto no significa gran cosa, ya que era un diagnóstico estándar para la época.
La psicosis resulta de la perturbación de las relaciones entre el yo y el mundo exterior. El mundo exterior impone una privación que el yo, de acuerdo con los instintos del Ello, considera intolerable. Incapaz de adaptarse el Ello a la realidad, el yo, bajo sus influjos, deja de percibir correctamente el mundo exterior, y llega a construirse una nueva realidad de acuerdo con las tendencias optativas del Ello, exenta ya de los motivos de disgusto que la anterior ofrecía. Claro está que el trozo de realidad rechazado trata de imponerse de continuo a la vida anímica. No vamos a suponer aquí que Pollock sea un psicótico en el sentido psiquiátrico, pero sí una tendencia hacia lo psicótico.
Lo que nos interesa es que la psicosis nace «de los conflictos del yo con sus distintas instancias dominantes, esto es, corresponde a un fracaso de la función del yo, el cual se esfuerza, sin embargo, en conciliar las distintas exigencias (…).« 46 Y si el yo fracasa, es porque es un yo débil, al borde de la inexistencia: «el psicótico es un Ser Trágico, debilitado y desintegrándose (…). El psicótico está incompleta o irresolutamente estructurado -siempre derrumbándose (…).» 47
Su biografía nos ofrece una explicación plausible de por qué su yo no está correctamente formado y solidificado, con sus fronteras claras y definidas: no ha conseguido diferenciar las imágenes del yo de las imágenes del objeto que forman parte de las primeras introspecciones e identificaciones. Este es un proceso que falla en gran medida en las psicosis, y de ahí el sentimiento de no-ser.
«Sabemos que la madre, en su calidad de objeto múltiple (libidinal, narcisante, anaclítico), es el mayor blanco de la identificación del niño, varón o mujer. (…) para establecer el núcleo de la identidad de género y buscar activamente la identificación de los hombres, el niño varón debe desidentificarse de ella.» 48 Para romper la íntima fusión con la madre que caracteriza su época de bebé, el niño se dirige al padre como segundo modelo ideal. En el desarrollo típico, el modelo paterno favorece la desidentificación de la madre omnipotente de la infancia. Si la madre representa el placer y la seguridad, el padre representa la autonomía psicológica, la pérdida de los sentimientos de fusión, la integridad del ser. Al menos, en el sentido que la incorporación a la sociedad exige. Por lo tanto, su presencia «jugaría un papel esencial en la superación exitosa de esta subfase del proceso de separación-individuación por parte del niño, pues se constituye en ‘una estable isla para practicar la realidad, mientras la madre se contamina de sentimientos de añoranza y frustración’.» 49 Pero el padre de Pollock no está. Son continuas las prolongadas ausencias por cuestiones de trabajo y posiblemente por problemas de relación con su mujer. Y ninguna de las figuras del padre que Pollock se agencia a lo largo de su vida -como Benton, o Picasso -llenan el hueco.
Además, la socialización juega un papel importante en la desidentificación. Tanto el padre como la madre y todo su medio ambiente dan al niño un montón de claves para indicarle cuál debe ser su comportamiento de rol masculino. Pero «si la madre domina o desvaloriza, o franca y abiertamente rechaza los aspectos masculinos de la relación con el esposo, el niño encontrará serios obstáculos en ver las ventajas narcisistas de la identificación masculina: por el contrario, temerá ser dominado, empequeñecido y perder la estima de la madre, lo que dificultará su des-identificación de ella.» 50 Dado el carácter fuerte y dominante de Stella Pollock, para la que además Jackson es su último hijo, y el carácter débil y retraído de su padre, incapaz de oponerse o contrapesar a la todopoderosa Stella, el sentimiento de fusión con la madre no tiene por qué desaparecer.
Y si persiste la confusión entre las imágenes del yo y del objeto -la madre-, las fronteras del yo, que diferencian el ser autónomo del no-ser, o ser indiferenciado, se borran, sus límites se difuminan. La historia de Pollock sería la de alguien que pretende estabilizarse y lograr la autonomía, porque eso es lo que el mundo exterior exige de él, y que falla en el intento, no pudiendo librarse de sus deseos de fusión con su madre. «En cualquier caso, cualquier diferenciación que lograra estaba perpetuamente amenazada por el colapso, como sugiere su aparentemente constante ansiedad. Este colapso ocurría cuando caía en la desorganización de un periodo de exaltación, cuando su depresión le fallaba, y ya no era capaz de utilizarla para negar la agresiva atadura al objeto que evitaba la diferenciación de sí mismo de éste.» 51
Su agresividad, sus impulsos violentos, son el residuo de esta lucha constante entre las reglas de diferenciación que le dicta su Super Yo, que se atribuye la representación de las exigencias de la realidad, y los impulsos de indiferenciación que le transmite su Ello: agresividad contra su madre devoradora o, para ser más exactos, contra su propia necesidad de ella, la realidad que las prescripciones sociales le impiden aceptar pero de la que no puede ni quiere escapar -y que se manifiesta en el imaginario con algunos cuadros violentos y fetichistas que representan a su madre como puta-diosa (fig. 19).
Se pueden comprender entonces las obras gestuales de goteos de Pollock, realizadas entre 1947-1959, como la apoteosis de la indiferenciación, de la ausencia de yo, que es la parte de la personalidad reflexiva que atrae a sí la conciencia y se organiza según el principio de realidad. Es esta falta la que hace que el automatismo le resulte tan adecuado, la que le permite, o más bien le obliga, a dejarse llevar por sus impulsos «en ausencia de todo control racional», como quería Breton.
Los dibujos y pinturas de símbolos que las precedieron son aún parte del intento de construir una organización estable de objetos diferenciados que ahogue sus deseos instintivos, que le parapete contra el dominio del Ello (figs. 20, 21). Son dibujos agresivos, de gestos bruscos e insistentes, de líneas entrecortadas, de figuras fragmentadas y grotescas, que «parecen confirmar la idea controvertida de Kohut de que la agresión es un producto de la desintegración del ser» 52.
Los espacios gestuales que van invadiendo las imágenes reconocibles y los ordenamientos geométricos ya apuntan a la desintegración. Desde 1940, la importancia de los símbolos y la rigidez de las geometrías disminuye. Son gradualmente fragmentados y finalmente absorbidos en las configuraciones gestuales. El dibujo se hace progresivamente más abstracto. Las líneas que definen figuras pasan a delimitar planos y al fin a adquirir un valor autónomo. Las pinturas de goteos, ya automáticas y antijerárquicas, explicitan la ausencia -o incapacidad- de organización (fig. 22). El yo no ha logrado su autonomía; bajo el influjo del Ello, ha aceptado la fusión con el objeto. «En sus pinturas gestuales toda frontera interna se pierde, implicando la falta de cualquier habilidad para diferenciar la auto-imagen de la imagen del objeto. (…) Las representaciones del ser, el objeto y el cuerpo, virtualmente desaparecen de las pinturas de esta época, que nos muestran sólo la masiva hemorragia de la organización en la no-diferenciación. Es la ausencia de organización lo que las hace tan ‘abandonadas’, lo que las da su aire ‘licencioso'». 53
Esta aceptación, con lo que tiene de placentero, indicaría una indiferencia o rechazo hacia las prescripciones de la realidad, característica, como dijimos, de lo psicótico. Refugiado al fin en la realidad otra, Pollock deja de beber y transforma la violencia y aspereza de los gestos expresionistas en el lirismo y ritmo apasionados de los cuadros de goteos que le hicieron famoso. 54
Un argumento paralelo pero mucho más literario, que insiste en la idea de Pollock como autómata y en sus problemas mentales, puede desarrollarse a partir del concepto de máquina célibe. Es el escritor francés Michel Carrouges quien, en 1946, aisla el fenómeno, o más bien el mito, de la máquina célibe, a partir del Gran Cristal de Duchamp. Es una metáfora de una vida y una sensibilidad mecanomorfizadas que nos transmite igualmente el potencial emancipatorio de la cultura contemporánea y sus horrores potenciales. «En su espléndida ambigüedad, las Máquinas Célibes apuestan simultáneamente por la omnipotencia del erotismo y su negación, por la muerte y la inmortalidad, por la tortura y Disneylandia, por la caída y la resurrección…» 55
Estructuralmente, «cada máquina célibe es un sistema de imágenes compuesto de dos unidades iguales y equivalentes. Una de estas unidades es la sexual, y por definición incluye dos elementos: masculino y femenino, tomados como categorías discernibles y definidas con precisión. (…) La otra unidad es la mecánica, hecha similarmente de dos elementos mecánicos que corresponden respectivamente a los elementos masculino y femenino de la unidad sexual. (…) La unidad sexual constituye la estructura original y determinante para la identificación de las máquinas solteras. El dualismo de los sexos está en la raíz de todas las formas y significaciones. Por muy complejas que puedan ser, las representaciones mecánicas contenidas en la unidad mecánica son automáticamente divididas en uno de los dos elementos sexuales.» 56 Hay que añadir que el celibato se refiere a que son mecanismos asociales, enteramente autosuficientes, sistemas cerrados. La máquina célibe es narcisista, autoerótica, onanista, soltera.
Las máquinas de dibujar de Roussel y Jarry son consideradas por Carrouges como máquinas célibes. Pero la que mejor se ajusta a sus descripciones es otra máquina sacada de la literatura, la máquina de dibujar sádica de Kafka en En la Colonia Penitenciaria. Este invento infernal tatúa en el hombre sometido a ella, un reo, la norma que ha incumplido. Consta de La Cama, cajón donde se coloca sobre algodón al prisionero desnudo, boca abajo, sujeto por correas y con una mordaza en la boca, que tiene baterías para producir vibraciones diminutas y rápidas; el Diseñador, como a dos metros de altura, es otro cajón donde están los engranajes que, programados de acuerdo a la inscripción deseada, ponen en movimiento, también gracias a baterías, al tercer componente, la Rastra, formada por agujas que parten de un vidrio -unas largas para escribir, y otras cortas para echar agua que lave la sangre (fig. 23). La Rastra escribe la disposición que el condenado ha violado. Por ejemplo, Honra a tus Superiores.
Como en los aparatos del Gran Cristal de Duchamp, donde la novia está arriba y los solteros abajo, la unidad femenina de la máquina es la rastra, máquina de dibujar que trabaja como una máquina de coser -es grande el parecido formal entre esta máquina y la de Rebecca Horn. La masculina es el hombre condenado sobre la cama mecánica, que se transforma en un lecho de muerte según avanza el dibujo. «Naturalmente, no puede ser una inscripción simple; su fin no es provocar directamente la muerte, sino después de un lapso de doce horas término medio; se calcula que el momento crítico tiene lugar a la sexta hora. Por lo tanto, muchos, muchísimos adornos, rodean la verdadera inscripción; ésta sólo ocupa una estrecha franja en torno del cuerpo; el resto se reserva a los embellecimientos.» 57 Aunque hay una imagen figurativa, la frase, los adornos la hacen irreconocible: el explorador, testigo de la infamia, no consigue leerla. Al fin, lo que nos queda es un cuadro abstracto.
Analizando las características de varias de las máquinas solteras descubiertas por Carrouges en la literatura desde principios del XIX, Alain Montesse nos habla de su funcionamiento. «Estructuralmente, una máquina soltera parece una disposición de dos niveles, el inferior ocupado por un hombre reclinado que es víctima de varios tormentos que provienen del superior. Este hombre es generalmente un varón humano, vestido de uniforme y miembro de una jerarquía, en el manejo de cuya operación ha fallado. Ocasionalmente es simplemente un primitivo portador del falo, incompatible con una estructura social rígida. Las reglas operativas de esta jerarquía o estructura social son registradas en una pieza de maquinaria en lo alto del aparato, y ejercen una acción represiva, punitiva o conformadora sobre el hombre sujeto a ellas.» 58
Esta descripción le permite establecer una comparación entre la estructura de la máquina célibe y la estructura estándar de la personalidad, compuesta, de abajo arriba, por el Ello (reserva de la libido, último baluarte de la voluntad de vida), el Super Yo, (lugar de las prescripciones autoritarias y las exigencias sociales, torre de control para la ejecución del programa) y el yo (campo de batalla entre ambos). Para él, una máquina célibe es «una estructura estándar de la personalidad a la que le falta su zona inferior. Es solamente debido al hecho de que el Ello está totalmente ausente de estas historias que los tormentos desarrollados caen incomprensiblemente del cielo. La complicidad del hombre condenado en mantenerse bajo la máquina es un triunfo tristemente trivial del instinto de muerte». 59 Las torturas/represiones vienen invariablemente de la zona superior -donde se sitúa el Super Yo-, caen sobre el yo, y siempre tienen éxito porque ninguna fuerza del Ello las contrarresta.
No resulta difícil reconocer en Pollock, incompatible como buen artista expresionista con una estructura social rígida, a una máquina célibe. En cuanto a la unidad sexual, los aspectos femenino y masculino se mezclan en él, siempre oscilando entre los comportamientos típica y exageradamente masculinos que consideraba imprescindibles para cumplir con su rol de género, y el influjo de la omnipresente Stella, que es además la promotora de su también femenina actividad artística. «En ninguna otra parte (como en EEUU) había tantos padres que, como Roy Pollock, considerasen un crimen contra natura ser antiviril o ‘improductivo’, ni tantas madres que ratificasen sus aspiraciones, como Stella, instilando a sus hijos sensibilidades delicadas y el respeto a la ‘cultura’. Dada su formación, era inevitable que los artistas de sexo masculino del mundo del arte de los años treinta, cuarenta y cincuenta se viesen condenados a luchar sin tregua para dominar sus inseguridades, para conciliar los mandatos de sus padres con las aspiraciones de sus madres; que excluyesen prácticamente de su compañía a las artistas, que se pasasen a las mujeres como botellas de whisky, que se creyesen obligados a pasar la prueba del bar, a lanzar insultos y soltar tacos y pelearse en una parodia constante de masculinidad.» 60 La unidad mecánica nos la da, como hemos visto, su misma forma de pintar -el automatismo- y la disposición mental que la propicia. Su incapacidad para relacionarse con normalidad con las mujeres y su narcisismo, casi siempre frustrado, hablarían de su celibato.
El momento de la tortura es aquel en el que los impulsos del Ello -su fusión placentera y plena con su madre- están amortiguados, casi desaparecidos, por imponer la realidad sus prescripciones -el yo autónomo-, momento en que su representante, «el Super Yo, extremadamente enérgico, y que ha atraído a sí la conciencia, se encarniza implacablemente contra el yo, como si se hubiera apoderado de todo el sadismo disponible en el individuo. (…) el componente destructor se ha instalado en el Super Yo y vuelto contra el yo. En el Super Yo reina entonces el instinto de muerte, que consigue, con frecuencia, llevar a la muerte al yo, cuando éste no se libra de su tirano refugiándose en la manía» 61. (fig. 24) Es entonces cuando las representaciones del objeto son tan tremendas -los dibujos de símbolos violentos y grotescos.
Finalmente, la máquina de Kafka se destroza matando con ella a su cuidador. Si la máquina se estropea, estamos ante «un retorno de los deseos suprimidos» 62, lo que, en el caso de Pollock, se traduce en las pinturas de goteo, cuando el Ello reaparece, vence al principio de realidad y se manifiesta con placer.
«Parece ser que tres cosas por lo menos, típicamente humanas, quedan fuera del alcance de los autómatas actuales. En primer lugar, son incapaces de reír (o de llorar); en segundo lugar, nunca enrojecen; en tercer lugar, jamás se suicidan.» 63 Pero el suicidio no le es ajeno a la tortuosa máquina célibe, que es «una imagen fantástica que transforma el amor en una técnica de muerte» 64. Desde finales de 1950, la máquina se auto-repara, regresan el alcoholismo, la ansiedad y la improductividad. La realidad se impone, el principio de muerte agazapado en el Super Yo vuelve a la carga, y las tendencias suicidas de Pollock se ven satisfechas.
1. Tom Wolfe, La Palabra Pintada, Anagrama, Barcelona 1989 (Harper´s Magazine 1975), p. 66.
2. Steven Naifeh y Gregory White Smith, Jackson Pollock, Circe, Barcelona 1991 (Woodward/White 1989), p. 634.
3. Veit Loers, «When Pictures Learnt to Walk», Viennese Actionism: From Action Painting to Actionism. Vienna 1960-1965, Ritter Verlag, Austria 1988, pp. 16-17.
4. Otto Mühl, en una carta escrita en 1961, recogida en el mismo artículo, pp. 14-15.
5. Ralph Rugoff, «Mr. McCarthy´s Neighbourhood», Paul McCarthy, Phaidon Press, London 1996, p. 35.
6. Idem, p. 72.
7. Steven Naifeh y Gregory White Smith, Jackson Pollock, Circe, Barcelona 1991 (Woodward/White 1989), p. 523.
8. Antonio Saura, «Shiraga Ne Peint Pas Avec Les Pieds», Kazuo Shiraga (catálogo), Centre Régional d´Art Contemporain Midi-Pyrénées, Labége, Editions Arpap, Toluose 1993, p. 20.
9. Bernard Marcadé, «Cherchez la Femme Peintre!», Parkett 37, 1993, p. 140.
10. John Currin, idem, p. 146.
11. Kristine Stiles, «Between Water and Stone», In the Spirit of Fluxus (catálogo), Walker Art Center, Minneapolis 1993, p. 82.
12. Anthony Iannacci, «Janine Antoni», Els Límits del Museu (catálogo), Fundación Antoni Tàpies, Barcelona 1995. p. 54.
13. Art and Languaje, idem, p. 56.
14. Alfred H. Barr, «The New American Painting» (1952), Kristine Stiles y Peter Selz (eds.): Theories and Documents of Contemporary Art, University of California Press, Los Angeles 1996, p. 17
15. David Smith, «Statements, Writings» (1947-52), idem, pp. 37-38.
16. Willi Baumeister, «The Unknown in Art» (1947), idem, p. 54.
17. Jackson Pollock, «Interview with William Wright» (1950), idem, p. 22.
18. Jackson Pollock, citado en William Rubin, «Pollock as Jungian Illustrator: The Limits of Psychological Criticism», Art in America, November 1979, p. 112.
19. Barnett Newman, «The Plasmic Image» (1943-45), Kristine Stiles y Peter Selz (eds.): Theories and Documents of Contemporary Art, University of California Press, Los Angeles 1996, pp. 25-26.
20. Germano Celant, «The Divine Comedy of Rebecca Horn», Rebecca Horn: The Inferno-Paradiso Switch (catálogo), Guggenheim Museum, New York 1993, p. 43.
21. Jean Claude Beaune, «Impresiones sobre el automatismo clásico (siglos XVI-XIX)», Michel Feher (ed.): Fragmentos para una Historia del Cuerpo Humano (I), Taurus, Madrid 1990 (Urzone 1989), p. 448.
22. Peter Gorsen, «The Humiliating Machine. Escalade of a New Myth», Harald Szeemann (ed.): The Bachelor Machines, Rizzoli Publications, New York 1975 (Alfieri Edizioni d´Arte 1975), pp. 131-132.
23. Thomas Carlyle (1892), citado en Günter Metken, «From Man/Machine to Machine/Man. Machine Anthropomorphism in Nineteenth Century», idem, p. 52.
24. Lino Cabezas, «La Revolución del Arte del Dibujo», Juan José Gómez Molina (comisario): El Dibujo: Belleza, Razón, Orden y Artificio, Diputación de Zaragoza y Fundación Mapfre Vida, 1992, p. 109.
25. Raymond Roussel, Impresiones de Africa (1910), Siruela, Madrid 1990 (Pauvert 1979), pp. 143-147.
26. Alfred Jarry, Faustroll (1898), citado en Gilbert Lascault, «Mechanisms/ The Fuck/ The Non-Fuck/ Painting/ Play on Words/ Etc…», Harald Szeemann (ed.): The Bachelor Machines, Rizzoli Publications, New York 1975 (Alfieri Edizioni d´Arte 1975), p. 121.
27. Franz Meyer, «Introduction», Jean Tinguely, Edition Bruno Bischofberger, Zürich 1982, p 8.
28. Wilfried Dickhoff, Sidra Stich (ed.): Rosemary Trockel, Prestel-Verlag, Munich 1990, p. 106.
29. Rebecca Horn, entrevistada por Stuart Morgan, «The Bastille Interviews II» (1993), Rebecca Horn: The Inferno-Paradiso Switch (catálogo), Guggenheim Museum, New York 1993, p. 27.
30. Rebecca Horn, entrevistada por Germano Celant, «The Bastille Interviews I» (1993), idem, p. 18.
31. Rebecca Horn, idem, p. 18.
32. Rebecca Horn, entrevistada por Stuart Morgan, «The Bastille Interviews II» (1993), idem, p. 25.
33. Definiciones según el Diccionario María Moliner, Gredos, Madrid 1990, p. 307.
34. Rosi Braidotti, Patterns of Dissonance, Polity Press, Cambridge 1991, p. 69.
35. Idem, p. 19.
36. André Breton, «Manifiesto del Surrealismo» (1924), André Breton y el Surrealismo (catálogo), Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 1991, p. 164
37. Jackson Pollock, citado en Steven Naifeh y Gregory White Smith, Jackson Pollock, Circe, Barcelona 1991 (Woodward/White 1989), p. 130.
38. Steven Naifeh y Gregory White Smith, idem, p. 109.
39. Idem, p. 244.
40. Idem, pp. 358-359.
41. Cita de Tom Benton, idem, p. 142.
42. Jackson Pollock, citado en Rosalind E. Krauss, «Una Lectura Abstracta de Jackson Pollock», La Originalidad de la Vanguardia y otros Mitos Modernos, Alianza Forma, Madrid 1996 , pp. 244-245.
43. Jackson Pollock, «Interview with William Wright» (1950), Kristine Stiles y Peter Selz (eds.): Theories and Documents of Contemporary Art, University of California Press, Los Angeles 1996, p. 24.
44. Jean Clarence Lambert, «Cobra: Automatismo y/o Espontaneidad», Automatismos Paralelos. La Europa de los Movimientos Experimentales 1944-1956 (catálogo), Centro Atlántico de Arte Moderno, Las Palmas de Gran Canaria 1992. pp. 58-59.
45. William Rubin, «Pollock as Jungian Illustrator: The Limits of Psychological Criticism», Art in America, November 1979, p. 107.
46. Sigmund Freud, «Neurosis y Psicosis» (1923), Sigmund Freud. Obras Completas, Biblioteca Nueva , Madrid 1997, Vol. 7, p. 2744.
47. Donald Kuspit, «An Alternative Psychoanalytic Interpretation of Jackson Pollock´s Psychoanalytic Drawings», Signs of Psyche in Modern and Postmodern Art, Cambridge University Press 1995 (1993), p. 128.
48. Emilce Dio Bleichmar, El Feminismo Espontáneo de la Histeria, Siglo XXI, Madrid 1991 (1985), p. 20.
49. Idem, p. 55.
50. Idem, pp. 24-25.
51. Donald Kuspit, «An Alternative Psychoanalytic Interpretation of Jackson Pollock´s Psychoanalytic Drawings», Signs of Psyche in Modern and Postmodern Art, Cambridge University Press 1995 (1993), p. 130.
52. Idem, p. 132.
53. Idem, p. 131.
54. Hay que apuntar que la mayoría de los análisis jungianos de la obra de Pollock llevan exactamente a la conclusión opuesta. Aunque coinciden con la caracterización como psicótico y en la importancia central de la figura de la madre, para ellos la época clásica de Pollock no fue en absoluto el apogeo de la enfermedad mental, sino el momento de su cura. Los símbolos previos a la obra de goteo sí eran ocasionados por la enfermedad mental. Son los arquetipos, que indican que una persona ha descubierto una pauta determinada del inconsciente colectivo y la ha elevado a la luz de reconocimiento consciente. Su aparición va marcando el camino hacia la reintegración y la individuación como persona equilibrada. «Sólo durante su periodo clásico (1948-1950), estuvo Pollock libre de su necesidad de sacar a la luz sus experiencias inconscientes, y sólo entonces su estabilidad psicológica fue suficiente para suspender su alcoholismo y permitirle aproximarse al lienzo analíticamente, sin directrices terapéuticas.» (C.L. Wysuph, Jackson Pollock: Psychoanalytic Drawings, Horizon Press, New York 1970, p. 29.)
55. Michel Carrouges, citado en Harald Szeemann, «The Bachelor Machines», Harald Szeemann (ed.): The Bachelor Machines, Rizzoli Publications, New York 1975 (Alfieri Edizioni d´Arte 1975), p. 7.
56. Michel Carrouges, «Directions for Use», idem, pp. 21-22.
57. Franz Kafka, «En la Colonia Penitenciaria», La Condena, Alianza Editorial, Madrid 1995, p. 124.
58. Alain Montesse, «Lovely Rita, Meter Maid», Harald Szeemann (ed.): The Bachelor Machines, Rizzoli Publications, New York 1975 (Alfieri Edizioni d´Arte 1975), p. 110.
59. Idem, p. 111.
60. Steven Naifeh y Gregory White Smith, Jackson Pollock, Circe, Barcelona 1991 (Woodward/White 1989), p. 147.
61. Sigmund Freud, «El Yo y el Ello», Sigmund Freud. Obras Completas, Biblioteca Nueva , Madrid 1997, Vol. 7, p. 2724.
62. Alain Montesse, idem, p. 111.
63. J. Cohen, «Human Robots in Myth and Science», Michel Feher (ed.): Fragmentos para una Historia del Cuerpo Humano (I), Taurus, Madrid 1990 (Urzone 1989), p. 487.
64. Michel Carrouges, «Directions for use», Harald Szeemann (ed.): The Bachelor Machines, Rizzoli Publications, New York 1975 (Alfieri Edizioni d´Arte 1975), p. 21.
fig. 1. Jackson Pollock en su taller, pintando «Number 32». Fotografía de Hans Namuth, 1950.
fig. 2. Günter Brus, «Selbstbemalung», 1965.
fig. 3. Paul McCarthy, «Whipping a Wall and a Window with Paint», 1974.
fig. 4. Paul McCarthy, «Painter» , 1995.
fig. 5. Kazuo Shiraga, 1955.
fig. 6. Shigeko Kubota, «Vagina Painting», 1965.
fig. 7. Janine Antoni, «Loving Care», 1993.
fig. 8. Art and Languaje, «Portrait of V.I. Lenin with a Cap, in the Style of Jackson Pollock I», 1979.
fig. 9. Fritz Lang, fotograma de «Metrópolis», 1931.
fig. 10. «El jugador de ajedrez» de Von Kempelen.
fig. 11. Pantógrafo estereográfico.
fig. 12. Jean Tinguely, «Metamatic nº 9», 1959.
fig. 13. Rosemary Trockel, «Painting Machine», 1990.
fig. 14. Rosemary Trockel, «56 Brush Strokes», 1990.
fig. 15. Rebecca Horn, «Bleistiftmaske», 1972.
fig. 16. Rebecca Horn, «Painting Machine», 1988.
fig. 17. Rebecca Horn, «High Moon», 1991.
fig. 18. Salvador Dalí disparando tinta litográfica para ilustrar el Quijote, 1956.
fig. 19. Jackson Pollock, «Woman», 1930-33.
fig. 20. Jackson Pollock, dibujo 1939- 1940.
fig. 21. Jackson Pollock, dibujo 1939- 1940.
fig. 22. Jackson Pollock, «Number 26 A: Black and White», 1948.
fig. 23. La máquina de tatuar de «En la Colonia Penitenciaria», de Kafka (1914), reconstruida en los Talleres Loeb S.A. de Berna (Werner Huch, construcción; Paul Gysin, pintor)
fig. 24. Jackson Pollock retratado por Namuth, 1950.
Fig.1
Fig.2
Fig.3
Fig.4
Fig.5
Fig.6
Fig.7
Fig.8
Fig.9
Fig.10
Fig.11
Fig.12
Fig.13
Fig.14
Fig.15
Fig.16
Fig.17
Fig.18
Fig.19
Fig.20
Fig.21
Fig.22
Fig.23
Fig.24