Marina Núñez
Es el tiempo de Prometeo
“Artyco”, nº 11, invierno 2001, pp. 53-55.
Todos sabemos que la historia occidental, a pesar de sus manifiestas pretensiones de universalidad, es la historia de un ser humano muy concreto. Y que, para autodefinirse como la norma, para constituirse en canon, el hombre occidental ha necesitado nombrar a sus otros, que son estructuralmente necesarios para su definición. Hay que situar al otro–negro, indigente, exótico, mujer, homosexual…- para delimitar consecuentemente al Uno.
Pero una vez creados esos seres diferentes que le permiten autoafirmarse, el sujeto los percibe, de modo un tanto paranoico, como amenaza. Y los califica de monstruosos.
Esta perversa maniobra alcanza cotas aún más altas de retorcimiento: también dentro de sí el sujeto occidental encuentra al monstruo, su propia ración de peligrosa otredad: el cuerpo.
Quien dice cuerpo dice los sentidos, que engañan a la razón presentándole apariencias en vez de esencias; dice las emociones, que entorpecen el conocimiento objetivo; dice las pasiones, que malogran el rigor moral.
En la cultura occidental, la confluencia de platonismo y cristianismo hace del cuerpo una vergüenza. El alma se degrada en contacto con el cuerpo, que es para ella una cárcel, o una tumba, que la aparta de su empecinado camino hacia lo Bello, el Bien y la Verdad. El cuerpo occidental es un objeto potencialmente monstruoso: la mentira, el pecado, la enfermedad, el caos, la locura… acechan emboscados en él.
Y todo eso en balde, porque encima parece que es inútil, superfluo para el cogito, que supuestamente no se forja en función de esa base fenomenológica que el cuerpo provee.
A este monstruo propio es más difícil mantenerlo a raya, apartarlo del yo esencial, ese hipotético yo descarnado que aspira a trascender su instancia material, sin demasiadas ganas de esperar para ello a la muerte.
Pero siempre hay algunos trucos: autoadjudicarse, al menos en el imaginario, un cuerpo lo más abstracto, lo menos corporal posible, un cuerpo comedido, estable, impenetrable, puro. Y situar la monstruosidad en ciertas características grotescas, que de hecho tan sólo son hipérboles de aquello que caracteriza a la materia biológica.
Como la desmesura: son monstruosos los cuerpos sin medida, caóticos y desordenados, demasiado grandes o demasiado pequeños, con miembros que sobran, miembros que faltan, o miembros recolocados en sitios inoportunos.
O como la inestabilidad: son monstruosos los cuerpos inacabados, en proceso, capaces de metaforsearse, los cuerpos blandos, fluidos e inestructurados de los que cualquier desarrollo puede esperarse.
O como la obscenidad: son monstruosos los cuerpos sin bordes o contención, los que transgreden los lïmites impuestos por esa frontera ficticia con el mundo que es la piel, los que muestran abiertamente sus huecos y orificios, y a través de ellos defecan o sangran, lloran o eyaculan, sudan o secretan.
O como la heterogeneidad: son monstruosos los cuerpos que atentan contra la pureza, los cuerpos híbridos formados por combinaciones ilegítimas, compuestos por mezclas de diferentes cuerpos humanos, o de humano con animal o vegetal, o de humano con inorgánico.
Así que, según esta breve clasificación, todos tenemos algo de monstruos: medidas imperfectas, procesos de cambio, desechos corporales. Incluso la mezcolanza: los trasplantes de órganos humanos o animales, la ingeniería genética y la creciente incorporación de ingenios artificiales han hecho de los cuerpos del siglo XX entidades decididamente mixtas.
¿Y que hay del siglo XXI? Las previsiones en los relatos de ciencia ficción oscilan entre dos extremos: por un lado, la radical supresión de la monstruosidad carnal por el sencillo procedimiento de eliminar el cuerpo. Por el otro, una reconfiguración física que nos llevaría a ser los poseedores de un cuerpo alterado, monstruoso en grado sumo.
La opción A, los poshumanos descorporeizados, culminan el sueño platónico occidental. Lo que se ha llamado según los momentos históricos espíritu, idea, esencia, razón…, ahora se denomina información, pero sigue siendo una instancia inmaterial, repositorio de la conciencia del yo, a la que se desvincula milagrosamente de todo sustrato físico, puesto que puede flotar libremente de uno a otro sin pérdida de significado o forma.
Norbert Wiener, el padre de la cibernética, proponía, ya a mediados del siglo XX, una visión de la conciencia humana como un conjunto abstracto de datos ensamblado de determinada forma, un flujo inmaterial y ordenado de información.
Si las células que componen un cuerpo humano cambian varias veces a lo largo de una vida, argumentaba, entonces no podemos ser huesos y músculos, nervios y sangre. La identidad no puede consistir en la continuidad física, sino en la continuidad de unas pautas de organización que se perpetúan a sí mismas.
El cuerpo es un epifenómeno, y podría llegar a ser claramente superfluo cuando se dominara la técnica de transferir las pautas informativas cerebrales a otros cuerpos que las actualizaran. U otras máquinas, como propone el robotista Hans Moravec, quien cree que en un futuro próximo será posible descargar la conciencia humana en un computador.
La opción B tampoco tiene en mucha consideración a nuestros cuerpos, frágiles entes obsoletos, pero en vez de abolirlos propone reconfigurarlos. La cirugía y la ingeniería genética se combinarían para mejorar las habilidades corporales y adaptar el cuerpo poshumano a las nuevas situaciones que se avecinan, a los nuevos espacios que se colonizarán.
Cambios, por ejemplo, para adaptar el cuerpo a la infosfera. Cabezas cableadas con enchufes que permitan conectar axones neuronales con circuitos electrónicos para lograr la ansiada interfaz directa hombre-ordenador.
Esto nos proporcionaría una experiencia vicaria de la existencia desomatizada: nuestra conciencia se deslizaría incorpórea y libre por ese imaginario microelectrónico llamado ciberespacio o matriz. La realidad virtual ya hace posible experiencias reales en espacios imaginarios, y su desarrollo desembocará, según la narrativa ciberpunk, en una representación espacial de las redes transnacionales y bases de datos de internet capaz de hacernos sentir físicamente inmersos en la red.
O cambios más radicales, que adaptarían el cuerpo a ámbitos menos hospitalarios con nuestra biología que el terrestre, mediante una evolución tecnológicamente controlada que no espere pacientemente la ayuda de mutaciones espontáneas.
La pérdida de masa ósea y muscular en astronautas que viven en ingravidez nos da una idea de lo específico que es nuestro cuerpo, el espectro tan breve de condiciones ambientales que cubre. Necesitaremos vísceras y metabolismos capaces de enfrentarse a otras atmósferas y gravedades, nuevos órganos de los sentidos que capten informaciones que ahora nos están vedadas, formas insólitas que permitan maniobrar con eficacia en ámbitos ahora intolerables.
Pero los nuevos monstruos sólo lo son desde nuestra perspectiva: si, por poner un ejemplo, un cuerpo de piel quitinosa y forma de pulpo cabezón es lo que le conviene al orden social que se avecine, lo monstruoso será aferrarse a un canon desfasado. Porque lo monstruoso es siempre lo que se opone a las normas establecidas, lo que desafía un sistema, y su apariencia cambia con la ideollogía dominante.
Desengañémonos: la Venus de Milo está acabada, y a Frankenstein le ha llegado su momento.