Isabel Tejeda
Infierno y gloria
“Error”, catálogo individual, Ed. Gobierno de Canarias 2009.
Una de las descripciones más pavorosas que jamás se han escrito sobre el infierno es la que James Joyce plasma en su novela Retrato del artista adolescente, temprano ejemplo de ficción autobiográfica. Más o menos hacia la mitad del libro, el joven Stephen Dedalus asiste a un sermón en el que el padre jesuita de su colegio escupe iracundo un averno de carne despellejada tras haber sido, durante siglos, quemada a fuego lento. El jesuita describe ese no tiempo y ese no espacio que es el infierno concretando sus efectos en la grasa humana de esos sísifos católicos destilada por las llamas, en los ojos vaciados, uñas quebradas y arrancadas, y troncos desmembrados de las formas más violentas. Castigos todos ellos perpetuos para aquél que ha pecado en vida y que debe expiar en la muerte.
Dedalus. Simbólico nombre elegido por Joyce para su alter ego, con obvias referencias a Dédalo, el personaje de la mitología griega que además de construir un laberinto para Minotauro, inventó unas alas para que su hijo Ícaro pudiera volar. Le advirtió de que no debía hacerlo bajo, ya que las olas podrían lamer sus alas, ni tan cerca del Sol, debido a que el astro podría derretir la cera con la que habían sido elaboradas. Ícaro, desoyendo los consejos de su padre, subió hasta el Sol y se precipitó contra la dureza del mar falleciendo de inmediato. Quien se salta las normas e intenta parecerse a los dioses debe pagar con la muerte.
Nuestra historia está plagada de mitos, historias y personajes que encuentran en el aire su ámbito de desarrollo. Un espacio dotado de gran carga simbólica. Son representaciones de personajes y de objetos suspendidos en el aire, volando o cayendo, que se ofrecen como un rico catálogo de situaciones intermedias entre el arriba y el abajo, entre el cielo y la tierra. Pese a los imaginativos intentos de máquinas voladoras del monje Elmer o de Leonardo da Vinci en el siglo XVI, el cielo ha sido transitado por el ser humano hace relativamente poco, de ahí que, al ser un ámbito inconmensurable e inédito, haya sido sustrato de abundantes metáforas, muchas de ellas religiosas. El cielo era el aval del misterio, del sueño y del deseo, de lo idílico, de topografías ilusorias donde todo era posible, donde los límites de la materia y el peso de nuestra corporeidad de huesos, sudor y carne, se volatilizaba. El cielo representaba el misterio en su variante positiva –su opuesto negativo era el infierno localizado supuestamente en el centro de la tierra-.
En este mundo de arriba y abajo, de cielo e infierno, la voluntad de vuelo o de levitación era patrimonio de los inmortales, de los seres más puros y ajenos a la materia –vírgenes, santos en plena visión mística o ángeles- pero también de los más impuros –hechiceras, seres malignos y diablos-. Para que unos no se confundieran con los otros, a los puros se les concedió la gracia de la belleza.
Pese a la conquista del espacio aéreo, el cielo sigue siendo un espacio de gran persistencia simbólica dentro de una renovada mitología en forma de literatura o de cine de ciencia-ficción que ha re-significado la iconografía religiosa de lo aéreo –una iconografía que había perdido adeptos-. La intemporalidad y el misterio, la vida eterna, han sido paulatinamente sustituidos por las ideas de libertad y de voluntad propugnadas desde la Ilustración, ideas que se han adherido sin pudor a un imaginario celeste necesitado urgentemente de resignificación. El cielo continúa siendo espacio de deseo y lugar de proyección mítica. En este proceso de re-semantización, el infierno ha perdido fuerza simbólica. Parece que pocos se lo creen ya y que, aunque desde la propia cúspide de la curia se reivindique la existencia del maligno, los recintos calurosos de Pepe Botero han sido abandonados por el más allá y ocupados por la ciencia-ficción. Su lugar ha sido conquistado por el ingente imaginario de terribles sucesos acaecidos durante el siglo XX con la fotografía y el cine como garantes de veracidad: masacres, guerras, genocidios…
La tierra también se re-significa aunque persiste en su función de espacio en el que sufrir. Supone la vuelta al suelo, vivir en el vértigo del instante de Ícaro anterior a la muerte, mientras Dédalo lo mira, a media altura, horrorizado. El individuo y su voluntad quedan constreñidos ya no por los dioses sino por lo contingente. La libertad que nos vendió como meta la trinidad del pensamiento ilustrado, se convierte en una aporía.
El desplazamiento hacia lo alto es metafórico –la imagen ha perdido sus lazos con lo sagrado y, por tanto, es más que nunca consciente de que se construye como lenguaje-. El deseo de eternidad viene sustituido por el deseo de libertad, y se ve saciado al provocar su sensación. La sensación de una libertad carente además de contenido. El vértigo producido por carecer de cuerpo, de carne, se identifica con la experiencia de una libertad sin límites, se inviste como perfecto sucedáneo. En este proceso, el cuerpo se construye como límite, como cárcel, y el espacio virtual de la red promete deshacerse del cuerpo, carecer de peso. El cuerpo ingrávido se construye, por tanto, como un fragmento corporal que ha destilado exclusivamente la imagen, mientras que el peso, la materia, quedan abajo, en una re-lectura cíber de la vieja dicotomía entre cuerpo y alma que repite moldes sin enjuiciarlos. Para obviar la gravedad terrestre antes era preciso calzarse unas alas de pájaro, mojarse con el rocío de la mañana o, para los más pequeños, subirse a una escalera; la opción de los visionarios cibernéticos consiste en perder la materialidad corpórea en nuestros vuelos por la red o imaginar un futuro en el que ella sea nuestro hogar, en el que sólo seamos información de unos y ceros.
Cuando vi los vídeos, cuadros y cajas de luz que Marina Núñez había realizado para su exposición en El Tanque en Tenerife, Error, recordé de inmediato las espeluznantes descripciones del infierno de Joyce y a Stephen Dedalus en su esforzado intento por construirse como individuo. Ciertamente apocalíptica esta visión de Marina Núñez que agudiza su visión crítica acerca del futuro ciborg de los seres humanos, de esta prometida fusión entre lo humano y la máquina. Un futuro que se vislumbra positivo desde los ámbitos de la tecnofilia y que esta exposición plantea como una distopía.
Al margen de la encendida dialéctica entre los tecnófilos y tecnófobos, de los amantes y detractores del ciberespacio y de la cultura cíber en general, lo cierto es que cada vez más nos relacionamos con la impureza y el sentido híbrido y cambiante de los cibercuerpos. Los llamados cíborgs técnicos pueblan las pantallas de cine y comparten con nosotros mesa y mantel –pensemos en las operaciones de cirugía a las que se someten cada día más personas y que en el arte han sido ilustradas por el caso de ORLAN-. También surgen soluciones médicas para diferentes dolencias, desde los implantes de órganos artificiales, chips que pueden permitir que un tetrapléjico se comunique con su ordenador, o que se pueda insertar un corazón artificial en el pecho de un ser humano y que éste siga viviendo.
Marina Núñez se ha servido de esta tradición iconográfica de cielos e infiernos, de almas y cuerpos en su serie Ciencia Ficción, aunque es imprescindible subrayar que su uso no es directo, sino que proviene de la asunción y re-semantización que, de estos viejos conocidos, ha hecho la cultura cíber. Dentro de la iconografía de la ingravidez como liberación, la sumisión se muestra en los personajes colgados, los nuevos ángeles de Marina Núñez. Recuerdo sus voladores azules en la exposición Carne que tuvo lugar en 2003 en la sala de Verónicas de Murcia. Se trataba de hieráticos hombres y mujeres que, desnudos, habían convertido parte de sus miembros en pedúnculos que les permitían volar, como figuras collages sin integridad corporal. Transparentes, sólo eran luz. Eran la imagen del éxito. Estos nuevos ángeles de Tenerife traducen una corporeidad más barroca. Están a medio camino. No han llegado a extraviar la carne, sino que únicamente se muestran desollados, como San Bartolomé. Y clavados a sus alas salvadoras, como en un martirio. Han perdido la piel que cubre como maquillaje nuestros músculos y venas, y sus llagas purulentas, como un cristo de Grünewald que fuera sólo luz, se traducen en un rostro aterrado. Son la imagen del error de cálculo. Ya no vuelan, están colgados de un hilo invisible, el hilo del marionetista. Pendulantes, presentan dependencia y vulnerabilidad.
El cuerpo colgado de estos ángeles se balancea en el tiempo ocupando indefinidamente el mismo espacio, como una metafórica imagen de la inmovilidad. Es un cuerpo manipulado, dirigido, no autónomo, cosificado. Su complemento, la piel, se muestra en otras obras que figuran en este catálogo, como Miguel Ángel ofrecía en dos imágenes a San Bartolomé en la Capilla Sixtina: un cuerpo flácido que se escurre inerte hacia el suelo y cuyo total descolgamiento queda tan sólo imposibilitado por una sujeción exterior a él y un cuerpo desollado. La mediación se construye como una metáfora del conflicto entre el interior y el exterior en el que la voluntad ha perdido terreno frente a la dependencia. Un laico Juicio Final.
La caída se representa por una imagen recreada digitalmente del Hombre de Vitruvio de Leonardo que transforma al hombre canónico en hombre monstruoso. Ha perdido su ligazón con la cuadratura del círculo que le ayudaba a planear sobre el orbe, y cae. En la exposición de Verónicas se plasmaba en el infausto aterrizaje de personajes rotos, moribundos y semienterrados representados en las cajas de luz que ocupaban el lugar de las antiguas lápidas de la iglesia. Imágenes obscenas que si en Carne habían extraviado su corporeidad humana para convertirse en fragmentos rotos de luz, aquí siguen la anatomía de cuerpo desollado que está perdiendo, probablemente durante la caída, la virtualidad del maquillaje digital.
El piso de El Tanque también ha sido intervenido. En este caso son proyecciones que, como trampantojos, muestran pozos de agua. El agua, como elemento menos resistente a la gravidez, ha sido construida en gran número de ocasiones como un espacio femenino en el que los mitos más dispares han encontrado su hogar. En el agua, las mujeres flotaban como si se encontraran en su líquido natural y morían allí sin traumas, diluyéndose en su propia materia como la Ofelia de Millais, personaje que también fue recreado hace años por Marina Núñez. En El Tanque, tras las rejas de los pozos emergen los rostros de las sirenas que, retorcidos por las muecas, se hunden en el agua. Desde Afrodita naciendo de la espuma del mar a las sirenas medio mujeres medio peces del Liber Monstruorum del siglo X, se trata de figuras que no son uno ni otro, que, por su condición acuática, se apoyan y se sostienen «por todas partes», y que han sido construidas como imágenes de impureza y de pecado. En la mayor parte de ocasiones se conectan al sexo ya no desde un punto de vista reproductivo, sino como fuente de placer, ligadas por la emblemática al bajo vientre. Como dice Borges en el Libro de los seres imaginarios, lo menos discutible de las sirenas es su género. La mujer es la pecera, es el mar, crea oleajes y mareas, tiene un 10% más de agua. Pero en estas representaciones las sirenas no nadan en la naturaleza sino en un tanque cerrado. El monstruo es hoy mutación genética creada en laboratorio.
Nueva teratología para un nuevo paradigma, el de la identidad posthumana, que precisa para apoyarse en su construcción de iconografías viejas, de antiguos mitos puestos al día en los que reconocernos. Para no sentirnos ajenos nos imaginamos como monstruos. Muerte, juicio, infierno y gloria.