Bárbara Rose
El mundo está demasiado con nosotros
«Demasiado mundo», catálogo individual, Ed. Generalitat Valenciana, Centre del Carme, Valencia 2010.
El mundo está demasiado con nosotros; tarde y pronto,
obteniendo y gastando, derrochamos nuestros poderes:
poco vemos en la Naturaleza que sea nuestro;
hemos entregado nuestros corazones, ¡y por qué sórdida recompensa!
La Mar que desnuda su seno a la Luna;
los vientos que aullarán a todas horas,
recogidos ahora como durmientes flores;
en esto, en todo, estamos en desarmonía;
no nos conmueve. ¡Dios mío! Preferiría ser
un pagano criado en una fe ya extinta;
así podría, aquí en este plácido prado,
entrever imágenes me entristecieran menos;
Ver a Proteo emergiendo del mar;
o escuchar al viejo Tritón soplar su acaracolado cuerno.
William Wordsworth, 1806
En 1967, un año después del nacimiento de Marina Núñez, Stanley Kubrick estrenaba 2001, su histórica profecía sobre el futuro del viaje por el espacio. El filme fue pionero en aprovechar al máximo los efectos especiales y la animación para simular la vivencia del espacio exterior y la maquinaria tecnológica necesaria para llegar a él, así como la desorientación a la que el cuerpo humano se vería sometida en el proceso del viaje espacial. El irónico recurso al vals vienés en la banda sonora de 2001: una odisea del espacio subrayaba la separación entre las fantasías de la ciencia ficción y la situación real de una cultura atascada dentro de unas formas anticuadas y mal preparada para hacer frente a las nuevas realidades que se iban desplegando.
En el periodo transcurrido desde la realización de aquella película, la tecnología ha progresado a velocidad estelar, faltándonos el tiempo necesario para digerir, comprender y sopesar las innovaciones que están cambiando nuestro concepto de la humanidad y sus posibilidades de evolución. No hay parcela de la existencia humana que no haya quedado afectada por esos vertiginosos cambios que alcanzan a todos los ámbitos de lo que hacemos, de lo que somos; de la producción automatizada a la capacidad militar para destruir vida humana, pasando por los descubrimientos científicos dirigidos a prolongarla o a cambiar la relación entre humanidad y naturaleza. Idéntica importancia en la mudanza de nuestras percepciones tiene el incesante ritmo de innovación que registran las tecnologías electrónicas de comunicación.
La consecuencia de esos cambios asombrosos es que hoy en día es imposible estar vivo y plenamente consciente y mantenerse al margen de esas alteraciones trascendentales para nuestro comportamiento y nuestras percepciones tanto del mundo y de su historia como de nuestro sentido de identidad personal. Con todo, pocos artistas tienen suficiente coraje o capacidad para enfrentarse a esos cambios radicales y convertirlos en contenido de su trabajo. La rapidez y persistencia de los avances tecnológicos nos sitúan en un momento de flujo y de revisión, muy en particular, de la cuestión apremiante de si la tecnología anticipa la posibilidad de una utopía más humana o la sentencia de muerte de la civilización en una distopía apocalíptica en la que las máquinas controlen a los humanos en lugar de lo contrario. En la última de sus instalaciones digitales, Demasiado Mundo, Marina Núñez examina el mareante torrente de información que a diario nos acecha desde unos medios de comunicación en permanente expansión y que brinda unas posibilidades de expresión inéditas y novedosas a cualquier artista lo suficientemente fuerte para resistirse a la fragmentación de esa información y con capacidad de ordenarla dentro de una visión coherente del mundo.
Marina Núñez es, por formación, una pintora que por vía del dominio de la fotografía, el vídeo y de los programas digitales ha expandido el vocabulario de las bellas artes. A sus cuarenta y cuatro años tiene a sus espaldas una impresionante lista de exposiciones internacionales. Es, para mí, una de las artistas vivas más ambiciosas del momento. Y no hablo aquí de ambición como búsqueda del éxito mundano, de la fama o de la fortuna, sino que la entiendo desde la perspectiva de los objetivos de aquellos grandes creadores que, desde el siglo XIX, impusieron la confrontación entre el yo individual y su coyuntura histórica. Un profundo examen de la propia conciencia que nada tiene que ver con la reflexión superficial sobre el tiempo de cada cual, ese zeitgeist que valdría para describir el contenido de las obras de artistas que, como Andy Warhol o Jeff Koons, actúan como espejos de la sociedad contemporánea. Bien al contrario, de lo que aquí hablo es de la ambición por crear una compleja weltanschauung o “visión del mundo” que refleje la lectura que el artista hace de las preocupaciones más profundas de una cultura dada.
La obra de Núñez indaga en la naturaleza de la experiencia contemporánea, con su comunicación instantánea e infinita y sus desplazamientos nómadas, con ese exceso de información que embota la capacidad de la mente para analizar, digerir y priorizar los trocitos de señales pixeladas transmitidos por unos medios electrónicos omnipresentes. El resultado de esa investigación es un arte que reflexiona sobre nuestra percepción de un mundo alterado por una variedad de formas de hibridación en la ciencia, la literatura, el cine, la pintura y la arquitectura. Demasiado Mundo, la exposición de la artista en el Centre del Carme de Valencia, alude en su título a un poema del poeta romántico inglés William Wordsworth, una alusión muy apropiada si tenemos en cuenta que las seis proyecciones digitales que vemos en las paredes del fondo de las capillas guardan relación con temas muy del gusto de los románticos decimonónicos: las ruinas, la creación y la destrucción, las tormentas y los naufragios y las cavilaciones poéticas sobre la relación entre hombre y naturaleza.
Desde la entrada a cada capilla, el espectador contempla una proyección digital en trampantojo, que muestra una puerta que se abre revelando una visión de desintegración y reintegración, de escenas de diluvio y conflagración, que podría representar una metáfora de la confrontación histórica entre la destrucción y la reconstrucción—de ideas, lugares, paisajes, edificios, culturas y relaciones—de que somos testigos en un momento que muchos perciben como apocalíptico. La apertura ante nosotros de esas puertas animadas intensifica la experiencia de la contemplación de los espectáculos que tienen lugar tras ellas en forma muy parecida a cómo la tecnología de las gafas de 3D convierte la película de animación Avatar en una realidad que nos atrapa a pesar de su artificialidad. Las instalaciones se acompañan de una pieza electrónica de sonido que reproduce unos violentos y estrepitosos ruidos de explosiones en medio de fuego y humo.
La muestra incluye otras realidades virtuales inventadas por la mente de la artista, que utiliza el ordenador como paleta y pincel con los que plasmar una imaginería de otro mundo. Unas infografías estáticas impresas sobre lienzo nos muestran una mujer desnuda invadida por el follaje. Híbridos monstruosos de plantas y humanos, esas criaturas aterradas se ven invadidas de crecimientos orgánicos, estranguladas por una vegetación incontrolable que se apresta a devorar sus cuerpos. El temor, el pánico en los ojos de la mujer expresa una pérdida de control sobre su propio cuerpo (¿estaremos aquí ante un juego de palabras no premeditado sobre la “madre naturaleza”, la mujer telúrica prisionera de su propio cuerpo?).
Esas mujeres yacen en posición supina en un bosque devastado, una ruina en trance de convertirse, ella misma, en un nuevo territorio. Núñez se inspira aquí, quizás, en la imagen del cuerpo plagado de liliputienses del gigante Gulliver, derrotado e incapacitado ante la superioridad numérica de aquellos. Para Núñez, estas imágenes reconfiguradas de destrucción y también de creación se relacionan con las proyecciones digitales en las capillas estallando en mil pedazos para volver a reconfigurarse de nuevo.
La iconografía de las infografías estáticas se conecta con la de unos vídeos proyectados frente a ellas, también de mujeres desnudas a tamaño natural, aunque en éstos la mujer se enfrenta, no sólo a la invasión de la naturaleza, sino a un agresivo artilugio mecánico que parece salir de su cabeza, como representando sus propios pensamientos. La mujer lucha, sin éxito, por levantarse, y la inutilidad de su repetido gesto emancipatorio se nos antoja cruel fatalidad. La máquina monstruosa que la inmoviliza presenta un extraño, si bien casual, parecido con aquellas naves espaciales flotando sin cortapisas en la película 2001.
Pero la mujer no es aquí prisionera de la dominación masculina—no hay hombres implicados—sino de sus propios procesos mentales y de su incapacidad para liberarse de ellos. La imagen parece proclamar que la responsabilidad de liberación atañe, como la de la salvación, a cada individuo, algo que, desde la perspectiva de la dialéctica feminista de víctima /opresor podría verse como herético. En este caso, más que el cuerpo, es la mente la que se ve invadida por fuerzas exteriores, por unas fantasías mecanicistas que frustran el deseo de libertad de la mujer, atrapada bien por la naturaleza, bien por sus propios pensamientos.
También es híbrido el espacio que esas mujeres habitan, a medio camino entre lo orgánico y lo inorgánico, situando al público frente a una inquietante escena. La reclusión del personaje en una prisión natural evoca relaciones orgánicas entre el cuerpo y la enfermedad; su vulnerabilidad. El confinamiento y la lucha aluden también a convenciones sociales de discriminación y de exclusión, así como a la búsqueda de identidad en relación con un espectro de perspectivas diferentes, como las de género, las del cuerpo, la mutación y las interacciones tecnológicas.
Núñez ha optado por oscurecer el vestíbulo de entrada, con la luz emanando de unos soportes de plástico en los que unas cabezas se descomponen y recomponen. Los discos globulares del suelo cran la ilusión de que la iluminación surge desde abajo, ya que no son proyecciones, sino láminas de plástico con la imagen de una cabeza impresa, conectados por un cable invisible que los ilumina haciendo que las cabezas brillen misteriosamente en la espectral penumbra.
Para crear estas imágenes metafóricas, Núñez hubo de embarcarse en un complicado proceso de investigación y experimentación que hiciera posible el uso de nuevos medios, un proceso que es característico de su incansable búsqueda de innovación material y formal. Las cabezas genéricas aparecen deformadas, como aquellos estudios de expresión realizados en el siglo XVIII por el escultor germano Messerschmitt. Así, la manipulada y aplastada cabeza de maniquí no representa ya la belleza ideal, sino la deformación grotesca y aterradora, aludiendo a las heridas que a diario contemplamos en fotografías y por televisión. Su saturado color carne se traduce en la creación de unos brillantes puntos de luz que nos hacen pensar en unas misteriosas y titilantes llamas saliendo del suelo del oscurecido vestíbulo que conduce a las instalaciones de las capillas. Con su apariencia de habérseles dado la vuelta de dentro afuera, se relacionan con las cabezas situadas en la base de cada una de las instalaciones de las capillas de paisajes apocalípticos que estallan y se recomponen desde cero repitiendo, una y otra vez, el ciclo de descomposición y recomposición.
La idea del híbrido monstruoso es crucial para la imaginación romántica, liberadora de la fantasía y de lo irracional. Los paisajes fantásticos de rico cromatismo de las capillas se inspiran tanto en las sulfurosas visiones de William Blake como en lo agreste de la naturaleza en Caspar David Friedrich o en la turbulencia del mar en Turner o Gericault. La conciencia de la historia como registro de ruinas es otro rasgo destacado del Romanticismo. En 1796, el arqueólogo francés Antoine Chrysostome Quatremère de Quincy señalaba que “los escombros del pasado clásico” constituían “un texto unas veces legible y otras absolutamente misterioso”. [i]
Así, durante el siglo XVIII la ruina se convierte en imagen tanto del desastre natural como de las catástrofes de la historia humana. Hoy, asediados de nuevo por la destrucción total, vivimos las tormentas, batallas, terremotos y revoluciones como unos actos igualmente desasosegantes tanto de la naturaleza como de la historia, que enlazan nuestro momento con la crisis histórica que dio lugar al Romanticismo. Una vez más, nos situamos frente a los límites de la racionalidad, frente a la locura de los hombres y la imprevisibilidad de las incontrolables fuerzas de la naturaleza; sólo que, esta vez, debemos también hacer frente al hecho de que la humanidad es la fuerza que insta a la naturaleza a rebelarse, dejando nuestros monumentos históricos en ruinas. Enfrentados a la posibilidad del desastre nuclear o natural, los artistas y los escritores producen una imaginería apocalíptica que en unas brillantes explosiones de cielo y tierra generan “shock and awe” (choque y temor), código utilizado por el ejército de los Estados Unidos en la invasión de Iraq.
Los románticos cultivaron esas sensaciones extremas y veían la ruina como algo en sí mismo hermoso no obstante su conexión con la destrucción y la tragedia. En Les Ruines, ou Méditation sur les révolutions des empires, publicada en París en 1792, el Conde de Volney relata sus viajes por las ruinas de Egipto y Siria, imaginando las muertas calles repletas de gente. A la vista del destino sufrido por las antiguas urbes de Babilonia, Persépolis y Jerusalén y sus puertos cenagosos, templos derruidos y palacios saqueados, concluye que la tierra misma se ha convertido en «un lugar de sepulcros” que representan la historia humana. En el momento presente, basta encender el telediario de la noche para toparnos con una estremecedora sensación de déjà vu. Hoy, el problema es cómo estetizar la catástrofe en lugar de limitarnos a una apropiación documental para beneficio de la propaganda panfletaria.
En 1779, el pintor Henry Fuseli ejecutó El artista conmovido por la grandeza de las ruinas antiguas; con la cabeza en las manos, el artista se desespera ante la tarea de intentar igualar en esplendor a esas estatuas cuyos restos siembran el espacio circundante: una gigantesca mano de mármol y un descomunal pie que nos hace pensar en las cabezas descompuestas de los paisajes de la fantasía digital de Núñez. Fuseli, un suizo coetáneo de Goya, es, evidentemente, más conocido por sus reproducciones de pesadillas. De repente, tras haber sido reprimida desde el Renacimiento, la idea de que la conciencia racional no era sino una capa superficial bajo la que la mente humana guardaba unas experiencias demasiado primarias, caóticas y espantosas como para ser tenidas en cuenta, era representada directamente. La mente inconsciente empezaba a generar sus propias imágenes.
Y si la conversión en ruinas representa, en parte, un retorno de la cultura a la naturaleza, durante el siglo XIX la propia naturaleza es imaginada ya en ruinas. En las ruinas post-apocalípticas de Núñez hallamos recuerdos de la concepción de Ruskin del paisaje moderno como “humeante, nuboso, neblinoso, innoble (en la acepción aplicada al gas de pérdida de «nobleza», de pureza).” [ii] El paisaje industrial como ruina vacía y abandonada se ve representado en las severas fotografías documentales de Bernd y Hilla Becher. No obstante, la tecnología digital ofrece la posibilidad añadida de hibridar lo real y lo fantástico, proporcionando a Maria Núñez herramientas con las que crear unas imágenes poéticas que resuenan en el tiempo hacia atrás y hacia delante, camino de un futuro post-apocalíptico. En ese futuro imaginado, los escombros de edificios abandonados ocupan el lugar de grandes estructuras otrora consideradas fortalezas inexpugnables, como las Torres Gemelas del 11-S, hoy reducidas a ruinas.
El reciclaje permanente que los medios de comunicación de masas efectúan de ruinas contemporáneas originadas por conflictos del presente, tanto en el nuevo mundo como en el pre-clásico Cercano Oriente, deja indeleblemente grabada en nuestras mentes la contingencia de que la firme marcha del progreso prevista por la Ilustración haya llegado a su fin. De ser así, nuestros monumentos compartirán el destino de los del mundo antiguo: quedar reducidos a esqueletos cenicientos. No es casual que la concepción de futuro como ruina deba tanto a la imaginación de Albert Speer, arquitecto de Adolf Hitler.
El proyecto más ambicioso de Speer fue una ruina futura que visualizó ante un hangar de hormigón a medio derruir. Sin embargo, resulta inconcebible que un pedazo de metal herrumbroso pudiera nutrir los pensamientos heroicos que sí inspiraban los monumentos del pasado tan admirados por Hitler. Empleando materiales especiales—pensó—sería posible construir estructuras que transcurridos cientos o, como él quería creer, miles de años pudieran parecerse, más o menos, a nuestros modelos romanos de ruinas. Hoy, con Hitler y su arquitecto desaparecidos, la ruina de la bombardeada Gedächnis Kirche se conserva en la Kurfurstendam berlinesa como monumento permanente a la destrucción del Tercer Reich.
El ciclo de películas de ciencia ficción post-nuclear que arranca con El planeta de los simios contempla el paisaje del futuro como una ruina poblada, no por humanos, sino por sus inmediatos ancestros simiescos. Una visión distópica compartida también por Kubrick, que inicia su 2001 con escenas de unos grandes monos inventando la primera herramienta que inevitablemente habrá de conducir a esa cadena de descubrimientos científicos que culmina en la construcción de naves espaciales. En esencia, los dos filmes se preguntan, como gran parte de la ciencia ficción contemporánea, si la humanidad es capaz de evolucionar o si el instinto asesino de los humanos, unido a las impredecibles fuerzas naturales, acabará condenando al homo sapiens al destino de otras especies extinguidas.
Marina Núñez ha leído abundante teoría feminista, si bien, en contraste con esas militantes feministas ortodoxas que conciben la batalla entre hombres y mujeres como una guerra eterna de sumisión y dominación, Núñez elude las oposiciones fáciles. El mundo que ella representa carece de oposición violenta entre hombres y mujeres ya que los primeros están ausentes de él, existiendo sólo mujeres enfrentadas a sus demonios internos. En consecuencia, la artista redefine el feminismo en términos de una lucha personal en pos tanto de la coherencia como de la liberación. Si esa joven desnuda que en la video-proyección de la exposición que nos ocupa se retuerce en un espacio anónimo es incapaz de levantarse es porque, no obstante sus esfuerzos, queda vencida por sus propias proyecciones mentales, contempladas como una construcción mecánica híbrida susceptible de verse como el instrumento de represión de su propio subconsciente.
La mujer no es libre de la misteriosa fuerza mecánica que surge de su cabeza y que es expresión de sus propios pensamientos, temores y ansiedades; ni es del todo consciente de ella. Se ve sometida, no por un hombre, sino por sus propias incapacidades. El enemigo al que se enfrenta es ella misma, mientras sus pensamientos se difunden descontroladamente. Nos viene aquí a la mente aquella apelación de Baudelaire a su lector—“hypocrite lecteur, mon semblable, mon frère”—quien al escribir sobre la huida describe a la mujer como su “hermana” pero al analizar su propia morbosidad se dirige a su imagen reflejada, es decir, a la de un hombre.
La influencia de la ciencia ficción en Núñez es evidente. Entre los diversos géneros de ficción contemporáneos, hay dos que dominan: el del combate intergaláctico y el de la distopía terrestre, con la civilización precipitándose en las ruinas y el desastre y la tecnología volviéndose contra sí misma convertida en poder destructivo más que en la fuerza constructiva que en otro tiempo se pensó que contribuiría a la creación de utopías. Para la teoría feminista, las mujeres imaginan unas distopías específicamente femeninas en las que son percibidas como no personas. En Worlds Apart: Dualism and Transgression in Contemporary Female Dystopias, Dunja M. Mohr describe la compleja interacción de pensamiento utópico y distópico de la ciencia ficción feminista para concluir que las mujeres han creado un «subgénero nuevo» de «distopía utópica transgresora» feminista. [iii]
Sin invocar a Freud o a Jung, Núñez se centra en el inconsciente y en cómo el pensamiento y la percepción son alterados por la interfaz, cada vez más compleja, entre los humanos y la tecnología creada por ellos. Es dentro de este inestable universo de cuestionamiento moral, estético y científico donde la artista ubica su visión. Una visión que halla esperanza en la imaginación, más que esa postración ante la entropía que llevó a Robert Smithson a la conclusión pesimista de que nos movemos, no hacia una utopía remota, sino inevitablemente hacia la distopía.
Las distopías, incluso las transgresoras más utópicas, se basan en una lógica dual que compara el mundo tal como es con el mundo que podría ser. Ahora que el nacimiento virginal es una posibilidad real, todas las relaciones biológicas se vuelven cuestionables, algo que se refleja en el reciente videojuego “Huxley” (así nombrado en recuerdo del autor de Un mundo feliz), que proyecta una distopía dirigida a múltiples jugadores online de una comunidad virtual en Internet. Los jugadores son lanzados a un mundo dinámico de gráficos nítidos y entornos realistas, en donde se alinean con una de dos posibles razas, Sapiens o Alternatives, en la batalla por controlar los menguantes recursos de una tierra asolada por la guerra. El juego se ve incesantemente salpicado por ataques de y contra los Hybrid, un tercer y misterioso grupo nacido de las dos razas.
La literatura de ciencia ficción, las películas de efectos especiales y juegos como Huxley se insertan en la conciencia colectiva con tanta fuerza como los relatos bíblicos lo hicieran en otro tiempo. El dilema es hoy cómo utilizar ese lenguaje sin ser víctimas de sus banalidades y simplificaciones. Esa es la tarea que Marina Núñez se ha impuesto. En sus recientes instalaciones site specific en la Catedral de Burgos y el MUSAC de León, utilizó su ordenador para construir unos cuerpos y cabezas híbridos que combinan aspectos de los humanos con otros característicos de la máquina. Esos extraños personajes encarnan formas del cíborg, el monstruoso vástago de la naturaleza y la ciencia.
El monstruo humanoide creado a partir de un collage de partes del cuerpo, invención del científico Victor Frankenstein, comparte muchos rasgos con el grotesco y malévolo golem medieval y también con el cíborg androide. Durante años, se creyó que Frankenstein había sido escrito por el poeta romántico Percy Bysshe Shelley, cuando en realidad es obra de su esposa Mary Wollstonecraft Godwin que a la sazón tenía veintiún años. Tras escribir otras novelas, incluyendo El último hombre, una fantasía sobre el fin del mundo, fue reconocida sin discusión como la autora de Frankenstein. Recientemente se la ha considerado la inventora del género literario de la ciencia ficción.
Mary Shelley escribió el primer borrador de Frankenstein durante el lluvioso verano de 1816, a la edad de diecisiete años. Toda Europa estaba atrapada por una ola de frío producto de la erupción volcánica de 1815. Los invitados en la residencia de verano de Lord Byron se entretenían dentro de la vivienda contándose relatos de espectros y de terror en las que se hablaba de miembros de cadáveres que adquirían vida al ensamblarse. Un morbosismo que constituía también un rasgo de la imaginación romántica. Poco después, y como consta en su diario, a Shelley se le ocurrió la idea de Frankenstein: “Vi al pálido estudiante de artes impías de rodillas junto al objeto que había armado. Vi el horrendo fantasma de un hombre yacente que luego, por obra de una poderosa fuerza, cobraba vida y se agitaba con un torpe y casi vital movimiento”.
La idea de una cíborg femenina no monstruosa sino frígida fue fruto de la fantasía del decadente novelista francés Villiers de l’Isle Adam que en La Eva futura imagina un robot dócil, invención de Thomas Edison, quien explica su improbable invento: «Dado que nuestros dioses y nuestras aspiraciones han dejado de ser otra cosa que científicas, ¿por qué no habrían de serlo también nuestros amores? En lugar de esa Eva de la olvidada leyenda, de la leyenda despreciada y desacreditada por la Ciencia, yo os ofrezco una Eva científica… En una palabra, yo, el ‘Brujo de Menlo Park’’ como aquí me llaman, he venido a ofrecer a los seres humanos de estos nuevos y modernizados tiempos algo mejor que una Realidad falsa, mediocre y en constante cambio; lo que traigo es una Ilusión positiva, encantadora y siempre leal».[iv]
Cíborg y ciberespacio son términos del vocabulario de la ciencia ficción de los ochenta inventados para describir personas y lugares artificiales. El cíborg es un híbrido (como aquel monstruo de Frankenstein, que podría considerarse el primer cíborg) pues sustituye algunos aspectos biológicos del ser humano por componentes mecánicos; a su vez, el ciberespacio cambia la relación del individuo con el espacio, reemplazando el entorno real por una alternativa construida.
Unas nuevas formas facilitadas por avances en la tecnología y en la evolución humana. Y si la fuerza dominante en la evolución del cerebro homínido parece encontrarse en el neocortex, responsable en gran parte del desarrollo cognitivo y del sistema límbico-emocional básico del cerebro de los mamíferos, el sistema límbico registró también un cierto grado de evolución. La evidencia parte de la comparación entre los primates vivos y su relación con la historia evolutiva.
Algunas de las presiones evolutivas que darían lugar a la evolución biológica pudieron ser utilizadas por otras funciones cognitivas. La biología potencia y a la vez limita la creatividad. Esta constatación condujo a la noción de un discurso cibersexual que exploraría el futuro evolutivo de esas potencialidades y limitaciones. Cybersexualities es el título de un libro de ensayos de 1999, que Núñez ha leído, editado con un comentario de Jenny Wolmark y que lleva el subtítulo “A reader on feminist theory, cyborgs and cyberspace” (Una antología de teoría feminista, ciborgs y ciberespacio).
El tema de la “cibersexualidad” surge de la confluencia entre teoría cultural posmoderna, teoría feminista, ciencia ficción reciente y extrapolaciones de campos relacionados con la inteligencia artificial, que han podido plasmarse en gran parte gracias a los avances tecnológicos. En este contexto, las teorías marxistas, psicoanalíticas y existenciales experimentan una transformación y una fusión que es resultado del impacto de la ciencia ficción y de la idea de la hibridación de humanos y máquinas en la figura del cíborg.
En su Manifesto for Cyborgs de 1985, Donna Haraway defiende un replanteamiento de esos análisis marxistas y feministas de las relaciones sociales entre ciencia y tecnología basados en un modelo de dominación y subordinación heredado, abogando por una nueva estrategia política socialista-feminista que habría de fructificar en nuevas alianzas y coaliciones.
Un año antes, el escritor de ciencia ficción William Gibson acuñaba el término “ciberespacio” en su novela, Neuromancer, que describía un mundo al borde de la desintegración. La invención de la literatura Ciberpunk por parte de Gibson deriva de la fusión de la ciencia ficción y del «film noir”. En esa vida futura—sórdida y de bajos fondos—la tecnología no es sino una herramienta de poder más. Gibson utilizó el término ciberespacio para describir lo que denominó “una alucinación consensual de una complejidad inconcebible. Líneas de luz surcando el no espacio de la mente, racimos y constelaciones de datos. Como las luces de una ciudad que se aleja” [v].
En una entrevista, Gibson aludía proféticamente al poder de la realidad virtual para sustituir los objetos, espacios y experiencias concretos del mundo real. “Todas las personas que conozco que trabajan con ordenadores”—comentaba—parecen creer en la existencia de algún tipo de espacio real tras la pantalla: un espacio que no ves, pero que sabes que está ahí”. [vi]
La distopía del Neuromancer de Gibson se hace visual en la película Blade Runner, que cuenta la historia de una raza de replicantes artificiales fabricados para sustituir a los humanos en preparación de una invasión desde el espacio exterior. El drama se centra en cómo diferenciar a los replicantes robóticos—una forma de cíborgs—de los humanos de carne y hueso usados como modelo en su creación. Los replicantes tienen una relación con los humanos similar a la que mantienen las artificiales, maleables y repetibles cabezas modulares que Núñez utiliza en varias de sus obras.
Pero más relevante para la relación con las imágenes de decadencia y belleza de los paisajes del ciberespacio de Marina Núñez es el florido e intrincado lenguaje de J.D. Ballard quien, como los románticos, ve belleza en la descomposición. Para Ballard, “El maridaje de razón y pesadilla que ha dominado el siglo XX ha alumbrado un mundo cada vez más ambiguo. Por el paisaje de las comunicaciones se mueven espectros de tecnologías siniestras y sueños que el dinero puede comprar”. Su visión es la de una distopía, pero no la de los ciberpunks de La naranja mecánica. En su novela de 1966 “El día eterno”, Ballard evoca un panorama exquisitamente recargado:
A pesar de la luz casi estática, fija en ese inacabable anochecer, los colores parecían fluir en el lecho seco del río. Con la arena esparciéndose desde las márgenes del río descubriendo las venas de cuarzo y los cajones hidráulicos de hormigón del muro de contención, la noche centelleó brevemente, iluminada desde dentro como un mar de lava. Más allá de las dunas, las agujas de unos viejos depósitos de agua y los bloques de pisos a medio acabar próximos a las ruinas romanas de Leptis Magna emergían de entre la oscuridad. Al sur, conforme Halliday iba siguiendo el surco serpenteante del río, la oscuridad daba paso a las extensiones de intenso color añil del proyecto de irrigación, con las líneas de los canales formando una exquisita cuadrícula de apariencia ósea.
El lenguaje de Ballard consiste en una sobresaturación surreal que tiene paralelismos en los entornos digitales de Marina Núñez. Y aunque él escribe dentro del género popular de la ciencia ficción, es el suyo un lenguaje poético cuya trascendencia ofrece ese confort que el arte es capaz de proporcionar en un momento en el que los mundos se desploman ante nuestros ojos. Es dentro de este contexto universal, más que de cualquier idea de génesis política, donde yo situaría esa imaginería de Núñez de ángeles y demonios, conflagraciones y diluvios, ciborgs y ciberespacio.
Hay en los procesos mentales de Núñez una trayectoria consistente que se fundamenta en el mundo de la realidad virtual, ya que esa realidad se impone sobre nuestra consciencia y se aloja en nuestras mentes no conscientes. Y ya se sabe que no resulta fácil descifrar un contenido rico en alusiones y metáforas. Cuando hay nostalgia, es la nostalgia por un arte completo, no fragmentado en una abundancia de píxeles incorpóreos y de una aleatoriedad carente de sentido; por un mundo que crea al menos en la belleza de la transfiguración y en el que la imaginación tenga libre acceso a la conciencia colectiva. Esos son los términos en los que los surrealistas definían la radicalidad: la transformación de la realidad por vía de la liberación de la fantasía y de los límites que restringían lo inconcebible.
El diluvio de palabras, imágenes y sonidos que flotan por la mente consciente y no consciente, los restos del naufragio de la cultura de masas en la televisión e Internet, sustitutos de las vallas publicitarias y los anuncios que otrora conformaban una cultura popular inspiradora de artistas que aspiraban a comunicar en una lingua franca accesible por el público… Ese es el gigantesco cambio perceptivo desde la cultura impresa estática a la cultura electrónica digital. El eslogan “el medio es el mensaje” de Marshall McLuhan ha demostrado ser falso: el mensaje es el mensaje, y el medio en el que se entrega dependerá de la opción de lenguaje que el artista haga.
Los ojos saltones de mirada fija de los primeros vídeos de Núñez nos hacen pensar en aquella escalofriante escena del corte del globo ocular en El perro andaluz, una colaboración entre Dalí y Buñuel que marca los límites del cine surrealista. Y, sin lugar a dudas, si hay un antecedente de las cabezas mutantes de Núñez, con su red neuronal al descubierto, y de sus paisajes humanos hibridados, se encontraría en los paisajes de Dalí, de quién asistimos a una repentina reevaluación por parte de una nueva generación de artistas y escritores capaces de separar la imaginación visionaria de Dalí de su lamentable y reaccionaria visión política y pueril comportamiento.
Hay un tipo de eventos cuya magnitud cambia nuestra conciencia y nuestra forma de ver el mundo. Los historiadores han escrito sobre los extremos hasta los que el terremoto de Lisboa hizo saltar por los aires el mito de la creencia de la Ilustración en el progreso al verse confrontada por los poderes irracionales e impredecibles de la naturaleza que redujeron al hombre y a su mente al papel de víctimas pasivas. El suceso copó los pensamientos de toda Europa durante un periodo de tiempo inusualmente prolongado, tanto por el poder excepcional del misterioso poder físico del terremoto como por la terrible tragedia humana que desencadenó.
El 1 de noviembre de 1755, más o menos a las 9.30 de la mañana, toda Europa Occidental se vio sacudida por un tremendo seísmo que, según parece, habría alcanzado una magnitud de 8.2, o quizás más, en la Escala de Richter, con lo que no se trataría del terremoto más fuerte de cuantos hay registrados. El Algarve portugués quedó devastado. Casi todos los edificios sufrieron daños. Las iglesias se desplomaron sobre los fieles que asistían a misa; dos edificios de dos pisos quedaron reducidos a escombros. En la localidad de Vila do Bispo, a tan sólo 20 km. tierra adentro desde el Cabo de San Vicente, sólo una casa mantuvo algunas de sus paredes en pie.
Unos 300 km. al norte, los muelles de Lisboa se hundieron en el río. Las sacudidas generadas en el fondo del mar dieron lugar a un tsunami: el mar se retiró desnudando su lecho; los supervivientes que se precipitaron a contemplar la rara visión del fondo marino fueron arrollados por el agua que regresó en forma de estruendoso muro. Se habla de olas de hasta treinta metros de altura rompiendo por encima de los acantilados de Sagres. España y Marruecos fueron también severamente golpeadas. Los reportajes de aquellos sucesos traumatizaron a Europa y modificaron su forma de pensar. Hoy, la falta del tiempo necesario para absorber la realidad de las recientes imágenes transmitidas en tiempo real desde Haití, mostrando la destrucción del país y de sus gentes, nos ha impedido asimilarlas.
Mientras escribo este texto escucho las informaciones sobre la crisis de las cenizas volcánicas que acaba de golpear Europa. ¡Quién iba a creer las noticias de un volcán dormido durante tanto tiempo, vomitando unas negras nubes de cenizas capaces de cerrar todos los aeropuertos! ¿Un volcán en erupción, en Islandia, precisamente? En la década actual, la Tierra ha experimentado tres de los seísmos más intensos registrados en los últimos doscientos años. Las erupciones volcánicas bajo el mar y los terremotos submarinos han crecido hasta un 88% en los últimos tres años. En tierra firme, en el mismo periodo, los terremotos se han incrementado en un 62%. La tasa de aumento de terremotos y volcanes es asombrosa.
Algunos científicos piensan que el continuo avance hacia la inversión magnética de los polos se está acelerando y que acabaremos presenciando una polaridad inversa de los polos Norte y Sur. Según el modelo de simulación, tanto el núcleo interno de la Tierra como el externo registran fuertes alteraciones que desembocan en un aumento en la frecuencia e intensidad de los terremotos y volcanes conforme nos acercamos al año 2012.
De hecho, existe ya una película titulada 2012 que se basa en los diversos vaticinios científicos e históricos de que el apocalipsis está próximo. Al margen de lo dicho por Nostradamus o por el Calendario Maya, en nuestra era moderna no hemos experimentado una reversión polar solar coincidente con otra terrestre. Entre el momento presente y 2012 el Sol experimentará una reversión polar y la Tierra la suya. Esta combinación de sucesos originará alteraciones en la corteza terrestres y en las placas tectónicas que desembocarán en graves erupciones volcánicas y terremotos.
Huelga decir que se trata de unas realidades tan apabullantes como las noticias de aquel terremoto de Lisboa que causó la pérdida de la fe de filósofos y escritores, de Voltaire a Goethe, en ese progreso humano que el racionalismo de la Ilustración prometía. Hoy, esa creencia queda, una vez más, en entredicho por acción de dos fuerzas: la naturaleza incontrolada y la velocidad cada vez mayor de unas tecnologías en proliferación y que parecen estar también perdiendo todo control. En esa situación, la fantasía rivaliza con la realidad, un fenómeno generador de formas posmodernas en todas las artes en un momento en el que la ciencia ficción se legitima como género literario y en el que la realidad virtual iguala a la concreta en la experiencia corporal.
Sabemos, por ejemplo, como ya hemos dicho, que en la década pasada tuvieron lugar tres de los terremotos más virulentos registrados en los últimos doscientos años, acompañados de un sinfín de sacudidas menores, volcanes subacuáticos, corrimientos de tierra y otros fenómenos. Conocemos también el lento desplazamiento de las placas tectónicas. La reversión de los polos provoca también una aceleración del movimiento de las fuerzas tectónicas. Las presiones acumuladas a lo largo de muchos años estarían, de alguna forma, liberándose a través de violentos estallidos, con terremotos y tsunamis recurrentes y cada vez más frecuentes. Y hemos de vivir cada día con esa certeza y también con la de que hay científicos dedicados a investigar nuevas formas para crear vida artificial y miembros artificiales junto a otros dedicados a la creación de armas de destrucción más novedosas y sofisticadas.
Se trata de unas fuerzas que, aunque conforman nuestra realidad cotidiana, escapan a nuestro control; una realidad que algunos creadores, como Marina Núñez, incorporan a un nuevo vocabulario hibridado de poderosas imágenes que no precisan de texto alguno para provocar y excitar al espectador de una manera tan directa como la de las últimas modalidades en efectos especiales cinematográficos. Con una diferencia: mientras Avatar no es más que algo kitsch que nada cuestiona, la crítica analítica de Demasiado Mundo nos acechará mucho después de que la electricidad del espacio donde se expone se apague.
En este contexto de agitación traumática, Marina Núñez mantiene un ritmo frenético de trabajo y de logros. Sus meticulosos procesos exigen construir unas complejas imágenes mezclando en el ordenador lo videográfico y lo digital, una tarea que se asemeja a la de ir organizando los contenidos en su mente. Sin un programa predeterminado, las imágenes parecen ensamblarse conforme brotan del subconsciente de la artista, con un poder que estriba precisamente en su falta de cálculo y en la intensidad con la que expresan esas ansiedades y preocupaciones que reprimimos en este momento de cambio drástico en las relaciones entre los humanos, la naturaleza y la máquina, y de recalibrado de las relaciones de género, una vez que los poderes mentales han relevado a la fuerza física bruta como factor determinante en las jerarquías de poder y el nacimiento virginal se vuelve hoy realidad científica.
El exceso de los ciclos de destrucción y regeneración, las variaciones infinitas de cabezas mutantes, la extenuación de las mujeres prisioneras de las estructuras, esas cabezas tridimensionales genéricas que nos hacen pensar en las mecánicas expresiones estandarizadas de unos mudos maniquíes… Todo formaría parte de esta imaginería de estados de consciencia.
El artista de hoy tiene la posibilidad de combinar e hibridar diversas disciplinas, incluyendo la adición de sonido a instalaciones ambientales site specific tal como Núñez hace con los espectáculos que se esconden tras las puertas cerradas. La forma de proyectarlas de la artista, utilizando una perspectiva que asociamos con la pintura, crea la ilusión irreal de un espacio profundo y dramático que contradice nuestra certeza de que nos encontramos ante una ilusión absoluta, ante un truco de magia evocado por la artista que nos invita a contemplar el mundo secreto oculto tras la puerta.
Con la incorporación de música y movimiento, las proyecciones digitales devienen un nuevo tipo de Gesamtkunstwerk, ese concepto de obra de arte total por el que las artes individuales se vuelven una, difundido por el gran compositor romántico alemán Richard Wagner, que veía en la antigua tragedia ateniense el mejor ejemplo de síntesis artística total que, a sus ojos, Eurípides había corrompido. Wagner anhelaba regresar a la forma del primitivo drama trágico griego de Esquilo y de Sófocles que aunaba música, danza y teatro en una entidad única.
Wagner contemplaba la evolución de las artes individuales como un declive que desembocó en el siglo XIX en una forma de ópera grandilocuente que festejaba el virtuosismo canoro, una escenografía efectista y unas tramas vacías de sentido. No sería, quizás, esa mezcla de sonido, imagen y lenguaje que encarna la tecnología digital lo que Wagner tenía en mente; sin embargo, el poder de la tecnología digital para hibridar fuentes hace que resurja esa posibilidad.
El tema se centrará, por tanto, en cómo la realidad contemporánea cambia nuestras percepciones dentro de una masa informe de información simultánea. En un momento en el que la fantasía se libera de toda inhibición, la cuestión es hoy cómo estructurar y analizar esa información más que verse sepultado por ella; y yendo incluso más allá: cómo enmarcar esos temas en un lenguaje que en la actualidad, con la percepción alterada por la tecnología, se ha vuelto inteligible.
Marina Núñez bebe de las diversas disciplinas y técnicas hoy disponibles, recurriendo, en algunos casos, a imágenes encontradas en Internet. Pero su obra es profundamente personal e individual. Trabaja sola, aislada frente a la pantalla y con la ayuda de su biblioteca. La idea de comunidades virtuales interactivas en red, tan popular hoy en día, contrasta con el concepto de creatividad individual y singularidad del genio. La ideología ampliamente igualadora y democratizadora de esas comunidades se compadece mal con la imaginación romántica que exaltaba la rareza y la introspección de la inteligencia poética enajenada. Y, aceptando la posibilidad de la poesía grupal y colaboraciones interactivas en red, me permito dudar de la altura estética que dichas obras puedan alcanzar. Es cierto que la catedral medieval constituyó un esfuerzo colectivo, pero también lo es que recordamos el nombre de Gislebertus, el maestro mampostero que concibió la catedral de Autun, o al Maestro Esteban de la Puerta de Platerías. Para que un esfuerzo colectivo transcienda a su momento debe haber una mente que sintetice un programa estético de orden superior, una noción en absoluto democrática que entraña la negación de la ética dominante de las comunidades en red, democráticas y no jerarquizadas.
La opción por el desarrollo de imágenes superrealistas—en el sentido más literal del término—sitúa de lleno a Núñez dentro de las preocupaciones de una generación más joven de artistas que busca una lengua franca que sustituya a la imaginería de la cultura de masas del Pop Art en la comunicación con el gran público, opuesta al selecto grupo de académicos en su torre de marfil. Por el momento, ese lenguaje parece enraizado en la fluorescente jungla de la ciencia ficción, en donde la tecnología puede hacer que cualquier cosa pase.
Se trata de una opción de lenguaje que Robert Smithson plasmó en sus escritos y que, de haber vivido más tiempo, habría inevitablemente buscado también en su arte visual. Marina Núñez tenía siete años y vivía en Palencia cuando Robert Smithson perdió la vida en un accidente de avión en Amarillo, Texas. Hoy, las earthworks de Smithson son ruinas y su Spiral Jetty se hunde a mayor velocidad que Venecia. Sin embargo, su filme Spiral Jetty es la obra maestra que apunta a lo que podría haber hecho con tecnología digital. Ahí queda para que una generación más joven, en un tiempo y lugar diferentes, se haga con el control de las tecnologías necesarias para crear una visión más amplia, enérgica y provocativamente abierta de las relaciones potenciales entre humanos, máquinas y naturaleza.
[i] Quatremere de Quincy,
[ii] John Ruskin, Modern Painters
[iii] Dujuna More
[iv] Villiers de l’Ile Adam, La Nouvelle Eve
[v] Gibson, Neuromancer
[vi] (Gibson, de una entrevista citada por Wolmark)