Alicia Ventura
Quimeras
«Demasiado mundo», catálogo individual, Ed. Generalitat Valenciana, Centre del Carme, Valencia 2010.

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Siempre me interesó la obra de Marina Núñez. Hacia el año 1997, comenzando mi estancia de ocho fabulosos años en Barcelona, se me plantea dirigir una galería de arte. Ya entonces llevaba tiempo fijándome en su obra. Sus locas en pinturas planas sobre telas, eran algo especialmente inquietante para mí.

Nos presentó un buen amigo común y también gran artista, Ángel Marcos y desde entonces he seguido más, si cabe, su trayectoria; pero su cercanía me ha permitido llegar al punto en el que hoy me encuentro. Tenía ganas de trabajar codo a codo con ella y su obra, o con su obra y con ella, no sé lo que es antes.

Su obra me permite ahondar en campos muy cercanos, pero a la vez  muy intangibles y siempre desde una doble vertiente: la muerte y la vida, morir y nacer. ¿Qué es la vida sino eso? Todo se destruye para nacer de nuevo, ¿por qué no? ¿Acaso no es eso lo que leemos en la Biblia? Nacemos, pecamos, y sólo a través de la muerte y resurrección expiamos nuestros pecados para llegar al paraíso, un nuevo mundo, otra vida.

No cabe duda que el espacio expositivo no puede ser más apropiado, un antiguo convento: El Convento del Carmen de la ciudad de Valencia, actual Centro del Carmen, un lugar de continuos renacimientos.

Un libro de Dolores García Hinarejos, repasa la historia y transformación del Convento del Carmen de Valencia. Dice así:

“Sus orígenes se remontan al siglo XIII, con los Carmelitas Calzados establecidos en Valencia a la muerte de Jaime I. Con la exclaustración del siglo XIX su gran iglesia fue convertida en parroquia de la Santa Cruz y se salvó de la demolición porque la Academia de Bellas Artes defendió su conservación e instaló el museo en él. El convento carmelita se articula en torno a dos claustros … Tangente a él por el testero se abre una estancia cuadrada, antigua aula capitular, denominada capilla de la Vida en recuerdo de la imagen de la Virgen que bajo esta advocación allí se veneraba.

El Museo del Carmen,  quedó inaugurado en octubre de 1839. En un primer momento ocupó el claustro gótico, refectorio, capilla de la Vida y pocas dependencias más, siendo totalmente tapizados sus muros con los expoliados cuadros conventuales sin un orden concreto. En esos años la Academia de San Carlos, que seguía sin tener museo propio y aún estaba ubicada en la Universidad, había acumulado por su parte una colección de alrededor de quinientas pinturas de las que sabemos gracias a un inventario de 1842. La gestión y dirección del Museo de Bellas Artes corrió a cargo de la Academia, que finalmente decidió trasladarse en 1848 al edificio del Carmen con sus pertenencias…En 1859, el Convento del Carmen ya era sede de la Real Academia de San Carlos y Museo de Bellas Artes y, al ser derribado el palacio Vich las piezas que pueden salvarse se trasladan al Convento del Carmen. Las piezas se almacenan allí durante 50 años.

El Museo resultaba aún insuficiente. Por ello desde 1900 a 1914, siendo director del mismo D. Luis Tramoyeres Blasco, se reanudaron las tareas de ampliación bajo la dirección de los arquitectos Luis Ferreres y Francisco Almenar.

El claustro renacentista y las estancias a él recayentes se destinaron a dependencias de la Escuela de Bellas Artes, si bien sus galerías se decoraron con piezas arqueológicas de arquitectura romana, medieval y renacentista.

En los años 1923-1924 prosiguió la ampliación del Museo aprovechando un patio tangente a la sala Martínez Campos. Esta fue la última intervención importante que se operó en el edificio, dotándolo de una gran galería central con luz cenital y cuatro salas a cada lado, según el proyecto de los arquitectos Vicente Rodríguez y Luis Ferreres. La nueva edificación de corte clásico, claramente inspirada en la galería central del Museo del Prado, no sólo permitía exhibir mejor las pinturas, sino que a la vez enlazaba con las propuestas más modernas de la museología del momento, lo cual seguramente dio pie a que el Museo de Bellas Artes de Valencia fuese considerado como el segundo museo de España.

Durante la Guerra Civil el Museo fue desmontado y usado como almacén del Tesoro Artístico, y se trasladaron parte de sus fondos a Madrid depositándolos en el Museo del Prado. Acabada la contienda D. Manuel González Martí, director entonces, realizó las gestiones oportunas para recuperar los cuadros. Pero los deterioros sufridos eran grandes y el Ministerio de Educación decidió trasladar el Museo y la Academia al Colegio Seminario San Pío V”

El antiguo Convento del Carmen es hoy un lugar vivo y presente, un centro de arte contemporáneo que sigue remodelándose y restaurándose, para ser ampliado con más espacios expositivos. El Centro del Carmen constituye uno de esos lugares emblemáticos de la ciudad. Forma parte de ese conjunto de espacios culturales de Valencia, donde todo puede ser diferente, desde retrotraerse a la nostalgia del pasado hasta la incursión en un mundo utópico y, no se sabe, si futurible.
Este proyecto, precisamente, trata de potenciar el espacio en sí, de convertirlo, a través de una nueva visión, en un lugar ensoñado, irreal o no, que está quizás por llegar o que nunca existirá, pero que yace en la imaginación de Marina Núñez.

Los avatares en él sufridos han dejado huellas en el edificio. Huellas invisibles a los ojos, pero no al alma del lugar. La exposición de Marina Núñez nos permite seguir viendo la sala Ferreres en todo su esplendor, se puede pasear por ella, provista de su clásica desnudez. Sólo quien se atreva a mirar a través de las puertas verá otros mundos: Demasiado Mundo. Los sonidos del silencio nos conducen al mundo exterior. Dentro de la Sala nos encontramos protegidos, pero fuera de las paredes del convento suceden demasiadas cosas, cosas que parecen ajenas a la estética actual, escenas casi futuristas pero, por qué no, posibles.
 
Marina Núñez  nos plantea  a través de nueve instalaciones (videos, infografías) un mundo distópico que transcurre más allá del refugio de la sala central. En las videoproyecciones, unas puertas cerradas se van abriendo para mostrarnos el exterior del convento. Un mundo ficticio durante un minuto, quizás futuro, quizás imposible. Se cierran tras un fuerte golpe. Nos despertamos y volvemos a la realidad.
 
Fuera del convento, el mundo está en ruinas, arquitecturas del pasado se mezclan con las del presente. Ciudades con rascacielos, edificios industriales junto a vestigios  medievales y clásicos. Paisajes desolados, ruinas devastadas, restos de edificios entre los que aparecen despojos humanos, quimeras, que componen escenas enigmáticas. Un mundo romántico en su forma y en su luz. Paisajes en mayúsculas.

Sobre ese fondo que parece inmóvil, nos atrapa una explosión. De un ser surge otro ser, inmediatamente surge una nueva vida. Unas cabezas mutantes, con un crecimiento excesivo, descontrolado, que se acoplan, que se atrapan. Orgánicas. En ocasiones nos podrían recordar a algunos ectoplasmas de la iconografía cinematográfica.

Una música figurativa y violenta nos provoca inquietud y nos invita a caminar por la sala para seguir descubriendo. Al final, en las dos últimas salas, unas mujeres de cuerpos muy recortados (que nos recuerdan a sus locas) pero que,  provistas de movimiento, llevan sobre sí el peso de un nuevo nacimiento, modular, de nuevo descontrolado. ¿Morirán al dar a luz una nueva vida? Ellas son el nuevo paisaje, el nuevo territorio, la nueva montaña. Ellas son el motivo de la devastación y son la nueva vida. Ellas colonizan el paisaje, ellas han generado el desastre. Un desastre que sólo puede ser germen de un nuevo renacimiento.

A lo largo de todo el recorrido observamos, en la iconografía de la obra de Marina, la continua presencia y utilización de la quimera: ilusión, fantasía, utopía, delirio, visión, sueño, éxtasis, imaginación, invención, mito, monstruo, alucinación. De procedencia griega,  khimaira: La heráldica, este término se refiere a un animal fantástico con busto de mujer y el cuerpo de cabra. Según el Diccionario de la Real Academia, hablaríamos de un monstruo imaginario que, según la fábula, vomitaba llamas y tenía cabeza de león, vientre de cabra y cola de dragón. A menudo, también se utiliza metafóricamente para describir cosas que tienen atributos combinados procedentes de fuentes diferentes. Por ejemplo, en genética, un organismo o tejido creado a partir de dos o mas fuentes genéticas. En definitiva, aquello que se propone a la imaginación como posible o verdadero, no siéndolo.

La quimera es tan infinitamente posible, como la imaginación del hombre lo permita. La utilización por parte de Marina de este elemento me trae a la memoria una historia contada por un gran genio del cine: La Quimera del Oro. Espléndida película, poema de amor y parodia de Chaplin sobre la codicia. La trama nos traslada a principios de siglo, cuando miles de personas partieron hacia lugares inhóspitos, enfrentándose a una naturaleza salvaje, en busca de esa “quimera del oro” que la película retrata desde dos dimensiones muy distintas. Por una parte, como la lógica ansia del protagonista de encontrar un sustento y salir de la pobreza más absoluta. Por la otra, como el deseo de algunos por imponerse a los demás, de encontrar riqueza por el simple hecho de encontrarla y así lograr reconocimiento y prebendas. Pero la fábula moral es sólo una parte (aunque la esencial) de una producción en la que la inventiva visual y cómica del genio luce con todo su esplendor. Ahí están escenas tan famosas como aquella en la que, aterido de frío y muerto de hambre en una cabaña, confunde a su compañero con una gallina, situación que se resuelve de forma magistral con la entrada de un oso en escena. Mítico también es el momento en que se come un zapato o la secuencia en la que su modesta construcción está a punto de caerse por un precipicio, una de las cumbres de la historia del cine.

El viaje de Marina, en busca de un mundo más justo, noble, bello, parece que la lleva a reflexionar y a visualizar acerca de seres mutantes, irreales. La lleva a pensar en la destrucción de mano del ser humano, de un mundo demasiado transformado e intervenido. Sus ojos visualizan unos seres, sólo presentes en su mente, que los hace reales. Una nueva genética, manipulada por el hombre. Su quimera del oro, nos presenta una fabula de la vida sólo a través de la muerte. De la esperanza continua.

Releyendo mis notas tomadas hace ya tiempo, cuando nos encontrábamos preparando esta muestra, me encuentro con una cita de Leah Abraham.  En su dialogo entre el Amor y el querer, dice así:

«Hace tiempo tuve un sueño, en el dialogaban el Amor y el Querer.

El Querer le decía al Amor.

— ¿Por qué eres tan eterno?.

Y El Amor con gran paciencia respondió.

— Quizás sea por que no poseo nada.

— Eso es imposible, – exclamo el Querer – posees todas las cosas, como yo ¿A caso no somos el mismo ser?.

— ¿Tú crees? Pues dime ¿Qué es lo que tú posees?
Respondió el Querer.

— El amante que posee al ser amado, el político que posee el poder, el religioso que posee la fe, yo poseo todo aquello que quiero.

El viejo Amor le dijo.

— No ves tú mismo te respondes, yo cuando amo no poseo al objeto amado. Yo amo a una mariposa en vuelo, amo una flor con su tiempo contado y amo al hombre que en su vida se asemeja al vuelo de una mariposa y al tiempo contado de una flor.

Muy exaltado el Querer exclamo.

— Eso es una quimera.

En su inagotable paciencia el Amor le responde.

— El mundo es una quimera. ¿Qué crees que soy yo?”

 

Esta cita es una dedicatoria personal a Marina, autora de esta muestra.

 

Si volvemos del sueño de la quimera y de nuevo nos situamos detrás de las puertas, no sólo nos sentiremos atrapados por seres convulsos,  por la fuerza de los cuerpos sino que al observar las pequeñas escenas de los mundos propuestos por la artista, quedaremos hipnotizados por esa luz convulsa, brillante, que genera unos paisajes ya vistos en iconografías pertenecientes a obras anteriores. Un mundo entre Poussin y Friedrich: edificios medievales en ruinas, irreales paisajes de montaña mezclados con restos góticos, fenómenos climáticos hostiles.

Analizando ambos artistas comprobaremos que los paisajes de la obra de Friedrich, situaban de forma separada los primeros planos y el fondo, un recurso muy extendido en el paisajismo de la época. Observemos que a través de las puertas que se nos abren en la Sala Ferreres el espectador se asoma a otros mundos de tamaño irreal, fílmico, que enfatizan la quimera en primer término, la explosión, la muerte y el nacimiento, sobre un lecho paisajístico que adquiere una perspectiva que vivifica el espacio causando curiosidad e inquietud.

Existen muy diversos Friedrichs según épocas y, sobre todo, según las geografías que lleva al lienzo, pese a que su obra sea relativamente homogénea. Uno de los medios compositivos a los que recurre el histórico pintor son precisamente los contrastes tensos entre los términos, que provocan sentimientos parecidos al anhelo. Nada más cercano a la realidad de la artista que nos concierne. Paisajes nostálgicos, telones de fondo, en leve movimiento, que evaden la mirada, pero hipnotizan al espectador ante la explosión hacia la nueva vida.

A la luz mediterránea, Friedrich opone los cielos plomizos de la Alemania del Báltico; a las ruinas de la Antigüedad clásica, las de las catedrales góticas, tal vez como emblema de lo germánico, o de la época del medioevo, edad ideal para los románticos. La ejecución de todos los paisajes del artista alemán presenta un dibujo cuidadosísimo, de una precisión hiperrealista. Marina Núñez nos pone en presente sus primeras pinturas, con un dibujo recortado y cuidadoso, pero ahora convertido en infinitas horas y horas frente a una pantalla de ordenador.

La obra de Friedrich, Paisaje con sepulcros y Paisaje con sepulcro,  féretro y búho, ejecutados entre 1835 y 1837, constata cómo, en los últimos años de su vida, el tema de la muerte se convirtió en una obsesión para el artista. De estas obras se desprende una morbosa y sobrecogedora angustia, pues, contrariamente a muchas anteriores, de tanta elocuencia religiosa, nada en éstas señala la presencia divina; cualquier signo que pudiera sugerir la victoria de Cristo sobre la muerte ha desaparecido. En cuanto al paisaje, es desértico, casi demencial. En éste, la muerte a veces es representada bajo formas alegóricas y otras de manera real. En ocasiones gravita entre las brumas de un desolado bosque invernal del que surgen las ruinas fantasmagóricas de un monasterio o de una catedral. Fue una de las sendas de huida que se puede generalmente encontrar entre los más exasperados espíritus románticos. Con todo lo dicho, me atrevería a afirmar que Marina Núñez es de las artistas más románticas del siglo XXI.

Acompañarán a esas naturalezas de arquitecturas y paisajes una capa de luz que  nos trasladará al barroco francés y a la obra de Nicolas Poussin. La quietud de sus paisajes tiene el contrapunto de la amenaza latente o explícita de la irrupción de la desgracia, con cierta expresión teatral muy típica del mundo barroco.

Los paisajes que pintó Poussin en su madurez, los cielos azules reflejados en lagos serenos, el sol ligeramente dorado de la media tarde alumbrando el costado de un templo clásico o de una fortaleza, filtrándose entre las hojas de los árboles gigantes que vuelven más pequeñas por comparación las figuras humanas, se transforman en la obra de Marina en ruinas industriales, arquitecturas góticas, en mares bañados por un áura dorada. Pero descubriendo que esa quietud de los paisajes  tiene siempre el contrapunto de la fugacidad del tiempo, la amenaza latente o explícita no ya de la lenta ruina de las cosas sino de la irrupción de la desgracia. En uno de los cuadros de Poussin, Orfeo toca su cítara en presencia de unas cuantas figuras que le prestan atención o que miran a otro lado, y un poco más allá la vida común prosigue indiferente a su música, que se disipará débilmente en el aire. Un personaje femenino se vuelve hacia algo que le provoca un gesto de pánico: tenemos que mirar con mucho cuidado para comprender que esa mujer es Eurídice, y que lo que sólo ella ha visto -pues nosotros permanecíamos tan distraídos como los otros personajes, o como el mismo Orfeo, sumergido en el egoísmo de su arte- es la serpiente que ya repta hacia ella y que dentro de un instante la matará con su picadura. En medio de la normalidad sobrevienen el dolor y la muerte, invisibles para aquellos que están muy cerca y no los sufren. A un paso del drama más atroz hace un tiempo sereno y la gente se atarea en sus cosas; y ni siquiera el que más va a sufrir intuye lo que ya ha empezado a sucederle. Nosotros también debemos esperar ante la puerta con la calma de nuestro tiempo, de la observación. Al otro lado, esa calma  se convertirá en turbulencia para, tras una explosión, volver a un nuevo nacimiento. Una vida que a su vez lleva implícita otra vida y  otra, como una cadena interminable. Al final de nuestro recorrido, criaturas oprimidas, como criaturas gestantes, desarrollan nuevos seres, sus propios dobles. Se desdoblan sin poder evitarlo. Y aparece lo único que será nuevo, lo único y lo inmenso, un paisaje vivo y un ser idéntico al que le vio nacer.

No podemos pasar por alto que, al igual que sucedió con el  movimiento romántico, la artista encuentra  en la literatura de terror un medio de inspiración y desarrollo de las cuestiones que la inquietan: la lucha contra la muerte, la libertad de mente, el miedo a lo desconocido o las relaciones entre ciencia y ética. Para ésta que suscribe, el mito de Frankenstein recoge la esencia del movimiento romántico. En todo caso, el peligro procede del hombre. El hombre quiere dominar el universo, crea una máquina que se convierte en un peligro para él. Muchas veces imaginé a Marina Núñez realizando una nueva versión del famoso Frankenstein de Mary Shelley. Un nuevo film con gran carga filosófica: quimeras, cíborgs, locas, monstruos por crear; pero llenos de idealismo, sinceridad y pureza mental, cualidades alabadas pese a la radicalidad. Esto no haría sino llevarla a una nueva locura. La acción evolucionaría, quizás, hacia una grotesca competencia de la locura. Si llevamos al romanticismo a sus últimas consecuencias, termina siendo una forma de demencia.

La obra original de Mary Shelley recoge en sí misma gran parte de los nuevos valores románticos. Citando a Isaiah Berlin, con el romanticismo “creamos nuestra propia visión del universo del mismo modo que los artistas crean su obra”. De forma inversa, podríamos decir que la criaturita que construye Frankenstein viene a ser una obra de arte, una fantástica creación, formada desde una visión del mundo.

Mary Shelley creó a su monstruo después de una pesadilla. Habiéndole dado vida, en la introducción de la escritora a las ediciones posteriores a 1831, Shelley pedía a su “horrenda criatura que salga al mundo y que prospere”. El engendro debió prosperar,  siendo además de los primeros nuevos mitos del celuloide. Dos grandes cineastas tratan la historia desde dos puntos de vista. Branagh y Whale. Al igual que con las vidas de los personajes de Byron, la del monstruo de Frankenstein surge del desprecio, entra en el vicio y por consiguiente en el crimen, en el terror y la desesperación.

El film de Branagh apunta a la soberbia del científico que pretende  emular a Dios, la manipulación de la vida y la aceptación de la muerte. El film parece reforzar la historia de amor, que Frankenstein trata de mantener más allá de la muerte con terribles consecuencias, incidiéndose de esta manera en la habitual relación entre amor y muerte. Junto a la lucha para vencer a la muerte, aparecen la libertad de la mente y el miedo a lo desconocido, la ciencia y la ética, la creación de la vida, la rebeldía de la trasgresión del orden establecido y el miedo al castigo, la madurez y el arrepentimiento de los ideales y excesos de la juventud, los límites entre la cordura y la locura, la necesidad de afecto del monstruo y de los marginados sociales, el rechazo social como origen de conductas delictivas o la rebelión del hijo contra el padre y de la criatura contra el creador.

La película de Whale, sin embargo no es otra cosa que una adaptación moralista de la obra de Shelley, una glorificación del orden burgués a costa de la ambición humana y el ansia creativa, constituyendo el doctor Frankenstein la representación genuina del científico sediento de poder que osa compararse con Dios y que, al final, debe reconocer su error volviendo cabizbajo al redil.

Podemos decir que Frankenstein recogería las bases del romanticismo: la voluntad, el hecho de que no hay una estructura de las cosas y la oposición a toda concepción que intente representar la realidad con alguna forma susceptible de ser analizada, registrada, comprendida, comunicada a otros y tratada, en algún otro aspecto, científicamente. En este sentido, los escenarios son los más apropiados, cementerios destartalados rodeados de neblina, torres abandonadas sobre montes que dominan el terreno, aldeanos vacíos llamados a ser víctimas en potencia y un espacio en el que vida y muerte conviven de modo simultáneo, como la propia pantalla de proyección.

Ya tengo mi ansiada versión de Marina Núñez para el mito de Mary Shelley, con una dirección escénica de lujo. El estreno es en la Sala Ferreres del Convento del Carmen de la ciudad de Valencia. Acompáñenme al pase y, si así lo desean, conviértanse en actores de reparto, como legendarios soldados en lucha con La Muerte para salvar a la princesa Tierra.

Abril 2010                                                                                           Alicia Ventura