Gloria Picazo
Entrevista a Marina Núñez
“Marina Núñez”, catálogo individual, Ed. Ayuntamiento de Lleida, 2001.

 

Para hablar de arte y de tu particular trayectoria artística, me gustaría que previamente habláramos de literatura. En numerosas ocasiones te has referido a tu interés por H.P. Lovecraft, F. Kafka, O. Wilde, M. Shelley y la ciencia-ficción en general, podrías decirnos cómo se conjuga este interés con tu dedicación al arte contemporáneo y cómo estos referentes se han ido inscribiendo en tu discurso artístico?

La literatura, y más concretamente, la novela, es mi referente genérico más claro, al menos el más deliberado. Siempre he querido contar historias, y la compulsión narrativa la adquirí leyendo todo lo que caía en mis manos, bueno o malo, de géneros “cultos” o populares, de una u otra época o país, indiscriminadamente. De hecho, imagino mis imágenes como párrafos, instantes congelados de un cuento, uno probablemente trágico. Pero intento ser consciente de las trampas perversas que encierra el uso de la narrativa.

Se supone que la narrativa clásica apostaba y apuesta por los significados cerrados y estables. En consecuencia, es sabia, porque resuelve enigmas, y persuasiva, porque promete autoridad y verdad. Es por tanto placentera, dentro de su pequeño universo los deseos que incita en el lector son satisfechos. Crea espectadores con posiciones de dominio y conocimiento, con sensaciones de sabiduria, de omnisciencia, de control. Falsos, claro está, pues la solución se logra y las contradicciones se resuelven tan sólo en la ficción, pero no por ello menos consoladores. O malformadores, según se mire.

Porque para muchos pensadores, esas satisfacciones son ideológicamente perniciosas, crean unos sujetos que se sienten unitarios, seguros, coherentes, con marcada tendencia a ignorar o aceptar pasivamente las contradicciones, desgarros e incoherencias del mundo real, confortados por la lógica estructural del mundo de fábula.

Por eso algunos autores se niegan en redondo a emplear la narrativa clásica, evitando cualquier historia, cualquier guión. Otros, menos drásticamente, prefieren minarla desde dentro, por ejemplo rompiendo secuencias, distorsionando velocidades, dislocando tiempo y espacio, incluyendo metaficción, proponiendo puntos de vista múltiples e incongruentes… que impidan que el espectador acepte sin más los significados ofrecidos por el texto y le hagan consciente de su labor de productor de significados.

Eso es lo que a mí me interesa, proponerla a la manera habitual para luego defraudarla. Prefiero utilizar sus gratificantes cualidades, de las que se deduce la probable identificación del espectador con los personajes, de la que a su vez se deduce una gran capacidad de seducción, importantísima para convencer al espectador de que se pare, y mire, en una época de tanta inflacción de imágenes.

Porque no toda la narrativa responde a la ideología dominante, esto es obvio, pero tampoco toda narrativa necesariamente altera de forma negativa nuestra relación con las condiciones reales de existencia. Puede haber narrativas que se adapten a nuestra tendencia a contar y oir historias, pero que no sean las narrativas «maestras», que rehusen una posición de conocimiento seguro, que nieguen el “final feliz” (o infeliz, que lo mismo da), que destaquen las contradicciones y fragmentaciones que impiden la solución de la historia, en vez de aplanarlas.

Idealmente, los espectadores pueden engancharse con la obra atraidos por esos momentos de plenitud que la narrativa promete, pero para en seguida encontrarse con que se le niegan la coherencia y plenitud ficticias, para toparse con el desasosiego de los textos que desafían el cierre y no se sitúan en lugar seguro.

En cuanto a cómo van incluyéndose en la obra referentes concretos, hay ciertos autores con los que pueden haber eventuales coincidencias temáticas o iconográficas, como Shelley o Poe en cierto momento, o escritores de ciencia ficción como Gibson o Bear en otro. Y luego hay autores cuya visión del mundo permea toda la obra, como Kafka.

 

Así mismo, tú misma has publicado numerosos escritos sobre tu particular visión de la creación artística. ¿Cómo sitúas tus aportaciones literarias en el conjunto de tu trabajo y crees necesario el ampliar el corpus conceptual de tu pintura con contribuciones de otro orden?

Yo no creo que sean aportaciones literarias, más bien ensayísticas, y en todo caso mínimas. En cualquier caso, hay dos cosas que me interesan al respecto.

Una, de orden artístico, es que, en ocasiones, leer las opiniones de un artista me ha servido para que su obra adquiera nuevas e inesperadas resonancias (aunque es igualmente cierto que otros artistas empobrecen su obra al explicarla). No creo que las obras de arte necesiten como “muletas” las explicaciones verbales, quitando algunas particularmente crípticas o que se muevan precisamente en el terreno de los conceptos o discursos verbales, pero tampoco tengo ningún resquemor respecto a utilizar esa herramienta para facilitar la comunicación, para ser, como quien dice, redundante.

La otra, de orden político, es que considero que la actual situación de poder del artista en el conjunto de la “institución arte” es irrisoria, patética, e intolerable. Y aunque estoy lejos de considerar que los mártires de una injusticia deban ser encima catalogados como los principales culpables, lo cierto es que hay que asumir nuestra parte de responsabilidad, y reconocer que la inmovilidad y la apatía caracterizan a nuestro colectivo, que tiene bien dominada la prosa victimista y bien aparcado el espíritu combativo, probablemente por ser éste mucho más “peligroso” o menos recomendable para agradar a los diversos poderes (como si la situación pudiera empeorar).

Uno de los mecanismos más claros para paliar en algo nuestra indefensión es tomar la palabra, que, como ya se sabe, tiene desde siempre más prestigio intelectual y social que las imágenes plásticas. Ya en el periodo clásico del arte griego, y para separarse del reino de la producción manual propia de esclavos, los artistas recurrieron a la táctica de participar del mundo de las letras y del pensamiento y publicar escritos, ya que la literatura y la ciencia ayudaban a descontaminar al artista de la lacra del esfuerzo artesanal.

Parece mentira, pero a pesar de todo el tiempo transcurrido, y de tantos artistas eruditos, las cosas no han cambiado mucho: siguen triunfando los mitos del artista intuitivo y visionario, no racional y en absoluto intelectual, que se “expresa” apasionada y originalmente mediante un producto que luego Otros tendrán que entender, explicar, comercializar. No hace falta pensar mucho para saber que estas leyendas no están jugando a nuestro favor, y que el hecho de que en gran medida las acatemos, retirándonos a nosotros mismos la palabra a pesar de tener muchas cosas pertinentes e impertinentes que decir, hace que seamos, precisamente, “tontos como un pintor”.

 

Hablando de pintura y en estos tiempos en los cuales los procedimientos pictóricos parecen haber quedado un tanto obsoletos, frente al predominio de la fotografía y los demás medios audiovisuales ¿podrías darnos tu opinión sobre por qué has decidido mantenerte en el terreno pictórico y cómo tú misma estas evolucionando en el interior de ese mismo discurso pictórico?

Las letanías sobre el fin de la pintura son casi tan agotadoras como las defensas entusiastas del óleo y los pinceles. Está claro que las técnicas no están ni nunca han estado aisladas de problemas significativos; al contrario, las técnicas, de por sí, vehiculan significados. Es decir, cada medio, fotografía o escultura, grabado o vídeo, comporta unas especificidades sintácticas, pero también unas especificidades semánticas. De modo que un contenido no se puede expresar en todas las técnicas, o una técnica no puede expresar todos los contenidos. Luego tiene que haber un punto de consciencia, de deliberación, al elegir una técnica en función de lo que queramos contar.

Pero los argumentos antipictóricos radicalizan, ingenua o intencionadamente, este hecho, llegando a un insulso e inconsistente fetichismo de la forma. El argumento es el siguiente: si la forma implica de por sí significados, hay que apostar por la creación de nuevas formas para poder expresar nuevos significados. Es decir, no se puede pedir prestado un lenguaje y esperar decir con él algo diferente al orden que lo creó y lo sostiene. No se puede argumentar con las viejas reglas nada que ellas no permitan, sólo queda cambiar de reglas. Un contenido alternativo requiere necesariamente una forma alternativa. Se llega así a una aclamación de la innovación técnica y formal, propia de lo que se conoce como “arte de vanguardia” (en un sentido amplio, no ya referido a las vanguardias históricas) como el culmen de la progresión artística.

Sin embargo, creo que es más cierto que un nuevo lenguaje no asegura significados progresivos. Y no solamente porque haya bastantes artistas utilizando las nuevas tecnologías con una actitud de partida anacrónica, sin considerar en absoluto las cualidades y connotaciones propias del medio. Si no además porque, si bien es cierto que una forma implica de por sí cierto tipo de contenido, no lo “asegura”, es decir, éste no permanece inamovible a lo largo del tiempo. Ninguna forma se identifica absoluta y definitivamente con un sentido. El óleo, por ejemplo, ha podido significar “arte culto” o “atención a la luz” o “huella procesual”, igual que ahora puede significar “arte reaccionario” y en el futuro podría significar “arte popular” o cualquier otra cosa.

Hay muchos ejemplos en ese sentido, formas aparentemente similares que son construidas con propósitos divergentes o incluso opuestos. Basta con pensar en las esculturas constructivistas rusas y sus análogos formales minimalistas, hablando las primeras de lógicas universales y las segundas de collages específicamente contingentes. O en la tradición de cuadros monocromos, que han representado, con apariencias muy similares, lo Absoluto cargado de valores espirituales (Malevich), la forma pura y escueta menos espiritual que imaginarse pueda (Reinhardt), la ironía del remake apropiacionista (Levine), etc.

Y es que las formas no tienen valores intrínsecos o inmutables, sino transitorios. Porque ninguna forma determina el significado por sí sola. El significado se negocia entre la forma y las formaciones discursivas en que éstas se inscriben. Por eso la forma es tan cooptable como los demás elementos de una obra de arte, y con el tempo tan rápido en que vivimos, todo se desgasta muy rápido. Obviamente, no es lo mismo hacer una instalación ahora que hace 15 años, y el arte en la red pronto será netamente académico, y ya no jugará con la ventaja, esa “limpieza” o “inocencia”, que da la pura novedad.

Dicho esto, entiendo perfectamente que en la década de los 70 muchos artistas se negaran a trabajar con un medio, la pintura, que consideraban vinculado al sistema, contaminado, por ejemplo, por el orden patriarcal, que sistemáticamente se había servido de él para representar a las mujeres como objetos. Y entiendo que el entusiasmo pictórico de los 80 no hizo nada para mejorar la situación de la pintura, con toda esa retórica reaccionaria que rescataba lo más anacrónico del genio pictórico. Pero es igualmente cierto que también ha habido pinturas, que podríamos llamar conceptuales, que sí cuestionan el trabajo ideológico de las representaciones, en concreto de las representaciones pictóricas, que en cierto modo utilizan el medio contra sí mismo, puesto que suspenden, vacían, cuestionan o alteran inesperadamente sus significados históricos. Eso es lo que yo he pretendido al utilizarla.

No hay que desdeñar la oportunidad estratégica de todas esas prácticas que se insertan en la autoridad y la historia precisamente para corromperlas Eso supone una ventaja: que pillas al sistema, como si dijéramos, desprevenido. Se mantienen más o menos los significantes, pero para que alberguen significados diferentes, de forma que te infiltras de mala fe, utilizándolos a contrapelo, dando confianza para luego confundir. Si los códigos están infectados, ese es el punto de partida, y habrá que introducir nuevos virus. La idea es emplear las apariencias más típicas como desafío a los propios sentidos que albergan.

 

Thomas Mann en su Doktor Faustus señalaba que la cultura no es otra cosa si no la devota y ordenadora incorporación de lo monstruoso y de lo sombrío en el culto de lo divino. Creo que en tu trabajo existe un profundo anhelo de belleza perseguido a través del intento de revelar lo siniestro, ya sea mediante tus monstruas, freaks o cyborgs ¿Cómo analizas tú esta dualidad, entre lo bello y lo siniestro, que ha sido de tema de reflexión desde todos los campos del pensamiento?

Es una dualidad fascinante. Lo monstruoso deforme y repugnante, el fenómeno físico  antítesis de la belleza armónica, puede provocar reacciones gruesas e inmediatas de repulsión física ante el error de la naturaleza. Lo monstruoso bello y cotidiano, en cambio, nos seduce, juega con los poderes de nuestra imaginación y provoca, con mucho más alcance, nuestro terror: el lado oscuro acecha a nuestro lado, en nuesto propio entorno, bajo nuestra misma apariencia, incluso en nuestro mismo interior. Todo es potencialmente siniestro, las fronteras entre lo bueno y lo maligno, lo sano y lo enfermo, lo cuerdo y lo loco, se desdibujan, basta con mirar atentamente para acatar sin remedio ese inquietante desdoblamiento.

La cuestión es para qué se representa. ¿Como exorcismo? Tras las fachadas de orden acechan nuestros miedos y obsesiones. El psicoanálisis ha dejado claro que la represión de esas tensiones desemboca en todo tipo de patologías. Cuanto más nos obstinemos en borrar lo siniestro, más lo fortaleceremos. Si lo atroz se intenta ocultar, volvera a nuestras vidas para vengarse. Enfrentarse a lo espeluznante, en cambio, tiene un efecto catártico, purgante. Integrar nuestros monstruos en nuestras vidas, sacar nuestros temores a la luz, puede hacernos ganar algún poder sobre ellos: nos permite asumir aprensiones y miedos, enfrentar despiertos y a salvo las pesadillas, identificar lo que creemos que es el mal, recalificarlo en ocasiones como normal, convertirlo, por qué no, en compañero de viaje.

Pero además, la representación de lo monstruoso tras la hermosa y tranquilizadora piel puede responder a un análisis ideológico de los distintos “fenómenos” que crea nuestra sociedad, y a una reivindicación de lo reprimido frente a las leyes de la uniformidad. Porque lo bello no es sólo un falso maquillaje, sino un concepto violento, excluyente, pues bajo su apariencia inocua se esconde la persecución implacable y totalitaria de lo no canónico, de lo diferente. La belleza es un terapéutico placebo estético, un sedante que trata de hacernos aceptable la realidad que se nos vende, y oculta así el verdadero calado represor de su tejido moral e intelectual.

Remo Bodei lo expresa con toda claridad: «el arte tiene el deber concreto de recurrir a lo amorfo, a lo disonante, a lo repudiado, de profundizar en todas las manifestaciones deformadas y desfiguradas de una verdad dolorosa que -constreñida a esconderse y disfrazarse para escapar a la persecución de los poderes establecidos- ha acabado asumiendo un rostro híspido, repugnante y terrible.»1

 

En los últimos años se ha situado tu trabajo muy cercano a los discursos feministas de nuestro país y has estado presente en las escasas exposiciones significativas que en España han tratado este tema. ¿Cómo sitúas tu trabajo en el contexto del debate feminista y consideras que tu decisión de situarte en este ámbito significa tu particular aportación a una visión socio-política de la práctica artística?

Sí que tengo una visión sociopolítica de la práctica artística. No es sólo que yo haya intentado posicionarme políticamente, por ejemplo en cuanto al género, a través de mis obras, sino que creo que toda obra de arte es política, aunque no lo pretenda deliberadamente.

Lo que quiero decir es que toda representación está posicionada ideológicamente, autoriza ciertos significados y reprime otros. A pesar de que la ideología intenta presentar sus prejuicios como verdades, “obviedades” objetivas y universales, no existe ningún terreno neutral. Desmitificar un estereotipo o documentar alguna injusticia no es más político como propósito que vender mucho o decorar paredes. Aceptar implícitamente el poder, reproducir los esquemas aprendidos, es también una elección política.

Y además, me interesa particularmente la actitud de los escasos artistas a los que se llama políticos, aquellos que intentan explícitamente intervenir con su arte en la vida social. No tengo ninguna duda de que las representaciones que circulan construyen lo que conocemos como realidad, y definen y posicionan al sujeto al que se dirigen. Y creo, por tanto, que las transformaciones de lo simbólico transforman a la larga lo real.

En nuestra era de simulacros, esto es aún más claro, porque se supone que aumenta la confusión entre realidad y representación: no tenemos experiencia “directa” del mundo, sino experiencia del mundo representado en las imágenes que la televisión, los anuncios en  prensa y en la calle, los videojuegos o los ordenadores nos ofrecen. Dicho de otro modo, los signos son nuestra nueva naturaleza, y a su imagen formaremos nuestro concepto del mundo.

En esta apoteosis mediática, el arte sigue siendo una representación de gran prestigio, que si bien no llega de por sí al gran público, sin embargo se constituye en una punta de lanza a la que se agarran descaradamente publicistas y diseñadores de imágenes de consumo. Luego su influencia indirecta puede ser de gran alcance en este momento histórico.

No es necesario pensar en utopías revolucionarias tipo vanguardias históricas, que generalmente paralizan o nos hacen sonreir irónicamente, por su desmesura. Basta con pensar, en términos foucaultianos, en resistencias locales que cuestionen puntualmente los parámetros de lo permisible. No es cuestión de cambiar una normas por otras superiores y definitivas, sino de activar imparablemente las diferencias. Habermas señala que, cuando una experiencia estética se introduce en la vida cotidiana, puede de hecho cambiar nuestra percepción del mundo, renovar la interpretación de nuestras necesidades. Es una versión nada grandilocuente del potencial emancipatorio del arte.

En cuanto al feminismo, y simplificando mucho, a través de las locas, muertas, monstruas o cíborgs, de todos esos seres aberrantes, he intentado representar al cuerpo femenino -y su correlato, la identidad femenina- como anómalos según la mirada masculina que los ha construido.

Pero en esta revelación de cierta imaginería estereotipada que circula sobre lo femenino, no hay sólo denuncia, sino también una atracción o una apuesta por la anomalía. Es decir, no se trata de reivindicar el lugar de la Norma, o de lo Uno, para las mujeres, sino de hacer que esa Norma se tambalee exagerando la otredad, el lugar que se le ha asignado a lo femenino, lugar que puede prefigurar la posibilidad de que todo ese edificio de categorizaciones jerárquicas y excluyentes, tantas veces descritas como propias de la cultura occidental, se tambalee y derrumbe.

Dicho de otro modo, poner en juego imágenes que no se adecúen al canon vigente multiplica las posibilidades de identificación. La proliferación de representaciones de la diferencia está poniendo de manifiesto, y en ese sentido proponiendo, nuevos modelos de subjetividad, y menoscaba así el poder de las imágenes homogéneas dominantes, que dejan de jugar solas.

 

Una de las ideas capitales que ha planeado en la organización de la Biennal d’art Leandre Cristòfol, así como las actividades y publicaciones que hemos ido realizando desde su primera edición en 1997, ha sido tratar de aportar una reflexión sobre la actual situación del arte español. Para ello hemos presentado en sus dos ediciones una selección de artistas que creemos constituyen un panorama representativo de la creación en nuestro país, así mismo ello nos da pie a reconsiderar qué está sucediendo con el arte español visto desde el exterior. Por tu trayectoria y por tu participación en bienales internacionales, como la de Buenos Aires, en la que presentaste tu obra el año pasado, cómo crees que debería desarrollarse una política adecuada para difundir nuestro panorama artístico internacionalmente?

Tengo la sensación de que el problema no es aún cuál es la política adecuada, sino que exista cualquier política en ese sentido. Lamentablemente, aún no es tiempo de sutilezas, de debatir sobre si son son más efectivas las becas para estancias en el extranjero, los apoyos a exposiciones en galerías extranjeras o las exposiciones institucionales de promoción de artistas españoles en el extranjero, por poner algunos ejemplos. Sino de decidir que de verdad se quiere exportar nuestro arte, lo cual supone una inversión económica que el estado español está lejos de plantearse.