Yolanda Peralta Sierra

«Moviendo lombrices muertas en un vaso de cristal»

«Jardín salvaje», Ed. TEA, Tenerife Espacio de las Artes, 2019, pp. 6-15.

Texto en Inglés

 

El lugar que ocupa el ser humano en la naturaleza y el modo en que se relaciona con esta, resulta contradictorio y hasta cierto punto ambiguo. Desde la religión, la naturaleza fue concebida como una obra de Dios y por tanto debía ser respetada. La titularidad y el dominio del mundo –y de la naturaleza – le correspondía a Dios, centro de todo el universo. La construcción de una cosmovisión en la que naturaleza y cultura estaban separadas fue la base para los procesos de conquista y control del entorno natural. No es de extrañar que esa visión del mundo se remonte al siglo XV, coincidiendo con la época de los descubrimientos. Esa división, que sentaba ya las bases de la desconexión del ser humano con el medio natural, establecía de forma jerárquica que la cultura, asociada a los hombres, estaba por encima de la naturaleza, vinculada a las mujeres: lo social se imponía a lo natural. La naturaleza fue considerada como algo sin valor, una propiedad y una posesión que podía ser explotada de forma ilimitada con el único fin de servir a los intereses de sus habitantes. Esa cosificación del medio natural y la separación entre este y la humanidad se hizo más evidente a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, tras la Revolución Industrial.

 

El ser humano se ha sentido insignificante en el universo pero también ha creído ser el centro del mismo; se ha percibido en conexión con la naturaleza y ha querido conocerla para saber dónde situarse como especie, pero a su vez ha ansiado su dominio y control. El resultado de todo esto ha sido el establecimiento de acciones, relaciones e interrelaciones con el entorno y el cosmos basadas en las contradicciones. Estas contradicciones provienen de ficciones, deseos y fracasos y son el punto de partida de la exposición Jardín salvaje de Marina Núñez. ¿Somos el centro del mundo o una diminuta mota de polvo en la inmensidad cósmica? ¿Queremos establecer una conexión con el cosmos o estamos más interesados en la expansión humana para su conocimiento y dominio? ¿Podría ese afán acabar convertido en una obsesión y conducirnos a la locura? Estas reflexiones de Nuñez han ido tomando forma en series como Fuera de sí (constelaciones y supernovas) protagonizada por rostros femeninos que estallan, se desintegran y se transforman en cuerpos astrales: de tanto empatizar con el universo las mujeres se transmutan en el universo mismo o quizás es la locura la que provoca el estallido de esos rostros.

 

Pero el ansia de dominación, que parece ser algo inherente al ser humano, ha ido más allá: la última obsesión ha sido vencer y controlar a la muerte. Nos resistimos a ser cuerpo y nos resistimos a creer que somos frágiles y vulnerables, que enfermamos y morimos. Y hemos desarrollado una creencia en la inmortalidad basada en la existencia de algo denominado alma, contenida en un receptáculo de carne y huesos, en una envoltura carnal, frágil y efímera destinada a albergar lo que creemos que nos define, lo que consideramos nuestra esencia. En sus Phantasma Núñez recrea esa instancia inmaterial, pero, liberada de su prisión corporal, acaba convertida en polvo, desvaneciéndose como humo, igual que se desvanecen nuestras esperanzas. Los rostros a modo de cadáveres se transforman en huecos-tumbas y su visión sacude nuestra integridad, generando una angustia existencial profunda: tras la muerte no hay un nuevo comienzo, tan solo la desaparición definitiva.

 

Una de las secuencias de la película Remando al viento (Gonzalo Suárez, 1988), que narra la historia de Mary Shelley y la gestación del mito de Frankenstein, recrea una de las reuniones nocturnas en la Villa Diodati de Lord Byron durante el verano de 1816. En el transcurso de una de ellas, y por iniciativa del excéntrico poeta, tiene lugar un interesante, y por momentos, acalorado debate:

LORD BYRON

“¿Sabéis cuál sería el mejor poema? El poema que diera vida a la materia por la fuerza de la imaginación”.

MARY SHELLEY

“Sería horrible”.

JOHN WILLIAM POLIDORI

“La imaginación solo consigue crear cosas que nacen muertas, aunque puedan resultar muy bellas”.

PERCY B. SHELLEY

“Lo único que los científicos han conseguido es mover una lombriz muerta en un vaso de cristal”.

 

El fracaso ha sido inevitable: los intentos por vencer a la muerte han fracasado como lo han hecho los intentos de explotación y domesticación de la naturaleza. El choque entre las fuerzas naturales incontrolables y los avances tecnológicos imprevisibles ha provocado efectos y consecuencias terribles para el planeta, pero también para sus habitantes: la colonización de paisajes, la transformación, alteración y modificación de ecosistemas y el irreversible proceso de destrucción de los mismos o los experimentos fallidos que han escapado a nuestro control. Las seis videoproyecciones que componen Demasiado mundo desarrollan una escena en la que resuenan ecos de los relatos y novelas góticas, en un ambiente en el que se dan cita estructuras de arqueología industrial contemporánea con ruinas que parecen extraídas de las pinturas románticas de Friedrich, o incluso de la imaginación de Mary Shelley. En Demasiado mundo está presente el ciclo de la creación y la destrucción y la dinámica del ensayo-error vinculada, en este caso, a un intento de orden sobre algo que se nos escapa: el cuerpo. Pero la destrucción no conduce a la creación, nos advierten las cabezas posthumanas, arruinadas, fosilizadas y enmohecidas, como las ruinas, de las que surgen hongos nucleares, explosiones que destruyen el entorno para crear vida: en un ciclo sin fin, tras cada nueva explosión el humo se solidifica para crear una nueva cabeza que apenas se mantiene viva unos segundos. Estamos ante los intentos desmedidos que generan experimentos fallidos, que como el monstruo del doctor Frankenstein, acabaron en catástrofe. Pero también ante una imagen que simboliza el fin del carácter sublime que le fue otorgado a la naturaleza.

 

Los seres humanos han dado forma a la tecnología, una tecnología que se ha rebelado y que es la que nos ha acabado por modelar, provocando mutaciones y generando no sólo un ser humano tecnológico, también un medio natural tecnológico. La humanidad ha provocado la involución de su entorno y ha acabado por transformarlo en un lugar hostil para la vida. En Jardín salvaje, videoinstalación que da título a la exposición, especies vegetales modificadas genéticamente presentan un crecimiento desaforado. Incontrolables, amenazantes y cada vez más violentas estas plantas-alien de un jardín tecnológico lo invaden todo a su alrededor, cambiando de forma irreversible el entorno y eliminando cualquier posibilidad de vida. La naturaleza, como territorio y biodiversidad de la Tierra, ha sido transformada por la acción antrópica y ha sufrido como resultado de nuestras acciones. A pesar de la antropización a la que hemos sometido al medio natural, impregnándolo de artificialidad, seguimos pensando que este sigue siendo algo natural. En nuestro imaginario lo salvaje es sinónimo de natural y seguimos manteniendo la creencia en la existencia de espacios naturales salvajes que aún hoy día no han sido alterados y modificados. Lo salvaje es una utopía, pero también lo es lo natural. Es más, el mismo concepto de “natural”, tradicionalmente empleado como factor de orden, está hoy día devaluado por sus connotaciones retrógradas y reaccionarias. Por ejemplo, la subordinación femenina ha sido considerada a lo largo de la historia de la humanidad como algo “natural”. El propio Darwin en El origen de las especies intentó convertir en una verdad de carácter científico la “natural” inferioridad de las mujeres para justificar así la supremacía masculina.

 

Los artistas de jardines renacentistas pensaban que con sus creaciones estaban dando origen a una “tercera naturaleza”, resultado de un proceso de hibridación entre la naturaleza intacta, o primera naturaleza, y la naturaleza modificada y transformada por la civilización, es decir, la segunda naturaleza. El jardín sería, por tanto, un paisaje artificial y artístico, una naturaleza escenificada y sobre todo domesticada. Si aquello que denominamos “salvaje” no permite control ni dominación, ¿puede un jardín ser salvaje como apunta el título de la exposición? ¿Cómo puede ser salvaje uno de los espacios naturales más domesticados que existen? ¿No resulta algo contradictorio a la vez que improbable? ¿Existe aún hoy día algún lugar en la Tierra que no haya sido tocado por el ser humano, en definitiva, no domesticado? ¿Existe algún lugar natural o territorio salvaje? Nos agrada y nos reconforta esa idea como utopía, pero no como realidad. Nos gusta pensar en lo natural como algo previo a la colonización por la humanidad y la realidad es que ya no hay nada que sea natural. ¿El Amazonas? ¿La Antártida? La naturaleza pura no existe, ni lo natural impoluto, todo ha sido “tocado” por la humanidad, hasta la capa de ozono. No existe el lugar salvaje, intocable. Estamos pues ante una ficción y ante una contradicción: nos gusta la idea de lo salvaje, lo que no se puede controlar, lo que crece sin control, libre y sin intervenciones externas, pero a la vez queremos controlar y dominar la naturaleza.

 

En la serie Naturaleza Marina Núñez fabula con la posibilidad de la dominación de lo natural: “lo salvaje” ha sido por fin atrapado y domesticado y ahora es exhibido como un trofeo a modo de paisaje. O quizás son estos los últimos vestigios de la naturaleza, conservados a modo de reliquia, que remiten a un pasado que ya no existe, a un futuro que se nos revela cada vez más próximo y cercano. La naturaleza convertida en trofeo, en reliquia y en motivo decorativo, domesticada, contenida y atrapa en gigantescos jarrones de vidrio con ornamentación dorada, transformada en paisaje y exhibida en sus diferentes tipologías -isla, montaña, monte, manglar- como los objetos raros y extraños de un gabinete de curiosidades y maravillas. Un catálogo paisajístico visual que evoca un mundo pasado ya desaparecido, pero también a la naturaleza como ornamento mismo. Es entonces cuando la naturaleza se abre paso entre las rendijas de los ornamentos dorados y lo que parecía estar muerto, sigue vivo. Y escapa, crece y avanza entre las grietas y las fisuras, como las hierbas que cubiertas por el asfalto consiguen crecer y salir a la superficie. La vida, a veces de forma inexplicable, se abre camino, como lo hacen los hierbajos que colonizando poco a poco esos jarrones nos recuerdan que el triunfo solo era un espejismo, una ilusión.

 

El deseo del ser humano por controlar y dominar la naturaleza, la Tierra, la vida, el universo mismo, deriva de un primigenio afán de conocimiento que con el tiempo ha acabado por convertirse en una obsesión. Entender el mundo, primero desde la religión y más tarde a través de la ciencia, llevaría a la humanidad al autoconocimiento, pero la falta de empatía, la desconexión y la distancia hicieron posible la dominación. La ciencia nos ha proporcionado conocimientos y creencias; la religión nos ha ofrecido una iconografía cosmológica plagada de ángeles, nubes y esferas. Desde la religión y desde la ciencia se ha pretendido explicar y entender el cosmos de una manera ingenua, generando una ilusión: la ilusión de conocimiento y de control. ¿Cómo aprender y conocer lo inaprehensible? ¿Cómo controlar algo que es incontrolable? Las relaciones entre ciencia y religión están en la base de Cielo errante, una pieza audiovisual que apunta a la posibilidad de diálogo y de complementariedad, de dos cosmovisiones históricamente opuestas y enfrentadas. Nubes, ángeles y esferas conforman aquí una iconografía de lo espiritual y de lo evanescente en la que, como las nubes contenidas en esferas de cristal, se desvanecen también los intentos por apresar los conocimientos ocultos a través de los cuáles quizás llegaríamos a conocer y entender las claves del funcionamiento del universo.

 

El conocimiento con sus múltiples posibilidades, se nos presenta siempre inconcluso, no solucionado, siempre abierto. En la serie Grietas, fisuras de gran tamaño en forma de ojo se abren en la pared y en su interior emergen numerosos globos oculares que buscan y prueban diferentes configuraciones en un proceso imparable. Pero la configuración parece ser inestable y el proceso se reanuda, se vuelve interminable. El afán de conocimiento a través de la ciencia nos conduce a esas dinámicas basadas en el ensayo-error. ¿Hemos fracaso al no encontrar la configuración exacta y estable? ¿O quizás deberíamos aceptar la imposibilidad de conocerlo todo?

 

Del vago o nulo conocimiento sobre nuestro entorno, hemos pasado a la idea de que este es calculable, siempre desde una perspectiva reduccionista en la que el individuo se ha situado fuera del medio natural, en base a un sentimiento de no pertenencia al mismo. Las ideas e imágenes procedentes de la ciencia y de la religión han conformado nuestra visión y nuestro conocimiento de la naturaleza pero también han configurado nuestra percepción, tanto sensorial como física, y nuestra relación visual y corporal con lo natural.

 

En Jardín salvaje Marina Núñez nos alerta de la necesidad de replantearnos a nivel simbólico nuestra relación con la naturaleza, entendiendo esta como un espacio vital para el ser humano en la línea de lo que ya, en pleno siglo XVII, defendía la naturalista, entomóloga y pintora Maria Sibylla Merian, creadora de una serie de ilustraciones en las que mostraba a animales y plantas en comunidades, relacionados y conectados entre sí. En una época en la que tradicionalmente las especies se representaban y estudiaban separadas unas de otras, los dibujos de Merian reflejan la unión de lo vegetal y lo animal, en armonía, formando parte de un todo indisoluble y simbolizan una conciencia que aún hoy día no ha despertado: la conciencia de las interrelaciones de interdependencia profunda entre los seres vivos con su entorno, con su hábitat. A través de la empatía podemos llegar a transformar ese vínculo, que hasta ahora y a tenor de los efectos y consecuencias, se ha basado en el egoísmo, el egocentrismo y el individualismo. Pero solo llegaremos a experimentar la empatía con todo lo vivo si profundizamos en la observación de la naturaleza, y sobre todo si aceptamos y experimentamos nuestra pertenencia al medio natural estableciendo un vínculo armónico y una relación equilibrada. Quizás, como parece sugerir la videoproyección titulada Inmersión, esto será posible si el ser humano se sitúa al mismo nivel que la naturaleza, no por encima de ella, y conecta con el mundo vivo desde la empatía y el arraigo, en relaciones de igualdad y respeto, con una perspectiva de lo humano más allá del antropocentrismo y en la creencia en una noción de identidad basada en nuestra relación con el medio natural. Inmersión nos invita a adentrarnos en un universo de oquedades, paisajes pétreos, arquitecturas geométricas y vegetales en un mundo de fractales tallado artificialmente, en un paisaje sin fin, en el que las mujeres se mimetizan con el entorno. ¿Reside en ellas el origen del cosmos? ¿Lo han creado a su imagen y semejanza? ¿A través de un proceso de empatía han generado identidades afines con su entorno? Es este un mundo de ornamentos y también de dicotomías que las mujeres quieren diluir – naturaleza-artificio, vegetal-geométrico -, porque por mucho que nos adentremos en sus oquedades, en busca de conocimiento, una oquedad te conduce a otra y luego a otra, al igual que una idea te lleva a otra, en un proceso que parece no tener fin: es la vastedad del universo frente a la insignificancia del ser humano.

 

Quizás no solo se trata de replantearnos nuestra relación con la naturaleza: también nuestro conocimiento sobre ella. Se hace necesario establecer, desde otros puntos de vista, una comprensión de las interrelaciones entre el ser humano y la naturaleza, expandir la mirada. Y puesto que con la naturaleza establecemos una relación visual pero también corporal, es urgente propiciar ese reencuentro desde una posición dinámica y no estática como hasta ahora, entendiendo que la naturaleza, en el terreno del conocimiento y en el de las relaciones, influye, condiciona y transforma nuestra percepción sensorial pero también nuestra percepción física. El ser humano ha mostrado una y otra vez su incapacidad para sentirse parte de la naturaleza. Llegados a este punto, la pregunta que podemos hacernos es, sí nuestra falta de conciencia medioambiental es el resultado de nuestra falta de conexión física con nuestro hábitat. La identificación con el entorno y con el resto de seres vivos favorecería sin duda el fortalecimiento de nuestro vínculo con la naturaleza, con la Tierra, con el mundo. La praxis y el pensamiento ecofeminista pueden contribuir, hoy más que nunca, a cambiar nuestra cosmovisión para poder reequilibrar esa relación y ayudarnos a entender, de una vez por todas, que es el medio al que pertenecemos, del que formamos parte y del que dependemos para sobrevivir. Si esto no ocurre, seguiremos siendo seres incompletos y fragmentados y lo que es peor, estaremos abocados al fracaso y a la extinción.