Marina Núñez
La pintura pertinaz
«Zehar», boletín de Arteleku, nº 37, verano 1998, pp. 8-13.

 

«Toda la empresa del modernismo, especialmente de la pintura abstracta, que puede tomarse como su emblema, no podría haber funcionado sin un mito apocalíptico. (…) El puro comienzo, la liberación de la tradición, el ‘grado cero’ que fue buscado desde la primera generación de pintores abstractos sólo podía funcionar como una profecía del fin.» 1

 

Si algo caracteriza al arte moderno es la atención que los artistas dedican a los procesos o materiales con los que trabajan. La autoconciencia o autorreflexión estética subraya que el arte no es un mero reflejo de lo que se supone que es la realidad exterior, ni la expresión directa de sentimientos de una realidad interior. La obra modernista se vuelve sobre sí misma y potencia la autorreferencialidad para revelar su propia realidad como construcción convencional.

En la pintura, este desarrollo era el lógico desde la aparición de la fotografía, que la va retirando de su clásica función referencial, al asumirla ella, al parecer, más natural y convincentemente. Centrarse en los medios pictóricos era una protección contra la sensación de vacío e incapacidad, y el conflicto desembocó en la negación sistemática de las funciones de representación. En la abstracción, paradigma del modernismo, las cualidades inherentes al medio -color, espesor, bordes, escala…- forman las bases para las determinaciones de calidad. Las características consideradas extrínsecas, como la narrativa, la descripción, el tema…, actúan en detrimento de la obra. Metida en semejante limbo solipsista, no es extraño que la pintura llegue a un punto muerto. Los cuadros monocromos, donde el reduccionismo alcanza su paroxismo, son sin duda este punto.

Surgen en la confluencia de dos negaciones: se niegan a representar, pero también se niegan a convertirse en un despliegue de subjetividad. No sólo debía el arte librarse de la arbitrariedad de las apariencias, también de la arbitrariedad del temperamento individual. Arrojada de su posición de privilegio por la mecánica, la pintura había redefinido su estatus mediante el énfasis en la excepcionalidad de la mano, el estilo. Lo que desembocó en una concepción romántica del artista en busca de su propio ser y de la autenticidad emocional, y de la obra iluminada por un aura de exclusividad y originalidad. Pero la deshumanización fue otra consecuencia de la dinámica de despojamiento: los artistas renuncian al gesto o toque maestro que es el sello de las aproximaciones emotivas. No hay subjetividad ni genio en las pinturas, sólo lo que se ve: materiales, un objeto, una cosa.

Si las primeras aproximaciones a lo monocromo -Malevich, Albers- suponen una posición afirmativa, ya que intentan representar valores espirituales -expresar lo inefable, hacer visible la esencia de la realidad escondida tras las apariencias, llegar a lo universal-, casi todas las posteriores, que representan valores puramente pictóricos, implican posiciones de retirada, el culmen de una progresión reduccionista que concluye que no hay posición que la pintura pueda representar. Son las pinturas del fin de la pintura.

En 1921, Rodchenko expuso tres paneles monocromos. «Reduje la pintura a su conclusión lógica y expuse tres lienzos: rojo, azul y amarillo. Afirmé: se ha terminado. Colores básicos. Cada plano es un plano, y no va a haber más representación» 2. Desde luego, no se había terminado. No fue el último monocromo, ni fue la última última pintura.

Desde mediados de los 50 y durante toda la década de los 60, varios artistas insisten en una despersonalización o deshumanización del arte y en la forma como único contenido del arte. Ad Reinhardt, que durante 13 años sólo hizo pinturas negras, hace una lista de las contaminaciones: «En la pintura, para mí, nada de engañar al ojo, nada de ventana en el muro, ni ilusiones, ni representaciones, ni distorsiones, ni caricaturizaciones, ni vertidos, ni ornamentos delirantes, ni sadismo o incisiones, ni terapia, … ni payasadas, ni acrobacias, ni heroicidades, ni autoconmiseración, ni culpa, ni angustia, ni supernaturalismo o subhumanismo, ni inspiración divina o expiración diaria… ni manierismo o técnicas, ni comunicación o información, ni herramientas mágicas, ni trucos del oficio, ni estructura, ni cualidades pictóricas, ni empastos, ni plasticidad, ni relaciones… ni irracionalismo, ni bajo nivel de conciencia, ni vuelta a la naturaleza, ni reducción a la realidad, ni espejo de la vida, ni abstracción de nada, ni sinsentido, ni compromisos, nada de confundir a la pintura con todo lo que no es pintura». 3

Ellsworth Kelly «quería abandonar la pintura de caballete que sentía que era demasiado personal. (…) Las nuevas obras iban a ser objetos, sin firma, anónimos. (…) La forma de mi pintura es el contenido. (…) Mi primera lección fue ver objetivamente, borrar todo ‘significado’ de la cosa vista. Sólo entonces podría su significado real ser entendido y sentido. 4«

Frank Stella no entiende a «la gente que quiere retener los viejos valores en la pintura -los valores humanistas que siempre encuentran en el lienzo. Si les incitas, siempre acaban diciendo que hay algo ahí además de la pintura en el lienzo. Mi pintura está basada en el hecho de que sólo lo que puede ser visto está ahí. Es realmente un objeto. (…) Lo que ves es lo que ves. 5» 

Robert Ryman explica con laconismo la reducción de la pintura a su pura fisicidad, la actividad mecánica y analítica de las pinceladas, que se alinean manifiestamente, una tras otra, de derecha a izquierda, vez tras vez, hasta que la superficie está, simplemente, pintada. «Quería empujar la pintura a lo largo de esta gran superficie, de nueve pies de lado, con este gran pincel. Tuve unos pocos fallos al principio. Finalmente, logré la consistencia correcta y supe lo que estaba haciendo y cuánto presionar el pincel y empujarlo y lo que iba a pasar cuando lo hiciera. Este es el modo de empezar. No tenía nada más en mente, excepto hacer una pintura». 6

 

Todas estas pinturas, que podríamos llamar conceptuales por su cuestionamiento filosófico de la naturaleza del concepto de arte, son reducidas a una especie de grado cero: no hay complacencia estética en el buen gusto o la sensualidad ni exposición de maestrías manuales; no hay expresión emotiva ni interior esencial, sólo un signo pintado que no es transparente, ni objetivo, ni universal, sino una estructura codificada, convencional, arbitraria. A través de la disección del material pictórico, la espontaneidad se revela como una mecánica vacía y repetitiva que pone de manifiesto los factores escondidos que determinan la construcción del signo artístico. La definición del arte como sistema lingüístico puso fin al énfasis en la mímesis, en la expresión individual y en el criterio de originalidad.

En este intento sistemático y persistente de la tradición monocroma de vaciar de una vez por todas a la pintura de sus trampas humanistas e idealistas, y a pesar de sus esfuerzos por evitar cualquier contenido extra-pictórico, hay siempre un significado añadido (y explícitamente pretendido): el de la muerte de la pintura. Que, si bien se resiste a ser asesinada, sin duda se encuentra en una encrucijada. La abstracción monocroma ya es redundante, pero cualquier otra actitud pictórica es rechazada como un lenguaje polucionado por lo emocional o lo simbólico.

 

La solución lógica fue cambiar de juego, explorar medios que no arrastraran esa carga de agotamiento, como la fotografía, el video o el performance. Pero en los 80 resurge con fuerza una pintura, heredera del expresionismo alemán y la action painting, cuyos artistas son genéricamente conocidos como jóvenes salvajes o transvanguardistas, que va a recuperar todas aquellas características que habían sido escrupulosamente evitadas por participar de los mitos asociados a la ideología humanista burguesa.

Para los nuevos pintores y los críticos que les apoyan, la situación de muerte de la pintura era más bien de aburrimiento de la pintura. El arte de los 70 es descrito por Achille Bonito Oliva como «un arte de pura presentación, en cuanto el artista exhibía materiales y técnicas compositivas que encerraban en sí una especie de norma interna, una coherencia operativa, y que se transformaban ellas mismas en la razón de la obra». Pero hay que entender «su improcedencia en la condición histórica actual como metáfora de resistencia y empeño político» 7. Para Barbara Rose, la dirección anti-ilusionista, literalmente objetiva, que toma el arte de los 60 y 70, que identifica la imagen y el contenido con los materiales, hace que se pierda «toda dimensión imaginativa, subjetiva o trascendental» 8.   Según Donald Kuspit, la vanguardia de los 70, con su punto de vista estricto y puritano, había perdido su ímpetu creativo y comenzado a estancarse. La abstracción, «con sus cansadas estrategias de negación» 9, ya no tenía potencial crítico.

Esta resistencia a la austeridad de la abstracción monocroma se concreta, fundamentalmente, en los retornos de lo expresivo y de la figuración. Frente a las posturas transgresoras y analíticas con respecto a la historia de la pintura (las de la tradición monocroma y posteriormente todo el movimiento conceptual), se recuperan acríticamente los valores, técnicas e iconografía tradicionales desde una conciencia de celebración nacional. Esta vuelta al pasado del arte supone un intento nostálgico más amplio de recuperación de la autoridad y la fuerza moral que la posmodernidad ha disipado.

Sus detractores, entre los que podemos contar a críticos como Douglas Crimp, Craig Owens o Benjamin Buchloh, no daban crédito. Para ellos, la retorica que acompaña tal resurgimiento es descaradamente reaccionaria. No podían entender cómo, tras haber declarado al acto mismo de pintar como algo anacrónico y políticamente inaceptable, tras todos los cuestionamientos sobre la inocencia o veracidad de las imágenes, se podía pretender restaurar sin más las convenciones de la representación mimética. Cómo podían reaparecer los grandes maestros con sus gestos inspirados, reinvestidos de nuevo de presencia humana, cargados de aura. Cómo se podía volver a hablar de esencias universales y arte trascendental, de emotividad y genialidad innata, de libertad y naturalidad, de imaginación individual y creatividad, de tradición y humanismo.

Lo que había estado implícito en todo el movimiento conceptual es que la pintura figurativa y expresiva era cómplice en su apoyo a una élite de poderes decididamente conservadores dentro del arte y más ampliamente de la política. Luego si la credibilidad de la referencialidad icónica y la genialidad expresiva eran tan insólitamente reafirmadas, era porque los fenómenos de regresión en el orden político generaban, como siempre, representaciones tradicionales que defendieran los viejos valores 10. Y es que, efectivamente, desde mediados de los 70, el contexto político había cambiado. La agenda social radical de finales de los 60, que daba un contexto de apoyo al arte de vanguardia -las protestas pacifistas, las huelgas de estudiantes y trabajadores, el crecimiento del feminismo- era agua pasada. Para sus críticos, la nueva pintura era, como mucho, apolítica y adialéctica. Vista con peores ojos, estos artistas de la OTAN, de la época de Reagan y Thatcher, sostenían tácitamente el conservadurismo cultural y político del momento.

Por mucho que volvieran los mitos de universalidad, sus criterios estéticos respondían a las necesidades de grupos sociales muy concretos (no hay, por ejemplo, artistas mujeres entre los transvanguardistas o neoexpresionistas). Eran promotores pre-modernos de un discurso de autoridad ideológico, disfrazado de sinceridad emotiva pero plagado de elecciones, restricciones, valores y prejuicios, cuya finalidad era garantizar la posición privilegiada de la especie humana en general y de algunos sujetos -los de siempre- en particular. Recibido con alborozo por un mercado deprimido por el minimal y el conceptual, este arte no cuestionaba, sino que respaldaba, las jerarquías de clase, género y raza, las relaciones de poder vigentes y el status quo establecido.

 

Pero tal regresión no implica que cualquier defensa de la pintura abrace con tanto entusiasmo los mitos humanistas más problemáticos.

En el modernismo, como hemos apuntado, el desarrollo del concepto de autonomía del arte provoca una situación en que la dialéctica entre forma y contenido del arte se decide progresivamente en beneficio de la forma. Pero la radicalización -o malinterpretación- de la autonomía, convertida en casi una caricatura doctrinal, desemboca, en el tardomodernismo, en  una especie de estoicismo cultural con un énfasis redentivo en la preservación de toda impureza. La especificidad y autosuficiencia del arte se convierten en atrincheramiento contra cualquier elemento de otra disciplina, cualquier intrusión o presión social. La transgresión, en un sistema tan limitado, sólo puede ser cambio estilístico, innovación técnica. Separado del mundo, el arte habita tan sólo su propia historia.

Si en algo acertaban la posturas pictóricas neo conservadoras de los 80, era en que los últimos cuadros posibles, a pesar del indudable interés de sus negaciones, habían agotado sus (escasos) recursos de renovación desde dentro y, a pesar de su intención dialéctica, se habían convertido en meros signos alienados de la historia que les dio significado. Centrándose sólo en sus propios procesos de producción, habían perdido de vista su lugar en la producción social de significado. Lo cierto es que, como los pintores de los 80 más tarde, también los artistas de la abstración radical rechazaban u olvidaban la interacción de los fenómenos estéticos con sus contextos sociales y políticos. La muerte de la pintura se había convertido en un críptico ritual cuyo sentido sólo alcanzaban los iniciados.

 

Esto es lo que ponen de manifiesto varios artistas que trabajan en una pintura que sí recoge la herencia crítica del modernismo y el arte conceptual. Son conscientes de toda la contaminación ideológica que arrastra esta tradición, de las causas de su supuesta defunción. Quizá por eso todos revisan la reducción de la pintura a su propia materialidad en la tradición del fin de la pintura, repasando la herencia de las pinturas monocromas de los 50 y 60, pero complicando sin duda el escenario.

Algunos, desde una radicalización de los presupuestos que recupere su carga crítica. Como Daniel Buren, cuyas pinturas de grado cero -sus bandas verticales repetidas invariablemente desde finales de lo 60- pretenden una crítica de las condiciones ideológicas de la producción artística, desde el estudio del artista a la instalación de las obras en galerías o museos. Cree que, en la relación dialéctica entre sus objetos de grado cero y el contexto en que son situados, los medios y valores por los que la institución arte ampara determinadas obras son expuestos.

Otros, cuestionándolos, suspendiendo su significado. Gerhard Richter utiliza como referencia para sus monocromos –Cartas de Color de 1966- catálogos comerciales de pinturas industriales, variando los órdenes secuenciales de los modelos. Sus gamas cromáticas eran un ataque pop contra la retórica de lo sublime en la abstracción geométrica: al soportar la misma apariencia dos órdenes de significados tan disímiles, se produce el colapso y la decepción de las elevadas pretensiones de la tradición modernista.

En otro remake del monocromo –Terapéutica del Color, 1975-, Komar y Melamid también insisten en el vaciamiento de contenido de la abstracción. Su obra nos ofrece un método para curar todos los males, físicos y psicológicos, mirando a una de las 25 placas de madera cuadradas, cada una pintada de un color, según un panel de instrucciones: «Problemas de bebida, 3 minutos, 7 segundos, verde oscuro. Impotencia, 6 minutos, 2 segundos, naranja.»  En este caso, la ironía es más explícita pero apunta en más direcciones. Por un lado, parece atacar el fallido discurso revolucionario que relaciona la abstracción geométrica con absolutos y esencias universales, con las fuerzas del bien, de compatriotas como Malevich. Pero, en sentido contrario, la utilidad social, aún risible, que plantea, puede ser un ataque a los cuadros monocromos minimalistas de los 60, acusándoles de indiferencia a todo lo que no sean preocupaciones estrictamente estéticas.

Rosemary Trockel toma sus primeros motivos abstractos, con apariencia de abstracción geométrica, de revistas de mujeres espécializadas en punto, lo que, una vez más, es toda una afrenta a la heroicidad y trascendencia que suelen asociarse a ese arte. Además sustituye el óleo, emblema del arte culto, por el punto, artesanía popular típicamente femenina, como comentario a las jerarquías arbitrarias que han ido decidiendo la historia del arte. Pero en realidad contrapone a la supuesta subjetividad femenina, que en principio se recupera en estos materiales alternativos, la producción industrial: el tejido está hecho por una máquina según un diseño de ordenador, con lo que se despoja al cuadro de las marcas de individualidad autorial.

También revisa la tipología familiar de la geometría abstracta Sherrie Levine, en una serie de cuadros del 86 que retoman la pintura no referencial para hacer obras plagadas de referencias a la historia, sobre todo a la historia de la muerte de lo moderno y la muerte de la pintura, en un intento de demostrar que a la última pintura jugamos todos. Apropiándose las obras, copiándolas, Levine mina mitos y mecanismos de mercado basados en el privilegio de lo original, lo expresivo, o lo único. También cuestiona el lugar de las mujeres en la historia del arte occidental. Si no puede ser sujeto de creación, y si todo el arte representa la mirada del hombre, se verá obligada a dejar, perversamente, que la influencia la atrape del todo.

Bertrand Lavier defrauda la fe en la transparencia del lenguaje. En sus series monocromas reflexiona sobre el abismo entre significantes y significados. Expone dos ejemplos de pintura industrial para un mismo color -por ejemplo, Rojo Geranio por Duco y Ripolín, de 1974- que cubren respectivamente las dos mitades de las paredes o los lienzos. Al diferir de forma evidente ambos rojos, la pintura sirve como demostración de la discrepancia entre las cosas y las palabras que las designan. Las categorías pretendidas por el lenguaje son inoperantes.

La práctica pictórica de Art & Languaje, que previamente había sido uno de los grupos más significativos en la esfera del arte conceptual, también opera bajo la sombra de la pintura monocroma. Hicieron pinturas blancas, que llamaban pinturas de nieve, en la que el blanco iba progresivamente cancelando heróicos motivos figurativos, y pinturas negras que construían transfiriendo la tinta de los textos de su revista de su «época conceptual». En ambos casos, dejan clara su voluntad de conciliar la pintura con reflexiones intelectuales -la contradicción entre la génesis de los significantes y lo que luego son capaces de transmitir en la recepción de la obra, el hecho de que toda representación es susceptible de ser borrada o distorsionada, o la misma defensa de la posibilidad de una pintura de naturaleza conceptual.

 

Como vemos, hay varios puntos de coincidencia en todas estas pinturas post-muertas. Todas ellas están comprometidas con la investigación de lo pictórico y su condición crítica e histórica, desde dentro. Reflexionan sobre las convenciones perceptivas, analizan el dilema de que incluso la actividad más radical tiende a ser eventualmente cooptada, ya que insisten en que el significado no es un factor inherente a la forma que lo alberga: puede ser destruído, recuperado o drásticamente alterado.

Esto es muy importante, porque la sospecha de que la pintura, en sí misma, no puede ser vanguardia, se basa en la creencia de que su significado histórico agota todas sus expectativas. Pero olvida que las formas no tienen valores intrínsecos, sino transitorios, puesto que el significado de un texto se negocia entre las formas y las formaciones discursivas en las que se inscriben.

Como estas obras, el resto de la producción de estos pintores conceptuales, que también incluye pinturas figurativas, evita su presentación como hecho mimético, expresivo o natural que obscurezca el trabajo de las ideologías y el contexto institucional. Al contrario, ellos transforman la superficie pictórica en superficie de significación cultural, apuestan por la textualidad recogiendo la herencia de autorreflexividad modernista, exploran los límites del medio pictórico, plantean cómo el significado puede residir en las pinturas, estudian lo que legitiman y lo que prohiben, y a quién se dirigen, repasan críticamente otros de sus más paradigmáticos momentos históricos.

 

1. Bois, Yves-Alain, «Painting, the task of mourning», en Endgame, Reference and Simulation in Recent Painting and Sculpture. The Institute of Contemporary Art, Boston 1986, p. 29.

2. Rodchenko, citado en Yves-Alain Bois, op. cit., p. 38.

3. Reinhardt, Add, «Abstract Art Refuses» (1952), citado en Donald Bachelor: «Abstract Art Refuses». Artscribe International, January 1990, p. 62.

4. Kelly, Ellsworth, «Notes of 1969», en Stiles and Selz (eds.): Theories and Documents of Contemporary Art. University of California Press, Berkeley 1996, p. 92-93.

5. Stella, Frank, «Questions to Stella and Judd by Bruce Glase» (1966), en Stiles and Selz, op. cit., p. 121.

6. Ryman, Robert, in Phyllips Tuchman: «An interview with Robert Ryman». Artforum, May 1971, p. 49.

7. Oliva, Achille Bonito, La transvanguardia, Caja de Pensiones, Madrid 1983, pp 6-11.

8. Rose, Barbara, American Painting: The Eightise». Vista Press, New York 1979.

9. Kuspit, Donald, «Flak from the Radicals: the American Case against German Painting», en Brian Wallis (ed): Art after Modernis, Rethinking Representation. The New Museum of Contemporary Art, New York 1989, pp. 137-152.

10. Ver, en este sentido, Buchloh, Benjamin, «Figures of Authority, Ciphers of Regression», en Brian Wallis, op. cit., pp. 107-136.