Marina Núñez
Máscaras
“Transversal, revista de cultura contemporània”, nº 15, junio de 2001, pp. 57-65.

 

La consideración de la feminidad como mascarada parte de una psicoanalista, Joan Riviere. Analizando el tipo de super-mujeres que pueden con todo, tan capaces de ser esposas y madres como de cumplir con dignidad las exigencias de su profesión, Riviere encuentra en varios casos una inconsciente coquetería femenina, sobre todo cuando estas mujeres desarrollaban su parte «masculina», es decir, cuando mostraban su capacidad intelectual.

Psicoanalíticamente hablando, la exhibición de capacidades significa usurpar el falo del padre, castrarle. Las figuras del padre que asistían a su brillantez profesional no iban, por supuesto, a permitirlo. Para aplacarles, ella se ofrecía como objeto sexual, coqueteando muy femenina, «disfrazándose a sí misma como meramente una mujer castrada» . De paso que ante sí misma se aminoraba así su culpa por salirse de su rol, provocaba en los hombres sentimientos de amistad y atracción. La sobreactuación, la simulación de hiper-feminidad, era «una reversión compulsiva de su actuación intelectual». La feminidad, «una máscara para esconder la posesión de la masculinidad, y para evitar las represalias esperadas si se descubría que la poseía» .

Por supuesto, la máscara de feminidad no tiene que consistir exclusivamente en la coquetería sexual. Tomarse a broma la propia inteligencia, o la incondicional y humilde admiración de la masculinidad, pueden ser ejemplos de otras actuaciones que intenten evitar las represalias.

 

Lacan retoma el concepto de mascarada, ampliando su cobertura para incluir a todas las mujeres: «Paradójica como esta afirmación pueda parecer, diría que es para ser el falo, esto es, el significante del deseo del Otro, que la mujer rechazará una parte esencial de su feminidad (…) a través de la mascarada. Es por lo que ella no es por lo que espera ser deseada así como amada».

El falo es el significante fundamental, construye la diferencia sexual como posesión o carencia del falo. Se supone que en realidad nadie tiene el falo, pero de hecho el niño se forma «como si lo tuviera» y la niña como su «falta». Para disfrazar esta carencia fundamental, para no quedar fuera del sistema de representación como no-identidad, la mujer encuentra la solución de acceder a él siendo, ella misma, el falo, el significante del deseo del otro. Es decir, siendo, al adoptar los comportamientos que connotan la feminidad convencional, la mujer que los hombres quieren.

Por eso Lacan dice que la mujer no existe, porque la feminidad es una ilusión masculina, un signo que circula entre los hombres, y que las mujeres asumen, pero perciben como continuo extrañamiento. «Pienso que la mascarada tiene que ser entendida como lo que las mujeres hacen para recuperar algún elemento de deseo, para participar en el deseo del hombre, pero al precio de renunciar al suyo propio. En la mascarada, se someten a la economía dominante del deseo en un intento de ‘permanecer en el mercado’ a pesar de todo.

 

Pero lo más revolucionario del artículo de Riviere era que no consideraba que la feminidad fuera una mascarada ocasional, por oposición a una feminidad «verdadera» que se manifestaría habitualmente. «El lector puede preguntar ahora cómo defino la feminidad o dónde dibujo la línea entre la feminidad genuina y la ‘mascarada’. Mi sugerencia es que no existe, sin embargo, tal diferencia; bien radical o superficialmente, son la misma cosa.»

Se simula una feminidad auténtica cuando en el fondo se está produciendo una identificación masculina. Pero en todo momento la feminidad no es otra cosa sino esa simulación, más o menos sobreactuada según las circunstancias. No se ponen máscaras a la feminidad, la feminidad misma está construida como mascarada. «Colapsando la feminidad genuina y la mascarada, Riviere mina la integridad de la primera con el artificio de la última.»

Dicho de otro modo, la mascarada «parece no dejar subsistir diferencia alguna entre ser y parecer», propiciando «una pura y simple identificación del ser con el devenir de las apariencias mismas» . Según esto, es absurdo pensar en una mujer «real» agazapada o desaparecida tras las máscaras: ella es cada una de ellas.

 

Para Riviere, la mascarada compensa la masculinidad robada. Para Lacan compensa también, en un sentido más amplio, la habitual falta de masculinidad. Para ambos, la feminidad es una representación de la mujer como aquello que el hombre desea, y no es sino mascarada, «precisamente porque se construye con referencia a un signo masculino».

Esto parece dejar a las mujeres en una posición fundamentalmente incómoda, alienada. Sin embargo, asumir que la feminidad no es eventualmente deformada como mascarada, sino constituida fundamentalmente como mascarada, puede llegar a ser gozoso, y subversivo.

Porque la máscara puede ser indicio de debilidad, un camuflaje unido a la falta de autonomía, al dolor y al conflicto, «nacida únicamente de la inseguridad y del temor». Pero también hay una máscara unida a la vitalidad, a la capacidad metamórfica y a la transgresión, una máscara «no decadente, que nace de la superabundancia y de la libre fuerza plástica de lo dionisíaco.»

Mientras que la máscara mala «esconde algo, mantiene un secreto, engaña. (…) pierde casi enteramente su elemento regenerador y renovador y adquiere un tinte sombrío», la máscara buena está asociada a la alegría de la renovación: «La máscara está conectada con la alegría del cambio y la reencarnación, con la relatividad gozosa y con la negación de la similaridad y la uniformidad; rechaza la conformidad a uno mismo. La máscara está relacionada con la transición, la metamorfosis, la violación de las fronteras naturales (…)» .

Si ha habido un sentimiento de alienación en las mujeres enmascaradas no es porque sea esencialmente alienante deambular de apariencia en apariencia, sino porque el motivo era malsano, la apariencia indeseada e impuesta, y porque la sociedad sanciona tal maleabilidad como incoherencia. Si las identificaciones parciales, simultáneas o sucesivas, se viven como sucesos dislocados, sin cohesión ni articulación posible, es porque el horizonte normativo establece un ideal de persistencia del yo. Pero es posible y deseable un yo plural y flexible que lejos de buscar su (única) esencia incluya múltiples yoes eventuales.

 

¿Cuál es la estrategia para que la mascarada subvierta ese orden que construye una feminidad alienante? Pues precisamente elegirla y radicalizarla, de modo que sea obvia, para, una vez reconocido su carácter de construcción, elegir nuestro propio montaje, y salir de carnaval con los disfraces/identidades que nos plazcan.

La mascarada consciente y paródica desestabiliza el género. Asume las convenciones para subvertirlas, explicita la feminidad para cancelarla. Una hiperbolización de las características de la feminidad nos la mostraría en toda su artificialidad. «La mascarada, exhibiendo la feminidad, la mantiene a distancia. (…) Desestabilizando la imagen, la mascarada confunde la estructura masculina de la visión. Efectúa una desfamiliarización de la iconografía femenina.» Toda teatralización manifiesta pone al público alerta, pues se le fuerza a reconocer los procesos de producción, las convenciones, las codificaciones.

Al imitar manifiestamente los roles femeninos, se revela su modo de establecimiento mediante la repetición de gestos y actos, destruyendo su carácter de «naturaleza» o «verdad». Si es cierto que «actos y gestos, deseos articulados y promulgados, crean la ilusión de una género organizado interior, una ilusión discursivamente mantenida para los propósitos de regulación de la sexualidad dentro del marco obligatorio de la heterosexualidad reproductora» , entonces la imitación reiterada y manifiesta puede ser el modo de revelar que la misma estructura del género es imitativa.

La mascarada puede demostrar que lo que se entiende como causa del comportamiento (la naturaleza femenina), es un efecto derivado de la repetición habitual de ese comportamiento. Que no existe una feminidad ontológica (un cuerpo femenino, un inconsciente femenino) previa a su establecimiento mediante la reiteración de sus supuestas características. «No hay una identidad de género detrás de las expresiones del género; esa identidad es performativamente constituida por las mismas ‘expresiones’ que se dice son sus resultados.» Los atributos de la feminidad no la expresan, la constituyen.

 

La mascarada, al poner de manifiesto el carácter convencional de la feminidad, abre la posibilidad de elegir la convención preferida. Además, al desafiar la idea de una esencia tras la máscara, nos invita a soslayar el ideal normativo de mismidad y persistencia del yo, a pasar de empobrecedoras identificaciones unitarias y a apostar por un mundo más sutil y complejo de identificaciones múltiples, cambiantes e incluso, si nos apetece, contradictorias.