Javier Moscoso

«Marina Núñez, desde el infierno»

«Jardín salvaje», Ed. TEA, Tenerife Espacio de las Artes, 2019, pp. 16-28.

Texto en Inglés

 

La obra de Marina Núñez está poblada de porosidades y malezas, de espacios liminales que cuestionan el discurso normativo, cualquiera que sea su procedencia o su intencionalidad política. Esta artista siempre habla de lo común, de lo de todos, por más que pudiera dar la impresión, como les sucede a quienes equivocan el acento con el idioma, de que solo habla de lo de algunos. La apropiación de su obra, o su clasificación interesada como arte de mujeres o arte feminista, puede resultar adecuada dependiendo del contexto, pero no deja de ser una simplificación un tanto estereotipada de un universo de creación cuya fuerza consiste, muy al contrario, en transcender las fronteras de lo identitario, cuestionando la mirada de quien solo ve lo suyo, o lo que cree que es suyo. Pues tan absurdo es pensar que el origen marca el discurso, como afirmar, al contrario, que la historia de unos no pudiera ser parte de la historia de todos; una historia que a todos convoca y a todos interesa. Tan prejuicio es una cosa como la contraria. Ambos planteamientos forman parte de la apología de lo minúsculo cuando no de la zozobra irreflexiva de la identidad, es decir: ambos conforman los estereotipos y las fronteras, profundamente xenófobas, radicalmente totalitarias, que la obra de Núñez cuestiona con elegante brutalidad. Aquí desde luego no hay sensiblerías ni paños calientes; no hay manera de colocarse de perfil ni ponerse de lado. No hay forma de no sentirse cuestionado o interpelado porque lo que está en tela de juicio no solo es lo que es de todos, sino también lo que somos todos. Y todos somos también todas. Todos somos histéricas, locas, cuerpos deformados, monstruos, ahorcados, crucificados. Somos esa línea que crece y decrece, que se estira y que se arrastra, somos el cuerpo andrógino e hiperbólico, contradictorio y difuso, con el que Núñez nos ha interpelado y nos ha cuestionado siempre.

 

Pero vayamos por partes. Sin menoscabo de otras interpretaciones, muchos críticos han colocado el acento en lo que esta artista de Palencia, que trabaja entre Madrid y Pontevedra, ha hecho en favor de la visibilidad de la frontera entre clases, estamentos y géneros. Todavía a día de hoy, su obra se lee con frecuencia de acuerdo con una línea de pensamiento que asocia su arte a los estereotipos femeninos o a las formas de dominación masculinas. Quizá la propia responsabilidad de esas lecturas recaiga en la propia Núñez, que en los años 90 recreó el universo visual de las imágenes más famosas de las histéricas internadas en la Salpêtrière a finales del siglo XIX. Por una suerte de conjunción cultural, su obra parecía sumarse a la visión que, desde distintos lugares, se hacía de la historia de la histeria, como una forma perversa de dominación (masculina) sobre los quebradizos cuerpos de las internas. Las contribuciones de los primeros libros dedicados a exponer su obra incidían claramente sobre esa visión. Su trabajo, que se ilustraba y comentaba con textos de Dianne Hunter o de Rosi Braidotti, publicados originariamente en revistas de orientación feminista, cuestionaba el ordenamiento cultural de la cordura, tradicionalmente asociada a valores de racionalidad. A un lado quedaba la mirada masculina (patriarcal, se diría ahora), y al otro la mitología de la mujer objetuada. El mayor problema con esta lectura no era de naturaleza histórica, sino política. Después de todo: ¿por qué la representación del cuerpo de la mujer histérica debía referir exclusivamente a la mujer histérica? Bajo la égida (y la condena) de la literalidad, la lectura que el feminismo hizo de la obra de Núñez la despojaba de su poder evocador, reduciendo a un problema de unos lo que siempre fue un asunto de todos. Encarcelada en la lógica de la teoría aristotélica de la representación, —en donde las cosas son sólo lo que son (y lo que deben ser)— el cuerpo atormentado, intangible, y volátil se convirtió en emblema. Y, sin embargo, los que también somos histéricas de la Salpêtrière, los que también tenemos un cuerpo que flota y se retuerce, un cuerpo que cuestiona las fronteras de nuestra piel y que prefiere una mueca desencajada a la gestualidad obediente, también nos sentimos parte de ese universo de exabruptos. Nosotros, todos nosotros, nos sentimos convocados desde el universo visual de Marina Núñez, no porque seamos mujeres u hombres, niños o ancianos, hombres o máquinas, animales o humanos, sino precisamente porque no somos ni hemos querido ser nunca nada de eso, porque entendemos lo que su obra refleja de manera palmaria: que la identidad es una condena, más aun: que es un infierno.

 

Toda la obra de Núñez ha girado siempre, o casi siempre, alrededor del cuestionamiento de fronteras identitarias. Su fuerza política radica en la gentileza de una propuesta que no puede reivindicarse desde ninguna figuración parcial, salvo a costa de caer presa de las contradicciones más ridículas. Marina Núñez se sirve del cuerpo de la mujer no para hablar del cuerpo de la mujer, sino para hablar del cuerpo. De la misma manera que se sirve del cuerpo no para hablar del cuerpo, sino para hablar de sus evanescencias, sus territorios vírgenes y sus espacios de indeterminación. Los protagonistas de sus obras se descomponen, a veces literalmente, vomitan restos de su propio pasado o se abalanzan sobre su porvenir; huyen de los lugares estereotipados en donde la conciencia social los ha ubicado; fluyen y, lo que es aún peor, retornan, regresan, reproducen sin descanso el escenario del que en vano intentan escapar. Es la condena titánica de quien sujeta la esfera de un mundo marginado: reiterarse, repetirse, comprenderse en su propia liminalidad.

 

Frente a la riqueza visual y conceptual de la obra de una artista universal, pues universal es su propuesta, no cabe una filosofía de lo minúsculo. Por el contrario, la fuerza de su arte consiste en diluir conciencias, sacudir identidades, atravesar fronteras; mostrarnos, como en su último Jardín Salvaje, qué hay en el interior de ese espacio de indeterminación que se encuentra entre el antes y el ahora. Enmarcados en el contexto de un paisaje sin figura, Núñez regresa a la selva de los cuerpos presumiblemente muertos, suspendidos de un árbol, que han vuelto para perturbarnos, como protagonistas de nuestro propio relato. Nosotros, los de siempre, hemos vuelto, aunque en esta ocasión ya no estamos representados, sino meramente sugeridos. Ocupamos el lugar del espectador un minuto después de que nuestra imagen haya desaparecido. La mirada, la nuestra, forma hasta tal punto parte de la obra que nadie que se ponga delante de ella podrá liberarse de la visión dual de la que surgen todas las neurosis. Se colocará a un lado y al otro de la frontera. Será tanto sujeto como objeto de su propia codicia. Se echará de menos, si es que acaso uno puede echarse de menos a sí mismo. Pero sí: ahí estamos. Eso somos. Estamos en el espacio que ha quedado vacío, en las camas deshechas al alba, en los paisajes anegados por las sombras, en las jarras en donde hemos coleccionando fragmentos del mundo natural hasta convertirlos no solo en naturalezas muertas, sino en el último resquicio de nuestra miserable vanidad.

 

Pero vayamos por partes, la obra de Marina Núñez explora tres tipos de frontera: la que se establece entre especies y géneros, la que tiene lugar entre reinos, así como la que se establece entre la imaginación y la memoria. Para comenzar, en su obra se dan cita todos los grandes referentes de la reflexión teratológica del mundo moderno, pero abundan sobre todo las producciones híbridas, las que provienen de la ruptura del orden normativo en la que todos, y no solo todas, estamos atrapados. Como en otros muchos tratados sobre la materia, sus monstruos pecan por exceso, por exceso o por transposición, pero su interés recae sobre todo en aquellas producciones inter-específicas que parecen poner en cuestión el universo normativo. Interesan, desde luego, las figuraciones que muestran exceso de partes, o que carecen de ellas. O incluso aquellas que poseen los elementos de otras especies, pero la panacea del cuestionamiento moral radica, sobre todo, en la falsa copulación, en aquellas uniones que carecen por completo de similaridad. En el extremo, el exceso proviene de la conjunción entre lo natural y lo artificial, entre lo propio y lo ajeno. En ambos casos nos vemos presos de una sentimiento de pertenencia y extrañamiento. ¿Éramos eso? ¿Éramos así? ¿Estábamos hechos de venas y de arterias, de redes linfáticas que pudieran exhibirse en un atlas anatómico o colocarse en el interior de un vitrina? ¿Puede acaso el cuerpo modélico, despojado de todas sus señas de identidad, atesorarse en una urna? ¿Sería posible que una vez resuelto el problema de la coloración de la piel, de la nacionalidad, de la genitalidad, de la orientación sexual; una vez eviscerados, limpios, católicos y tintados, podamos resplandecer en una urna de vidrio como si fuéramos el espécimen de una colección real?

En su Jardín Salvaje, Núñez vuelve con fuerza a uno de sus temas más queridos: la reflexión sobre los mundos encapsulados y los espacios cerrados. La domesticación de la naturaleza, una de las grandes prerrogativas del mundo moderno, encuentra aquí su merecida venganza. Pues no se trata de una mera retribución, de un quid pro quo, sino de una venganza literal, diseñada, planificada, construida sobre las debilidades del delincuente antes que sobre la compasión por la víctima. La naturaleza no solo se revela, sino que adopta algunas de las prerrogativas de quien la contempla: la belleza, desde luego, pero también la frialdad de la objetivación, de lo que ya solo es ridículamente verdadero. Como en los viejos atlas anatómicos, del cuerpo del reo diseccionado para servir de modelo, ya sólo quedan restos azulados, desprovistos de todo resquicio de animalidad. El nombre y la memoria se han desprendido como carne que cubría sus huesos, dejando al descubierto el vestigio de sus vasos linfáticos, el lugar por el que, en vida, circulaban las emociones. Tan sólo permanece, como gesto humano, la mirada. Nuestra mirada, condenada también ella a servir de testigo de una concepción circular de la existencia, de un principio que no tiene fin, de un drama que carece de conclusión. En el contexto de este nuevo Jardín perfumado, el drama de la experiencia no se construye sobre un antes y un ahora, sino sobre la continuidad de un relato sin origen en el que crecen y mueren las flores y los árboles.

 

La historia de la humanidad no sería lo mismo sin la sombra alargada. Desde el manzano del Paraíso hasta el madero de la crucifixión, de los árboles han colgado las cosas más diversas, incluyendo los cadáveres de cientos de mujeres y de hombres que alguna vez le regalaron el cuello, de manera voluntaria o involuntaria. Fedra, como es sabido, se quitó la vida por ese medio en la versión de la tragedia que nos dejó Eurípides. Lo mismo ocurrió en el caso de Yocasta, la madre (y esposa) de Edipo de Tebas. Como si fuera cosa de familia, Antígona, la hija de ambos, también se colgó de un árbol; así como Helena de Troya, al menos en alguna de las versiones de su leyenda. Las fuentes grecolatinas abundan en esta imagen terrible en la que los más variados testigos dan fe de una práctica mil veces repetida. Diógenes Laercio, el célebre compilador de la obra de los cínicos, señalaba cómo algunos de los más famosos partidarios de esa escuela paseaban a través de decenas de jóvenes ahorcadas sin prestar la menor atención a sus cadáveres; quizá con la misma indiferencia que un transeúnte de hoy en día mostraría ante un grupo de mendigos arrebujados en las aceras. Mientras que el cuerpo que cuelga del árbol, al que se le ha negado enterramiento, no tiene redención posible, el árbol se yergue incólume, coronando el calvario. Quedará maldito. Eso sí. Pasará a engrosar la clase de los arbor infelix, aquellos que no producirán nunca frutos o cuya sombra no formará parte de paraíso alguno.

 

Esta es una de las características más determinantes de la obra de Núñez: su capacidad para recrear espacios asfixiantes. Su relación con el Infierno viene de lejos. Cualquiera diría que ha estado allí y que de allí ha vuelto muchas veces. Su obra, sin embargo, no huele a azufre ni está regada con sangre. No se deja seducir por la tentación del vulgo romano, que solo se entretiene con la crueldad y la barbarie. El lugar a donde nos conducen sus propuestas no está en el más allá ni en el más acá, sino en el espacio de indeterminación del que nacen nuestras señas de identidad. Falsas, como todas las señas de identidad. Monstruosas, como todas ellas. Ninguna otra cosa quería decir originariamente la palabra «monstruo». Derivada del griego teras, el monstruo era una advertencia capaz de mostrar por su mera presencia el peligro inminente. Era una señal o más literalmente: un signo. La obra de Marina Núñez es fiel reflejo de esos signos. Es una filosofía de la advertencia, de quien ha ido y a vuelto a los infiernos para traernos el recuerdo de nuestro brazo dormido que no supimos reconocer como propio, de nuestro rostro deformado que no supimos que era el nuestro, de la naturaleza encapsulada que creímos poseer con la misma ingenuidad con la que quisimos verter en una taza el agua del océano. El infierno, nos dice Núñez, no es un lugar, sino un proceso. Es secuencial, repetitivo, más aun: iterativo: como la gota de agua que orada la piedra.

 

Desde que el infierno entró en la imaginación europea, allá por el siglo XII, los artistas comenzaron a dotarlo de contenido, a buscar sus similitudes y sus semejanzas. Como el de Núñez, también el infierno tardo-medieval estaba poblado de seres híbridos y espacios intermedios. En la ciénaga del averno abundaban los anímales anfibios, las ranas, las salamandras, las serpientes. Allí estaban los condenados, todos aquellos miserables que compensaban sus terribles pasados por sus horribles presentes: los lujuriosos se consumían en agua hirviendo; los glotones tragaban ratas y serpientes; los envidiosos se retorcían en un mar helado; el cuerpo de los soberbios se clavaba en una rueda, y así sucesivamente. El correctivo se daba bajo la forma de la especie eterna, de manera que el penitente no pudiera jamás acostumbrarse a su suerte. Las ratas debían pasar por su garganta produciendo por toda la eternidad el mismo efecto que la primera vez. La lastimera procesión de los condenados correspondía a los parámetros de lo que la antropología de la experiencia denominó en su momento un “drama social”: un proceso pautado de ruptura y reconciliación. Al igual que en las ceremonias propias del nacimiento, del matrimonio o de la muerte, el camino a los infiernos comienza por una separación física y moral de los referentes familiares y de los vínculos comunitarios. Una vez atravesada la frontera del desarraigo, los muertos vivientes habitan un límite entre lo mundano y lo sobrenatural; mutilados, desmembrados, fragmentados, flotan entre dos mundos.. Ese lugar intermedio, que se presenta a modo de enorme vestíbulo, estaba caracterizado por el desorden y la desproporción. Lo verdadero convivía con lo falso, lo real con lo inmaterial, lo natural con lo sobrenatural y lo muerto con lo vivo.

 

Al igual que las representaciones más conspicuas del infierno moderno, el de Núñez también depende de la aplicación de reglas de obligado cumplimiento. En primer lugar, y más importante, el infierno no es un lugar diseñado a nuestra medida. Todo lo que ocurre sobrepasa con creces la experiencia cotidiana que, sin embargo, desde las primeras figuraciones de van der Weyden hasta las más sofisticadas de El Bosco, refieren a lo imposible a través de lo cotidiano. En el arte tardo-medieval, esta omnipresencia de lo cotidiano venía dada, sobre todo, a través del mundo de la cocina. A las metáforas (del catalán Ramon Lull) relativas a la marmita en la que debían cocerse los injustos se sumaban otro conjunto de elementos relacionados con el arte de la cocina, presentes en multitud de frescos, tablas y manuscritos iluminados. Ya sean fritos, asados, pochados, hervidos o a la parrilla, los cuerpos del pecado aparecían sumergidos en grandes potes y cazuelas atendidas por diablos y diantres de toda condición. La preparación de estos asados seguía casi siempre los preceptos de los maestros asadores de finales de la edad media que recomendaban, antes como ahora, humedecer la carne antes de asarla, de modo que no fuera a arder ni endurecerse; una descripción muy similar a la de Agustín de Hipona, que consideraba que las llamas del infierno debían “quemar sin consumir la carne».

 

La visión del Infierno de Núñez no comparte el gusto por los platos de cuchara, pero también se construye con los elementos de lo cotidiano y de lo próximo. Con la magnífica contribución de la música de Luis de la Torre, Jardín Salvaje condiciona nuestra forma de mirar el espectáculo de una naturaleza encapsulada en pantallas de plasma de las que unas florescencias crecen hasta desaparecer en un submundo sin esperanza. Así deben ser las flores del averno: sueños apocalípticos que arrebatan con una mano lo que prometen con la otra. Tampoco nos es desconocida la imagen. Después de todo, hemos visto estos jardines muchas veces. No nos son completamente desconocidos. Por el contrario: son los jardines de la infancia abandonada, de la confianza vulnerada, de la promesa incumplida. Son las flores de lo que parecía vivo y estaba muerto, de lo que sólo era un espejismo, de una voluntad sin compromiso. El infierno de Núñez , como el medieval que le sirve quizá de fuente de inspiración, está hecho con lo próximo que se torna extraño. Sus cuerpos y sus espacios son todos familiares. Hemos estado allí. Venimos de allí. ¿Quién podría negarlo? De ahí proviene parte de la fascinación que despierta su obra. Como el turista que contempla por primera vez en vivo lo que ha visto tantas veces en libros, o como el viajero que cree recordar aquel sitio en el que creía haber estado, así nos dejamos persuadir por imágenes que poseen una familiaridad perturbadora y que, a su manera, parecen estar hechas de nuestros propios recuerdos, olvidados o no.

 

Después de todo, ¿quién no ha sentido que su cuerpo se quebraba en mil pedazos o que en el interior de piel comenzaba a adquirir vida otro ser que latía dentro de él? ¿Quién no ha visto como su rostro se le quedaba apelmazado y fosilizado por la fuerza de sus propias manos? ¿Quién no se ha mirado en un espejo y ha visto sus pupilas dividirse como un cáncer? ¿Quién no se ha sentido desnudo y apresado por sus emociones, por sus sentimientos, por sus ideas? ¿Atrapado como un insecto en una caja de muestras o suspendido, por cuerdas invisibles, de un espacio ennegrecido e irredento? Esa familiaridad tiene un nombre: se llama, desde los tiempos de Freud, Unheimlich. En español a veces esta palabra se traduce como «lo siniestro», pero la palabra es lo de menos. Lo que importa es la manera en la que se aprende esa fuerza de lo cotidiano que se torna extraño. Esa es la pasta con la que se cocinan las peores pesadillas y se construyen los peores infiernos: la del cuerpo que parecía vivo y estaba muerto; la del amigo que no lo era; la del amor que era falso; la del brazo que, dormido, no lo sentimos como propio. El extrañamiento produce esa mezcla de fascinación y rechazo, que nos obliga a torcer la mirada y ladear la cabeza. ¿Será verdad? ¿Será así? ¿Será que las islas y los manglares, que nuestros montes sagrados y nuestras montañas mágicas han quedado encerradas por fin en un suerte de incensario, como si fueran los pecios de un naufragio? Así estamos: como el muerto que contempla su propio deceso. Sin lágrimas, desde luego. Que aquí no hay lugar para juicios ni imprecaciones.

 

En el interior de las ánforas, Núñez ha colocado algunos de los emblemas del mundo natural: el árbol, desde luego, pero también la montaña, el manglar o la isla. Tres objetos colonizados, sacralizados, profanados, sin los que algunos de nuestros referentes culturales no hubieran existido nunca. Ni las ascensiones de Petrarca o Juan de la Cruz ni las utopías de Moro o las elucubraciones del escritor satírico Jonathan Swift. No son objetos cualesquiera. Por el contrario, comparten el gusto por lo lejano, por lo misterioso, por lo terrible. No por casualidad, han sido objetos sagrados, sometidos al culto de lo simbólico. Núñez los reduce a una ejercicio de contemplación melancólico, sin concesiones a la nostalgia ni a la sensiblería. No hay en esta naturaleza enjaulada el menor atisbo romántico. Por el contrario. A la manera de un tableau vivant, la naturaleza ha quedado encapsulada, sin que sea tampoco apropiado referirse a sus figuraciones como «naturalezas muertas». Aquí no hay limones oscurecidos ni ostras podridas. No hay un conejo muerto ni plata oxidada. Tampoco es la naturaleza la que gira, sino el espectador el que la contempla en rotación: estas formas no remiten a la vanidad, sino a la avaricia, al deseo de posesión frustrado, al mundo convertido en muerte.

 

En la representación del drama de la experiencia, Marina Núñez sigue haciendo uso de la representación de un daño que ha quedado inscrito en nuestro imaginario colectivo. Liberados de sus usos religiosos y sus promesas místicas, los cuerpos del siglo XXI siguen habitando geografías distópicas. Algunas de las imágenes más emblemáticas de nuestra cultura visual comparten esta característica. Su diferente valor cultural no elimina la similitud icónica. Por el contrario, hemos aprendido a representar nuestro dolor en un marco heredado, ocupado por valores y prácticas que ya no reconocemos como propias. Nuestras formas de representación de la violencia, que se apoya en la reiteración tecnológica de un daño que no puede explicarse desde ninguna lógica ni justificarse desde ninguna ética, exhibe una y otra vez un lugar sin esperanza y sin salida, con una reiteración propia de los rasgos distintivos del Infierno. Marina Núñez lo ha visto bien. Su mundo es el nuestro. Lo reconocemos como propio porque lo hemos visto muchas veces. La gran apuesta de esta maravillosa artista es que nos obliga a mirar lo que no queremos ver. ¿Qué otra cosa es el arte?

 

Javier Moscoso

Instituto de Historia, CSIC.