Isabel Tejeda

«Inmersión, de Marina Núñez»

«Inmersión», Ed. Centro Puertas de Castilla, Ayuntamiento de Murcia, 2019, pp. 6-11.

Texto en Inglés

 

Hace ya casi veinte años, tuve la fortuna de comisariar una exposición de Marina Núñez en la Sala de Verónicas, Carne. Se trataba de uno de los primeros proyectos en los que esta artista, con la que he coincidido en muchas ocasiones, trabajaba a partir del concepto de distopía. La muestra –en la que seres azules y luminosos con pedúnculos alados flotaban bajo la cúpula de esa antigua iglesia y caían desarticulados (rojos) en cajas/ataúdes de las que no podrían salir jamás- nadaba a contracorriente respecto a las tendencias del pensamiento que auguraban de forma utópica futuros felices, prósperos y libres para el ser humano gracias al uso de las nuevas tecnologías. Sin, por supuesto, llegar a ser tecnofóbica, Carne forjaba una alegoría en forma de intervención en el espacio. Partía de la idea de que los ciudadanos de principios del siglo XXI podrían vivir existencias en la red paralelas a las que experimentan en el mundo de la contingencia, nuevas vidas en las que se desharían de unos cuerpos no elegidos y unas identidades que rechazaban para construirse un avatar deseado y perfectamente diseñado. Estas cuestiones empezaban a vislumbrarse en las posibilidades de un internet aún inmaduro y en un momento en el que no habían nacido redes sociales como Facebook o Twitter.

Las fuentes que entonces cruzaba Marina Núñez en Carne eran, por un lado, las puramente científicas (hay que subrayar que en su vida cotidiana está rodeada familiar y emocionalmente por matemáticos, ingenieros y químicos) y, por otro, la cultura popular; Marina Núñez me citaba en aquellos días novelas como Neuromante de William Gibson (1984),[1] y en mi caso resonaban también películas recientes, como la trilogía de Matrix dirigida por las hermanas Wachowski (cuya primera tanda se presentó en 1999). La artista avisaba en estas primeras piezas sobre lo cibernético, lo post-humano, cómo ya por entonces prácticamente todos los individuos teníamos algo de cíborgs (aunque supusiera simplemente un cambio en nuestras pautas de comportamiento social, en las distintas maneras de buscar información, en la generación de conocimiento o en una lentilla que ocupara el lugar de nuestra córnea original).

En aquel momento me atreví en el texto del catálogo a citar otra utopía conseguida que acabó francamente mal: la deseada entrada de la Ilustración en España de manos de los franceses a principios del siglo XIX se resolvió de forma violenta, con imposiciones y con miles de cadáveres. Goya subrayaba su decepción y dolor en Yo lo ví al describir con crudeza la barbarie que se alojaba tras el ejército galo mientras un tumulto de gentes asustadas e indefensas huían en estampida de sables, carabinas y bayonetas.[2] El sueño de la razón realmente producía monstruos.

Y de nuevo nos encontramos en Murcia. En este caso, lo que nutre la actual muestra de la artista palentina en el Centro Puertas de Castilla, Inmersión, no es una distopía, sino una utopía; quede claro, no obstante, que, como toda obra abierta, las lecturas que puedan hacerse de esta videoinstalación quedan al albur interpretativo de los posibles públicos. Para ello contamos con imaginarios colectivos que, desde nuestra infancia, han estado tejiendo estructuras sobre las que se asienta lo que conocemos; esa arquitectura de la memoria no discierne entre lo culto o lo popular, lo bueno o lo de mala calidad, lo que convive con nosotros desde hace décadas y las nuevas adquisiciones, lo profundo y con muchas capas de lectura o, como le gusta llamarlo a Byung-Chul Han, “lo pulido”, lo superficial, el sino de nuestros tiempos.[3] Estos imaginarios simplemente surgen sin previo aviso.

Así, en una primera mirada, pronta, la nueva videoinstalación de Marina Núñez me recordó a la Estrella de la Muerte, ese gran planeta artificial –esférico, negro, frío- en el que convivían los monstruos milenarios de viscosos tentáculos y vomitivo perfume en las alcantarillas y desagües (lo húmedo), con tecnológicas y frías salas de mando desde las que poder contemplar, bien acomodado y con pantalla panorámica, la destrucción de otros mundos apretando un diminuto botón (lo seco); la aparente perfección esconde miserias en las que anidan los monstruos. También es el mundo por el que Luke Skywalker, ese heroico caminante de las galaxias con acné, culebreaba con su nave más allá de la dermis del planeta frío buscando su punto débil. Skywalker esquivaba a los hermosos cazas enemigos con elegantes rodetes que acababan chocando de forma patosa con la esfera en la que nacieron y saltando en mil pedacitos – incomparablemente mejor, por cierto, el diseño del los objetos pertenecientes al Imperio.

 

De mujeres-arañas

Después, en una reflexión más calma, surgieron muchos otros referentes, unos formales, desde el arte andalusí y sus mocárabes y yeserías, a la piedra ensortijada del estilo manuelino portugués, a las piedras caladas de la gótica Lonja de Valencia, o a las filigranas que tejía mi abuela Isabel con su aguja de ganchillo; elementos todos de una decoración que lleva la superficie hasta la extenuación y en los que el ornamento supera la epidermis para convertirse de forma fractal en la estructura misma de las cosas.

Desde que Adolf Loos escribiera Ornamento y delito en 1908 hemos experimentado una cruzada contra lo decorativo cuya influencia ha calado por supuesto en la arquitectura, pero también en el diseño industrial y en las artes visuales.[4] Para el austriaco la evolución cultural, la idea de progreso aplicada a la producción creativa humana, conllevaba obligatoriamente la eliminación del ornamento ligado, por tanto, a lo tribal, a lo popular, a lo antiguo, a lo atávico, al pasado. También lo conectaba con la esclavitud y con las liturgias religiosas.

He estado reflexionando estos días y creo sin duda que el discurso de Loos afectaba colateralmente a la producción casera y doméstica de las mujeres, las mujeres-araña que enredando hilos de lana erigían tejidos (la producción mayoritaria de las mujeres hasta el siglo XX), y esto es porque se inserta, precisamente, en escenarios pertenecientes a la cultura popular. En el tejido, y aplicando este discurso a mi pasado cultural inmediato, el ensayo de Loos se podría traducir en eliminar los pacientes dedos de mi abuela-araña siguiendo punto a punto los calados de sus faldones de colcha o de mesa camilla, los patucos que protegían los pies de la humedad de las sábanas en invierno, por una telar eléctrico que generara una superficie perfectamente lisa, sin calados, uniforme. Sin errores. Y sin esclavitud. En el fondo, el discurso del arquitecto austriaco remitía, respecto al diseño de los objetos cotidianos, al uso de las máquinas y la sustitución de las artesanías, a la eliminación de las manos de los artesanos y artesanas. Y en el caso de ellas, prácticamente a la desaparición de toda su producción cultural. Y es que, en este tipo de producciones, el ornamento no era superficie, sino estructura en sí. El objeto era todo él ornamento.[5]

Es este salto dialéctico el que me permite conectar esta exposición de Marina Núñez, Inmersión, con los manierismos y lo popular, con ecos que remiten a lo tribal, pero también a la historia de las mujeres situadas a su pesar al margen de la ciencia, al margen de la historia, al margen de una cultura que las ligaba a sus producciones menores, artesanales. El que me conduce a las referencias de un pasado que, desde un punto de vista entrópico, pueda suponer la utopía de un posible mundo futuro. Resulta paradójico que esta defensa del ornamento por parte de Marina Núñez, y todo lo que ella conlleva, se haga con unos recursos de color mínimos, contenida en una infinita gama de grises, blanco y negro. Son paisajes antropomorfizados o figuras “apaisajadas” que se sitúan a medio camino entre lo orgánico y lo geométrico, ya que en su piel, pero también en toda su “carne”, se repite el patrón fractal que genera esta naturaleza salvaje a distintas escalas y que se encuentra atravesada con un orden propio e irregular. Lo que Benoit Mandelbrot define como autosemejanza y que se encuentra en todos los aspectos de nuestro mundo natural.

Analiza alegóricamente Marina Núñez nuestra relación con el entorno en el que nacemos, crecemos y en el que fenecemos. En dicha alegoría, los seres que pueblan estos mundos emergen aparentemente hacia su superficie, si bien comparten un idéntico sistema nervioso, la misma epidermis. Es la forma la que define, la que hace que reconozcamos un individuo, una anatomía similar a la humana, en la mayor parte de los casos cuerpos que parecen femeninos por contar con mamas. Con cabeza, tronco y extremidades superiores. Las inferiores, sin embargo, son el planeta en sí, ya que los pies son parte de las conexiones nerviosas del planeta como ente vivo; se trata de unos pies que no sirven para caminar sino tan solo para conectarse. Que pueden haber quedado como la rémora de lo que fueron, como los dedos de los pies del Homo sapiens sapiens o las últimas vértebras de la columna vertebral – restos de la mutación por la que dejamos de ser hominoideos y bajamos al suelo desde los árboles.

La artista ha generado híbridos entre elementos que la cultura occidental diferencia como componentes distintos, sobre todo respecto a lo que consideramos sujeto y lo que entendemos como objeto. En cada una de nuestras acciones como civilización subrayamos esta dicotomía: el objeto, el planeta y el resto de seres que lo habitan, es explotado por el sujeto, el ser humano. No obstante, no parecemos librarnos de cosificar a algunos de nuestros semejantes como origen de un acto de posesión y sometimiento, un instrumento para no considerarlos pares sino seres inferiores (lamentablemente la historia está llena de estos casos de esclavitud de unas culturas hacia otras, de un género hacia otro).

Me pareciera que estas amazonas habitantes de los cráteres de filigrana viven en un escenario apocalíptico; me imagino una brutal extracción de materias primas que ha dejado el entorno seco, calado, y por tanto ellas también se han deshidratado, lo que remitiría, por tanto a una carencia. Pero también puede ser un mundo nacido de esta manera en el que no hay diferencia entre el individuo y el contexto, sino una empatía camaleónica entre ambos.

 

De mujeres-árbol

Hay en la exposición unos cubos de cristal que en cada interior guardan la talla con laser de una figura femenina cuyas piernas simulan raíces que se intrincan en la base del material traslúcido. Pareciera que el cristal las protege del exterior, pero ellas son cristal en sí: esa masa transparente, en apariencia dura y pesada, es en realidad su epidermis. Mientras, sus extremidades generan rayos de luz, de electricidad (recuerdo una obra hermana que ya estuvo en Murcia hace veinte años, Sin título, Ciencia ficción, 2001), aunque también podrían ser ramas luminosas de un árbol luciérnaga.

Es de hecho común tanto en la cultura popular como en la mitología la existencia de seres mutantes que se sitúan como bisagras entre sujeto y objeto; entre ellos me gustaría citar, en esta ocasión y por un cierto parangón formal, a aquellos individuos que son medio humanos, medio árboles, personajes que pueden ser varones, como los Ents de Tolkien,[6] pero que por lo general están encarnados por féminas, las dríades. Como Dafne, citada su historia en las Fábulas de Hyginus o en Las metamorfosis de Ovidio, ninfa que queda arraigada a la tierra, en su huída de Apolo, un dios que la persigue sin importar que su amor no sea correspondido:[7]

«¡Ninfa, te lo ruego, del Peneo, espera! No te sigue un enemigo;
¡ninfa, espera! Así la cordera del lobo, así la cierva del león,  
 así del águila con ala temblorosa huyen las palomas, 
 de los enemigos cada uno suyos; el amor es para mí la causa de seguirte. (…)

 «Préstame, padre», dice, «ayuda; si las corrientes numen tenéis,  
 por la que demasiado he complacido, mutándola pierde mi figura». 
 Apenas la plegaria acabó un entumecimiento pesado ocupa su organismo, 
 se ciñe de una tenue corteza su blando tórax, 
 en fronda sus pelos, en ramas sus brazos crecen, 
 el pie, hace poco tan veloz, con morosas raíces se prende,
 su cara copa posee: permanece su nitor solo en ella. 
 A ésta también Febo la ama, y puesta en su madero su diestra 
 siente todavía trepidar bajo la nueva corteza su pecho, 
 y estrechando con sus brazos esas ramas, como a miembros, 
 besos da al leño; rehúye, aun así, sus besos el leño”.[8]

El personaje de Dafne aparece construido, por tanto, como un objeto de deseo de Apolo, él sí, invariablemente sujeto; de hecho, el dios, tras su imposible caza y la conversión de la ninfa en laurel, decide apropiarse de una de sus ramas para diseñarse una corona, honor que debemos leer como una recompensa, como un premio. Ella por su parte se ha sacrificado al no tener más salida que convertirse en otra cosa, en algo aparentemente distinto. La única forma de liberación es la metamorfosis. Protegida por su conexión con la naturaleza. Convertida en este caso en cristal.

 

De mujeres-cráter

En la video-instalación, la cámara, como ojo subjetivo que somos nosotros, los espectadores y espectadoras, se adentra en un espacio construido como una muñeca rusa: un ambiente que alberga otro similar en su interior y luego otro, y otro. Un cráter nos da acceso a una explanada del mundo donde hay más orificios… la cámara elige uno y la situación vuelve a reiterarse. Cuando llegamos a lo que parece ser la meta del viaje nos encontramos con estas figuras –en el primer vídeo es una mujer; en el segundo son dos; en el tercero tres- que miran hacia arriba impasibles (parecen haber percibido nuestros ojos), aunque quizás lo hacen de forma amenazadora; sus cuerpos se hunden en la epidermis del planeta convirtiéndose en la tierra recamada, siendo tierra recamada. Para ello la artista genera una estructura narrativa en la que la cámara realiza un travelling hacia el interior de la imagen, un viaje cenital que parece no tener fin y que resulta hipnótico. Mientras, se crea un recurso alegórico común en algunos vídeos de esta artista: sujeto y objeto acaban fundiéndose, se intercambian, o nacen uno del otro, porque en el fondo, como quiere indicarnos Marina Núñez, son lo mismo. Porque esa separación entre sujeto y objeto no deja de ser una convención que fácilmente puede quedar subvertida: en cuanto cambian las relaciones de dominación… o en cuanto desaparecen. Pensemos en producciones de los últimos años de esta artista como El Infierno son nosotros (2012). En este trabajo, una videoinstalación que presentó en la capilla del Patio Herreriano de Valladolid, unos personajes –de nuevo casi todo mujeres- parecen huir de unas llamas; lo hacen de una en un pero, al llegar reptando arriba, se convierten en fuego poniendo en evidencia que huían de sí mismas. De la misma manera que reptaron vuelven a caer fundiéndose con la hoguera.[9] También podemos citar Phantasma (2017), una serie de vídeos (la artista siempre trabaja varias piezas similares a la vez) que presentan rostros en un primer plano; son seres de arena que parecen ir desapareciendo grano a grano por la erosión del viento.[10] Finalmente el vídeo se reinicia volviendo al punto de partida. Se trata de seres que eran uno y a la vez muchos.

Seres de fuego, seres de arena, seres arbóreos, seres híbridos… Planea sobre estos trabajos la idea del eterno retorno, un relato que narra cómo los mundos que se extinguen vuelven a crearse con la misma materia. Porque son autosemejantes.

 

 

[1] William Gibson, Neuromante, Barcelona, Minotauro, 1997,

[2] Esta sanguina pertenece a las colecciones del Museo del Prado. Vid https://www.museodelprado.es/coleccion/obra-de-arte/yo-lo-vi/0620975c-ecac-4b67-8b03-9a7b9cf44ca8 (En línea. Última entrada 28/03/2019)

[3] Byung-Chul Han, La salvación de lo bello, Barcelona, Herder, 2018, pp. 11-23.

[4] Adolf Loos, Ornamento y delito y otros escritos, Barcelona, Gustavo Gili, 1980.

[5] El tiempo y nuestras maneras de vivir las relaciones entre cotidianeidad, ocio y trabajo se ha aliado con las pretensiones de Loos. Resulta difícil que la mayoría de las mujeres actuales conozca estas labores tradicionales que estaban fundamentalmente conectadas a la vida doméstica, única salida laboral de nuestras madres y abuelas. Y si bien han desaparecido las productoras, no así la producción de ornamento, hecha, esto sí a partir de maquinarias textiles.

[6] Los Ents son árboles, pero también pastores de árboles y se mueven, aunque muy lentamente. Vid. John Ronald Reuel Tolkien, El Señor de los anillos, Barcelona, Minotauro, 1993.

[7] Hyginus, Fábulas, Madrid, Gredos, 2009; Ovidio, Las metamorfosis, Barcelona, Bruguera, 1982.

[8] Ibíd., pp. 25-27-

[9] Vid. https://www.marinanunez.net/2012-galeria-8/ (En línea, última entrada 27/03/2109).

[10] Vid. https://www.marinanunez.net/phantasma/ (En línea, última entrada 27/03/2109). El viento tiene una fuerte presencia en el audio de la pieza, compuesto por Luis de la Torre, el músico que en los últimos años trabaja con Marina Núñez.