Miguel Cereceda
El cuerpo de la ausencia
Revista Lápiz, Núm: 120, pp: 62-67, 1996

 

Ya no hay histéricas como las de antes. Una historia de la histeria nos revelaría que ya no hay histéricas como las de antes. Aquellas histéricas de las que nos hablaba Freud, que somatizaban en su cuerpo los síntomas de sus humillaciones físicas y morales, que se sumían en la parálisis o en la afasia por la imposibilidad misma de acep­tar el componente sexual de las aberracio­nes soportadas (reales o imaginarias), han desaparecido. Curiosamente, parecen haber desaparecido por el efecto mismo de la teo­ría que reconocía el fenómeno y divulgaba su existencia. La consecuencia es que la his­térica ya no somatiza síntomas histéricos como antes (aquellas histéricas que se que­daban rígidas o catatónicas, hasta lo indeci­ble), y no porque ahora ya no le esté vedada la articulación discursiva de su sexualidad, sino porque en realidad ahora encarna en su propio cuerpo, en forma de teoría psicoanalítica, la exigencia de decir todo lo repri­mido.

Ya tampoco hay pintura como la de an­tes. Ello parece ser también efecto de la teo­ría. Las propias exigencias de la representa­ción naturalista sobre un plano, las exigen­cias de una representación más realista de los volúmenes, las perspectivas, las profun­didades y los movimientos, trajeron consigo la aniquilación de aquella pintura que, des­de el siglo XV, se ha venido imponiendo como el modelo dominante de representación. La aparición del abstracto, así como desarrollo y la evolución del cubismo, no hacen sino acreditar esta opinión, hasta el punto de que -como escribía Clement Greenberg- «el realismo en pintura, aun cuando no carece de partidarios, carece sin embargo de legitimación teórica convincente».

Hay sin embargo un tipo de pintura que parece encontrar legitimidad teórica para el uso deliberado de procedimientos, realistas. Se trata obviamente de la pintura de combate. De aquella pintura que se presenta como instrumento de manifiestos, Iuchas y reivindicaciones, no como un fin en sí misma. Esta era en cierto modo la posi­ción de los surrealistas. Por eso con razón se les pudo reprochar, a pesar de todas sus proclamas revolucionarias, no haber revolucionado nada la pintura. Por el contrario, sus procedimientos de representación eran completamente tradicionales -y, tal vez por eso, decidieron denominarse «sobre-realistas».

Éste es el caso de Marina Núñez. Aun­que pueda parecer grotesco afirmar que su pintura tenga nada que ver con el realismo, sin embargo, los elementos pictóricos de los que se sirve están directamente tomados de la tradición. O, por decirlo de alguna manera, digamos que es «pintura como la de antes». Básicamente son modelos del Renacimiento o sus rememoraciones nostálgicas del Romanticismo lo que utiliza.

Desde este punto de vista, podríamos adscribir la obra de Marina Núñez al para­digma romántico. La complacencia en lo monstruoso, en lo sufriente y en lo siniestro delata una fascinación por una cierta es­tética de lo sublime, que sólo tolera el goce allá donde se presenta el sufrimiento. Pero no es en Hoffmann ni en Kleist en quien Marina parece beber las aguas de esta inspi­ración inquietante, sino más bien en la Teo­ría estética de Adorno, quien con su afán por proscribirnos toda ingenuidad, termina­ba también por prohibirnos el goce y el de­leite en la contemplación de la belleza sen­sible, tolerándonos únicamente el goce en la consideración de lo sufriente y en todo aquello a lo que Adorno denominaba la «expresividad». Pero con ello, a pesar de sus protestas, la Teoría estética de Adorno se vinculaba de modo decidido con la mejor tradición de la estética romántica: la estéti­ca de lo sublime.

De este modo la obra de Marina Núñez, como la de muchos artistas de su genera­ción, estaría marcada por aquella estética negativa, con una particular adscripción al elemento de lo sublime, que pretende que una belleza superior se manifiesta en la contemplación del sufrimiento. Sin embargo, la utilización de la ironía, aun cuando confirmaría aún más su pertenencia a esta tradición romántica, la abriría en cierto modo a un nuevo paradigma, digno continuador de aquella tradición: el surrealismo.

De dos modos está presente la ironía en la obra de Marina Núñez: por una parte en sus procedimientos, pues a pesar de que su pintura o su dibujo tienen la apariencia de haber sido ejecutados de modos riguro­samente académicos, sólo lo son en un sen­tido burlón, pues están ejecutados a partir de fotocopias o de otros medios similares de reproducción técnica. El otro modo en que se presenta la ironía tiene que ver con el soporte de la obra, que acostumbran ser servilletas y manteles o lienzos con algún tipo de bordado o de brocado. Naturalmen­te, este último tipo de ironía solo se advier­te en la violenta contraposición que estos soportes manifiestan en relación al conte­nido de las obras. Pues es en éste y solamente en éste donde el trabajo de Marina Núñez parece divergir ya por completo de la tradición romántica y hacerla sin embar­go más deudora de la tradición surrealista. Porque también el Surrealismo se caracte­rizó precisamente por el uso y el abuso del cuerpo femenino como objeto privilegiado de las fantasías, las perversiones y las obse­siones de los artistas. Pero, frente a aquella tradición, en la que el cuerpo femenino aparecía más bien como el objeto sistemá­tico del deseo masculino, lo que Marina Núñez presenta explícitamente es el cuerpo sufriente, el cuerpo torturado de la mujer, el cuerpo asediado, no como objeto de de­lectación de fantasías eróticas, sino como el efecto miserable de tales fantasías.

Desde este punto de vista, sería interesante plantear en qué medida los cuerpos torturados, retorcidos y violentados que presentaban los maniquís de Hans Bellmer, arrojan sobre el cuerpo femenino una mira­da diferente de la que arroja la mirada fe­menina de Marina Núñez sobre los mismos cuerpos. Ello nos plantea el problema de si la mirada femenina, la escritura o la pintura femenina aportan en alguna medida una perspectiva diferente, un modo de leer dife­rente, del que nos proporciona la mirada masculina. Porque tampoco a los surrealis­tas les fue en modo alguno ajena la fascina­ción por las imágenes de las locas y de las histéricas.

Ello nos obliga a pensar si hay algo así como un arte femenino (entendido como una práctica diferenciada del arte en gene­ral o del modo masculino de hacer arte en particular), por más que la idea de «arte fe­menino» nos parezca en principio una estu­pidez. Pues lo cierto es que en el propio concepto de «arte femenino» se nos usurpa y se nos oculta algo decisivo, lo mismo que en los conceptos manidos de «arte moder­no» y «arte contemporáneo», y es el hecho mismo de que el arte es femenina y que propiamente debería decirse «arte moder­na» y «arte contemporánea», pues sólo por una extraña usurpación -para evitar, se di­ce, la cacofonía- se hace preceder el arte de un artículo determinado, de género masculino, arrebatándole de este modo su condi­ción más característica, su condición femenina, que todavía, sin embargo, se conserva -ciertamente de un modo más indiferenciado- en el plural («las bellas artes»). Decir que «el arte es femenino» nos parece en principio ridículo, suena mal. Pero esa mal¡sonancia, esa «cacofonía» es el índice más claro de la usurpación que aquí se perpetra, por ello, plantear la posibilidad de un arte femenino no deja de ser ridículo, porque, en rigor, lo femenino es el arte. Otra es tal vez la cuestión que se plantea si pensamos el problema relativo a las posibilidades de un arte feminista.

Porque lo que Marina Núñez nos pre­senta es un mundo siniestro e inquietante que parece asediar a la mujer (¿es acaso el mundo del deseo masculino?). Su obra tiene ciertamente un carácter luctuoso y fune­rario (una estética de lo sublime que se complace en el dolor, en el sufrimiento y en la muerte). Carácter que se advierte clara­mente no sólo en los motivos tortuosos, en las imágenes de monstruos o de mujeres enajenadas e histéricas, sino también en los fondos de las telas que utiliza, que casi inva­riablemente suelen ser negros.

¿Cuál es el duelo que aquí se conme­mora?

De lo que se duele la artista ciertamen­te es del sufrimiento indecible de la mujer a lo largo de los siglos: lo que la pintora pinta son los cuerpos poseídos, los cuerpos vio­lentados, los cuerpos propiamente «enaje­nados» -puesto que a ellas mismas no les pertenecen- de las mujeres «desposeídas de su cuerpo». Por eso también y propiamente lo que pinta es esta ausencia: cabezas de mujer a las que les ha sido arrebatado el cuerpo: cabezas en el aire, cabezas sin cuer­po, imágenes de locas y enajenadas, muje­res con la cabeza a pájaros, mujeres con ca­beza de chorlito. Una de estas cabezas, un retrato femenino, aparece precisamente so­bre un fondo negro, desprovista de cuerpo, pero con la boca (el órgano de la fonación y de la palabra) borrada de su rostro. Lo que la artista pinta propiamente es el dolor y el sufrimiento indecible de las mujeres a las que se les ha arrebatado el propio cuerpo y a las que ya ni siquiera se permite expresar su sufrimiento: enajenadas, locas.