Estrella de Diego
Marina Núñez. El otro lado de los cuerpos
“6ª Bienal Martínez Guerricabeitia”, catálogo, Fundació General de la Universitat de Valencia 2001, pp. 121-122.

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Hace tiempo —bastante ya, menos mal— se estableció un absurdo debate que tenía como tema esencial la dudosa “muerte de la pintura”. Muchos nos preguntamos a qué se refería en realidad tal debate pues, incluso dando por hecho que la pintura hubiera muerto —cosa poco probable—, era preciso tratar de acotar de qué pintura estábamos hablando. Y ahí, en medio del debate, sin que siquiera lo esperáramos, apareció Marina Núñez, pintando, si bien pintando de un modo diferente o, por lo menos, pintando cosas diferentes. Muy diferentes.

Marina venía de un campo teórico bien modelado —como muchas artistas de su generación—y cada cosa que hacía se basaba en una estrategia precisa. El “genio creador”, al cual de repente una mano invisible plasma la pincelada sobre el lienzo, había pasado a mejor vida. Era, sencillamente, la anécdota anticuada de una pelícu­la que contaba historias de Nueva York. Las artistas —y algunos artistas— más jóve­nes, familiarizadas con la teoría de género, no podían aceptan la noción de “genio” como se manufacturaba en Occidente: en tanto construcción masculina, de la mirada hegemónica, las excluía.

Y ahí estaban ellas, las chicas que lo sabían todo sobre la mirada, las chi­cas que hacían unos guiños seductores a esa mirada que las observaba curiosa, excitada incluso. Allí estaba Marina, pintora, desde luego. Y muy “buena pintora” —aunque se enfade conmigo por decir esto—, avivando una brecha encendida por aquellos años. ¿De qué muerte de qué pintura estábamos hablando entonces?

En sus obras, Marina Núñez andaba revisando la propia noción de la pintura, entre otras cosas, y al hacerlo ponía al medio mismo en entredicho: al final, se puede ser “tradicional” —o no— independientemente del medio que se utilice. De este modo, se servía de un medio “clásico” para contar historias negadas, escamoteadas, hasta borradas. Marina Núñez, en su pintura, hablaba del otro lado del cuerpo, de todas esas mujeres que la historia había obligado a esfumarse —muertas, locas, monstruas…— y, al hacerlo, desenmascaraba ciertas estrate­gias del discurso dominante, muchas de sus contradicciones.

De hecho, las mujeres de Marina, en apariencia bellas, seductoras en un primer acercamiento, acababan por convertirse en lo que debía permanecer callado, no dicho. Y, así, la tranquila mirada que la examinaba curiosa —que examinaba tam­bién el “pintar bien” de la artista, aunque se enfade conmigo—, era arrasada por todo aquello que había esperado no tener que ver allí, no tener que ver nunca. Ni que escuchar.

En una táctica muy “posconceptual” —y pido excusas por el absurdo término—. Marina seducía a la mirada —la conducía con ella— a un lugar que presentía cómodo y la aniquilaba después con sus relatos de locas y de monstruas, con secretos, con lo secreto, lo silenciado desde la historia occidental en las representaciones femeninas hasta bien entrado el siglo XX.

De hecho, en algún lugar comenté que la artista pertenecía a una generación “posilustración” —perdonen otra vez por el “post”—, pues ella, como algunos de sus contemporáneos, volvían a lo escondido como un síntoma más de la muerte del sujeto ilustrado que pensaba, tontamente, que «lo que es bueno para uno es bueno para todos».

El sujeto ilustrado, la máxima autoridad del pensamiento occidental, estaba muerto, desde luego, si bien, a través de muchas de sus propuestas Marina Núñez, como algunos otros artistas de su generación, demostraba que la pintura —si por tal entendemos no sólo el uso del pincel y el lienzo, sino la figuración, la más clá­sica forma de pintura— nunca había gozado de una salud más exultante.

No en vano estos artistas pertenecían a la generación de la “mascarada” —término acuñado por Joan Riviere. Todo son disfraces o, para ser más precisos, todo son construcciones culturales. Pensar que a través de un medio “clásico” se pueden sólo representar historias clásicas es un craso error, como bien demuestra la trayectoria de Marina.

En primer lugar la artista desvela en su uso de la pintura su familiaridad con la careta. Su propuesta se inserta en un arte político internacional —y siento tener que recurrir a un término muy denostado y manoseado hoy en día— que con frecuencia ha regresado a un tipo de “figuración conceptualizante”, por llamarla de algún modo. Y es aquí donde precisamente radica el interés específico de la obra de Núñez: ¿por qué no usar una pintura que ha dejado de ser “pintura como pintura” para convertirse en pintura como otra cosa, pintura como medio, pintu­ra como arma arrojadiza?

Sí es posible aventurar una hipótesis, se podría decir que el uso que algunas artistas de la generación de Marina Núñez hacen de la pintura no tiene sólo que ver con su propio disfraz, en tanto mujeres artistas y pintoras que trabajan en el territorio conceptual, sino con una treta que va más allá. Imaginemos por un momento que, a pesar de los esfuerzos por insertar lo “conceptual” como práctica habitual artística se sigue aceptando más cómodamente el cuadro, el marco, la pintura, sobre todo por parte de cierta crítica especializada. Es, pues, una muy inteligente estratagema: pre­sentar cuadros, que no harán desconfiar a nadie, con un mensaje —con un concep­to— que trasciende la forma, aunque la forma sea también parte del discurso, de la rebelión en el propio discurso, desde el propio discurso.

La obra presentada en esta ocasión forma parte de la iconografía habitual de la artista, esas mujeres diferentes que la historia ha ido arrebatando a la represen­tación. A través de ellas su reflexión va más allá de lo “escamoteado”, es más que de hablar de lo que debería callarse. Reflexiona también, precisamente a partir del medio elegido, alrededor de aquellos temas que la “pintura figurativa” —máximo estandarte de la “realidad” en el discurso clásico de la historia del arte— ha pre­ferido obviar. Las mujeres deben ser bellas, las mujeres deben adecuarse al canon: todo aquello que no se ajuste queda fuera. Pero ¿hasta cuándo?

Así, Marina Núñez reflexiona en sus obras sobre mujeres, sobre pintura y sobre representación. No está mal. Y, por si fuera poco, atrapa a la mirada en una imagen de belleza con un trozo prestado, el otro lado de los cuerpos. Con un trozo que, bien visto, sigue las normas de Zeuxis en su propuesta de representación de la belleza.- la mujer más bella es aquella formada por las partes más bellas de las mujeres más bellas. En su imagen, el “error”, la parte que no concuerda, refleja el propio abismo de las construcciones del canon en la pintura europea. La para­doja, como sucede a menudo en la obra de Marina Núñez, está servida. Quizás por­que, como dice Homi Bhabha el «otro» está escuchando, incluso cuando creemos estar hablando “entre nosotros”.