Ramón Salas
Demonios alicaidos
“Error”, catálogo individual, Ed. Gobierno de Canarias 2009.

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En el lúgubre interior de una ruina industrial de aquella lejana época en la que la economía todavía giraba en torno a cosas materiales con valor de uso -una ruina, dicho sea de paso, salvada por nuestra patológica necesidad de compensar la perdida de la memoria con la proliferación de patrimonio- Marina Núñez proyectó unos seres diabólicos venidos curiosamente de la catedral de Burgos. El interior de los tanques de petróleo tiene también dimensiones góticas, pero sus paramentos, aunque delgados, son opacos. En esta catedral oscura, una cueva en el corazón de la ciudad convertida en templo (o refugio) de la mirada, giraron sobre sí, condenadas cual Sísifo a una incesante estaticidad, aquellas siniestras figuras que parecían hijos bastardos del ángel de la Patrulla X y las máquinas solteras de Leonardo da Vinci. Digo ‘siniestras’ porque resultan tan extrañas como familiares. Muchos nos criamos leyendo tebeos retrofuturistas de culturistas con taparrabos, cascos vikingos y espadas laser que pilotaban cabalgaduras ingrávidas entre brujas y robots. Pero ya ni el sincretismo es lo que era.

Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se representa un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Tiene los ojos desorbitados, la boca abierta y las alas extendidas. El ángel de la historia debe tener ese aspecto. Su rostro está vuelto hacia el pasado. Donde nosotros percibimos una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única que amontona incesantemente ruinas a sus pies. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destruido. Pero un huracán sopla desde el paraíso y se arremolina en sus alas, tan fuerte que el ángel ya no puede plegarlas. Este huracán lo arrastra irremisiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espalda, mientras el cúmulo de ruinas crece ante él hasta el cielo. Este huracán es lo que nosotros llamamos progreso.

Walter Benjamin [1]

Es difícil sustraerse al contexto de crisis en el que nos encontramos. Los optimistas la consideran coyuntural, los pesimistas, estructural. Se demuestra así una vez más que los optimistas son los que piensan que vivimos en el mejor mundo posible y los pesimistas los que temen que tengan razón. La crisis es, sin embargo, sistémica: el capitalismo se basa en el crecimiento incesante -una dinámica obviamente insostenible en un mundo limitado- y se regula por un mercado global que nos induce a hacer incluso aquello que consideramos suicida a sabiendas de que, si no lo hacemos nosotros, otro cubrirá esa demanda o aprovechará esa oferta. El viento de la historia nos hace ir de culo por más conscientes que seamos de la catástrofe. Y eso que ha dejado de soplar.

Con la caída del muro de Berlín, hace ya veinte años, declaramos el fin de la historia (y de la historicidad). Desde entonces, es mucho más sencillo imaginar el derrumbe del capitalismo que una alternativa plausible. Las denuncias del arte y el arte de la denuncia se han convertido en un mero espectáculo promocional: somos tan conscientes de la coyuntura como de nuestra indisposición a modificarla. Necesitamos modelos, pero el pasado carece de prestigio y el futuro de perspectiva.

El mundo premoderno miraba hacia atrás, al pasado del que emanaba toda autoridad. ‘Y vio Dios que era bueno…’ El todopoderoso no podía equivocarse, la historia era un irremisible tránsito hacia la decadencia pero nos permitía remontarnos mítica y retrospectivamente hasta los orígenes para reencontrarnos allí con la verdadera naturaleza de las cosas. La famosa identidad. La revolución burguesa desveló que la tradición era una coartada para legitimar y naturalizar un orden de cosas injusto que prescribía la condición de cada quién en el momento de su nacimiento y en función de su linaje, genero, color… En lo sucesivo, cada individuo sería lo que fuera capaz de hacer de sí, y la propia historia se escribiría mirando hacia delante.

A la postre, el futuro resultó igual de indefinido y acomodaticio que antes el pasado, el mito del progreso se mostró tan axiomático como antaño el dogma de los orígenes. Y el hombre vitruviano, que simbolizó durante siglos el canon de las artes, parece ocupar ese espacio fronterizo entre pasado y futuro: el hijo de Dios remite a este alto linaje su derecho a proponerse como ‘medida de todas las cosas’, pero funda estas medidas en una razón abstracta con escasos débitos con el pasado y muchas posibilidades de futuro. De alguna forma, en aquella figura se condensaba ese humanismo tecnomelancólico que fascinó a los fascistas y aún define nuestro imaginario. No somos nadie, la técnica nos ha liberado de la naturaleza y sus esencias, sin embargo, incapaz de proponer más alternativas que la proliferación del artificio, ha despertado las iras de los dioses desterrados: conservamos una apariencia humana -incluso, gracias a los gimnasios, los quirófanos y los anabolizantes, más ‘humana’ que nunca- pero si no queremos o no podemos reconocernos mediante el consumo de prótesis posthumanas prêt-à-porter parecemos condenados a recurrir a míticas comunidades premodernas. Entre lo global y la aldea no se abre más que el desierto.

Al desprestigio del pasado siguió el desencanto del futuro. Como el Dandy baudelaireano, ocultos tras nuestra densa capa de maquillaje, nos abalanzamos hacia lo nuevo sólo para ser los primeros en evidenciar con extraña arrogancia la sensación que nos produce de déjà vu. El Dandy era el maestro de ceremonias del espectáculo del aburrimiento y, así, el sepulturero de un futuro que, al cambiar cien posibles eternidades por una actualidad en mano, llevaba inscrito el sino de lo prescindible.

La postmodernidad ya sólo tiene ojos (y no tiene más que ojos) para el presente. El viento de la historia ha dejado de soplar y el ángel, sin sustentación, ha caído sobre las ruinas en las que se amalgama el pasado más legendario y el futuro más visionario en ese delirante cóctel de modernismo tecnológico y arcaísmo cultural que Guattari llamó caosmosis. El brusco frenazo de las metanarrativas ha fracturado y mezclado todo su contenido histórico, que se nos ofrece ahora con el aspecto de parque temático que cobra Venecia a la luz de Las Vegas. Las altas torres por las que se cimbreaba Spiderman fueron derribadas por aeronaves pilotadas por kamikazes medievales que recibían órdenes digitales de unos monjes que habitaban en cuevas. Y mientras Bush descargaba contra los infieles toda su ira tecnológica invocando al Dios de sus ancestros, alentaba una ingeniería financiera que desmaterializaba el valor de los bienes raíces.

Las narrativas epistémicas no pueden ya detenerse en la simple afirmación de la indeterminación y la incertidumbre. O peor: en la celebración del fragmento y la pluralidad del mundo a las que nos quiso acostumbrar el posmodernismo. Las catástrofes socioeconómicas, políticas y culturales de la última década muestras que las torres más erguidas de Nueva York y las inversiones aparentemente más fiables de las metrópolis occidentales tambalean al interactuar con creencias y ritos de pueblos que esconden computadoras en cuevas, hacen circular conjuntamente drogas, armas y utopías campesinas y pueden ser quitados de gobiernos pero no eliminados como ‘amenazas’ de lo que llamamos modernidad.

Nestor García Canclini [2]

Quizá el ángel de Klee esté pasmado porque acabe de topar con la superficie de un cuadro sin perspectiva. Quizá esté tan alucinado como Jim Carrey cuando chocó la proa de su barco contra el fondo del decorado de El Show de Truman. Pasmado no tanto ante la visión de la Aldea Global, en la que el futuro más virtual y el pasado más rancio coexisten disgregados en el mismo espacio, sino por haber comprendido, como Buzz Ligthyear, que el infinito no va más allá del cuarto de juegos de Andy.

No future. Los eslóganes contraculturales han sido asumidos por los jefes de recursos humanos. Los contratos son eventuales, la (de)formación permanente, la movilidad incesante. La bio.grafía ya no puede tener planteamientos (incompatibles con la capacidad de adaptación a las demandas variables del mercado), nudos (incompatibles con la desterritorialización económica, laboral y afectiva) ni desenlaces (proyectos y objetivos de futuro condenados a verse frustrados por un concepto miope del beneficio). Ya resultaba sicológica y laboralmente suicida plantear la realización de la vida a largo plazo, pero hoy, además, parece económicamente irresponsable en un mundo en recesión: debemos seguir suscribiendo hipotecas vitales para poder seguir adquiriendo identidades prêt-à-porter y teniendo que pagar intereses que aseguren nuestro enganche al crecimiento; de otro modo, perderemos el crédito y acabaremos enrolados en alguna secta milenarista en un mundo en recesión. Ya lo decía El Roto: ‘el tinglado se desinfla, sigan soplando’. Si no, el ángel de la historia permanecerá dando vueltas sobre sí mismo sin conducirnos ni siquiera a la catástrofe.

Para practicar la desubicación conviene ir ligero de equipaje. Durante años, la realización de la vida estuvo ligada a la adquisición de experiencia, un concepto de naturaleza narrativa que en lo privado significaba madurez y en lo público competencia. Hoy la experiencia se interpreta como una esclerosis de la capacidad de adaptación que inhibe además el disfrute de sensaciones disgregadas. Dejarse llevar. Si no podemos cambiar el mundo al menos cambiaremos de punto de vista. Somos turistas, no podremos alterar el decorado ni el horario del hotel, pero podemos exigir diligencia al animador. El cuerpo anhela la ingravidez de una mente itinerante. La mente anhela la frescura de un cuerpo deseante. Y la vejez es un vicio decadente.

Pero la eterna juventud siempre se consigue al precio de una maldición: como le ocurriera a Dorian Gray, cuanto más joven se mantiene el cuerpo más se expone su imagen a las consecuencias de sus desmesuras. La tersura superficial –de los rostros operados y las pantallas donde se proyectan- nos expone a un nuevo tipo de temporalidad. Paradójicamente, cuanto más nos renovamos más nos arriesgamos a estar ya muy vistos. Como la moda o las nuevas tecnologías, nosotros mismos hemos trascendido el hábito de computar la edad en función del deterioro; ahora lo hacemos mediante el cronómetro hiperacelerado de la obsolescencia. Ya nada se estropea, mucho antes se pasa de moda. Podemos fantasear con vencer a la muerte, prescindir del cuerpo y guardar nuestra memoria en un soporte ligero, pero sólo para comprobar aterrados que este formato indestructible caduca aún más rápido que la carne: todos los discos, de variados formatos, en los que hemos venido salvando nuestra memoria digital y magnética, permanecen tan operativos como inútiles. ¿Por qué cosa sustituiremos al cuerpo que dure más que él?

El prestigio de lo joven es inversamente proporcional al del futuro, pues la juventud no se identifica con una posibilidad por venir sino con una mera actualidad que disfrutar (o soportar). Ya hasta las utopías se cifran en la catástrofe. Éramos tan conscientes del crecimiento de la burbuja inmobiliaria como de que su estallido resultaría menos estruendoso desde dentro. Somos tan conscientes del carácter insostenible de nuestro presente como de que sólo nos descabalgaremos del imaginario del crecimiento cuando se acabe el oxígeno, el petróleo o, por lo menos, el crédito. Cuanto peor, mejor. Sólo la ruina del presente nos salvará del futuro. Lo hará innecesario, lo traerá hasta nosotros. Ni siquiera podemos solidarizarnos con nuestros descendientes pues, como afirma provocativamente Zoe Sofia, si el futuro ya está aquí no tiene sentido tomar en consideración la supervivencia de futuras generaciones, pues nosotros somos las futuras generaciones.

El futuro anticipado ya no se produce. En coherencia con la lógica de la imagen, se re.produce. Y lo que reproducimos, en coherencia con la estética de la queja, ya no tiene nada que ver con el futuro que deseamos. En buena medida porque el deseo también ha colapsado ante la capacidad gravitatoria del presente. El angel está de espaldas, no puede desear un futuro al que no vuelve la mirada y que sólo entiende como proliferación de una civilización que nace ya como ruina anticipada de su decadencia. El encuentro de un edificio de Calatrava y una huertana vestida de fallera sobre una pista de Fórmula 1 ya no tiene la dimensión revolucionaria que imaginó Lautréamont.

Baudelaire, que entendía que la más alta obligación del hombre, y en consecuencia del poeta, era la reconstrucción del sentido desde los fragmentos del presente, propuso como interlocutor al demonio pues, al fin y al cabo, él compartía nuestra condición de.caída y, por viejo, sabría más que nosotros de esa naturaleza huérfana, posthumana. Pero fue también Baudelaire quien, tras recorrer junto a él los paraísos artificiales, llegó a la conclusión de que su compañero de fatigas no era más que un ‘pobre diablo’. Él mismo se lo había advertido: ‘¿qué te creías, que era Dios?’

El pobre diablo está, como Leonardo (da Vinci), prisionero en el espejo de lo divino. Cuenta Blumenberg que la tardanza en construir ingenios voladores estuvo relacionada con nuestra dificultad para desprendernos de la lógica mimética. Convencidos de que el Creador había realizado un mundo perfecto no imaginábamos siquiera la posibilidad de volar de otra forma que no fuera imitando el vuelo de las aves por Él creadas. Sólo la sustitución de las normas de la mímesis por las leyes de la física nos permitió desarrollar mecanismos más eficaces que el de batir las alas. Pero el diablo, como Eva (y quizá Leonardo), no lo olvidemos, quería ser como Dios. Se miraba en su espejo, permanecía clavado a unas alas que remedaban la obra del Creador. No se conformó con asumir la mecánica de la realidad, deseaba acceder al sentido (¿la dirección?) y, quizá, cambiar el rumbo.

La condición humana está enredada en el pecado original, en la apuesta blasfema por reconducir la dinámica de lo dado al orden del sentido. Pero la blasfemia no tiene sentido al margen del orden de lo divino, ni el sentido tiene orden al margen del futuro. ¿No es la blasfemia la que nos acerca a Dios? Quizá el verdadero infierno sea el olvido de la imagen de lo divino y, por lo tanto, la negación de lo humano, un paraíso de acontecimientos presentes, levantado a fuerza de imponer las leyes abstractas de la eficacia a la lógica de la naturaleza sin la tentación humana de trascenderlos.

El posthumanismo es una herencia del siglo XX en que todavía resuenan los viejos discursos de pseudovanguardia relativos al fin de… Lo mejor de estos análisis es la inversión que propician, ya que permiten profundizar en aquello que supuestamente dejan atrás. Así lo mejor de lo posthumano es lo poshumano. Es decir, que permite ir viendo las sucesivas metamorfosis de aquello que en cada época y lugar llamamos ‘humano’.

José Luis Molinuevo [3]

Como no podemos ir hacia el futuro es el futuro el que viene hacia nosotros. Con su tufillo necrológico, nos muestra la imagen avejentada de nuestra juventud. El nómada digital utiliza bicicletas sin ruedas y corre sobre cintas que le impiden avanzar. Sus tecnologías se parecen a instrumentos de tortura, pero le liberan del componente angustioso de la movilidad (la definición del sentido de la orientación), disocian la potencia (de los bíceps o del procesador) de la posibilidad y convierten el desplazamiento en turismo (la confirmación, en un parque temático, de unas expectativas precocinadas). Quizá el infierno se parezca finalmente a un ojo separado de su cuerpo, con su cuenca convertida en una caverna a la que ya sólo entra la luz de la apariencia; un ojo que navegue a velocidad ‘r.e.m’ entre Sísifo, Leonardo, la Patrulla X, Fukuyama, Baudelaire, Spiderman, Klee, Benjamin, Calatrava, El Roto, Jim Carrey, Blumenberg, Buzz Ligthyear, Wilde, García Canclini, Lautréamont, Molinuevo (al que debo la mayoría de las ideas aquí desparramadas), Marina Núñez…

Todo sea por mantener el contacto.


[1] 9ª tesis sobre el concepto de la historia.

[2] Diferentes, desiguales, desconectados, mapas de la interculturalidad, Gedisa, Barcelona, 2004, pág. 142.

[3] La vida en tiempo real. La crisis de las utopías digitales, Biblioteca nueva, Madrid, 2006, pág. 72.