Estrella de Diego
Historias Góticas
“Espacio Uno. Un espacio. Villa Iris”, catálogo Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Fundación Marcelino Botín. Madrid 1998, pp. 20-42.

Texto en Inglés

 

PRIMERA HISTORIA

           I.

“En ocasión del stravizzo del décimo ter­cer día de septiembre del año de 1699, Lorenzo Bellini ofreció una cicalata ante la Academia della Crusca siendo la cicalata una elegante conferencia sobre un tema extraño o absurdo y el stravizzo la cena solemne en la cual generalmente se en­marcaba la cicalata”, comenta el autor de Brado indiano.

Ese día, Magalotti, el “héroe de la na­riz” como era conocido entre sus sofistica­dos amigos, pontificó sobre olores y aco­gió bajo su manto al más apasionado de los buccherí —los búcaros-, el propio Belli­ni, quien en su libro Bucchereide llegó a hablar de un amigo de Magalotti, Gíovan Battista d’Ambra, como un virtuoso de la boca y de la nariz.

Sin lugar a dudas, los órganos en­tonces casi recién descubiertos hacían estragos en ese final del XVII y daban lugar a inusitadas colecciones, enmarca­das en la misma pasión por las “bizarrías” -entendido el término como galicismo- de la Wunderkammer o cámara de las maravillas, que tan de moda puso el XVII holandés. Lo “bizarro” conformaba un ri­tual de coleccionismo que acumulaba ob­jetos inusuales cuyo valor se basaba pre­cisamente en la rareza, en la dificultad para obtenerlos, en la incongruencia como conjunto, en una inaccesibilidad que, en el fondo, hablaba del poder fáctico de su poseedor: objetos precio­sos, curiosidades y cuadros -conjunto asistemático, al fin- compartían un espa­cio taxonómico.

La Wunderkammer se convertía en el territorio privilegiado donde cada una de las cosas expuestas a la mirada del espectador -del consumidor-, descontextualizadas, fetichizadas, acababa por resignificarse en una combinación pode­rosa, obligados los objetos a reescribir y redefinir la que fuera su historia primera. Lo que allí se acumulaba eran ingenios que procedían, además, con frecuencia de tierras lejanas y, a través de un curioso proceso de identificación, a poseer los objetos se poseía también a su productor, por qué no, como más tarde comprenderí­an algunos disidentes del racional XVIII.

Gulliver, en el conocido libro que Swift publica en 1729, aprende la lección tan brusca como atribuladamente: todo en la vida es cuestión de matices y hay momen­tos en que un golpe de timón puede con­vertirnos irremisiblemente en rarezas. Cuando en la tierra de gigantes Gulliver observa perplejo cómo ha sido enjaulado, ha aprendido, probablemente, una de las lecciones más valiosas en el difícil camino hacia la Modernidad. No se trata sólo de una inversión de papeles y una crítica al coleccionismo de animales. Swift nos hace notar, del modo inteligente en que siempre plantea los problemas, cómo en un mundo construido sobre el concepto ambiguo de curiosidad -de “anomalía”-, cualquier cosa puede convertirse en rareza a su vez, dado que lo importante no es lo que se muestra sino dónde, por quién y para quién se muestra.

Contrariamente al XVII, el siglo XVIII se siente a salvo y por eso es tan lúcida la re­flexión de Swift: la rareza, el otro, lo anó­malo, está siempre fuera, siempre lejos, forma siempre parte de lo exótico y ya se sabe que de lo exótico siempre se vuelve.

Pero regresemos por un momento a las bizarrías del XVII, aquéllas que estaban a un paso, en la propia casa, mezcladas en lo cotidiano formando un todo aún sin excluir, sin clasificar, compar­tiendo un mismo espacio como los enanos de la corte conviven con la belle­za luminosa de Margarita en Las Meninas de Velázquez.

No es de extrañar que entre las “bi­zarrías” al uso en el XVII y las portentosas acumulaciones, esos dandies avant la lettre de la Academia della Crusca iniciaran también colecciones no sólo de fragan­cias, sino de olores, enmarcadas, como a menudo sucedía en aquel momento, bajo el escurridizo esfuerzo científico de botáni­cos asistemáticos -aunque, sin lugar a du­das, se tratara de mucho más. Sabores, olores… El final del siglo XVII celebraba solemnemente, quién sabe si como una nueva y extravagante adquisición estética, esos órganos hasta entonces poco cele­brados y cuyo reinado sería tan corto.

Por eso, al recordar la fecha de 1699, aquel día otoñal a pocos meses del 700, vuelve fuerte el olor del aire y se imagina como una experiencia privada, difícil de taxonomizar, que el ilustrado XVIII desecharía de sus sa­lones ordenados, frígidos y cientifistas donde toda nota discordante, toda ambigüe­dad de definición, toda particularidad, acaba por ser expulsada.

Porque el olor es, aca­so, el más privado de los sentidos. Lo olfativo es nuestra cualidad’ más ani­mal, se dice incluso a ve­ces, y por eso la más refinada si se culti­va. Oler a alguien, conservar su olor, recordarlo, implica una cercanía de cuer­pos que nos enfrenta al cuerpo mismo, al cuerpo menos público, al más íntimo y a la vez al más tangible, a un cuerpo singu­lar -e invisible- del cual resulta complica­do huir.

Y es que hay que estar muy cerca para oler los cuerpos… bueno, la mayo­ría de las veces. Los cuerpos saben bien y saben mal. Nos saben bien y nos saben mal. Nos saben bien, los degustamos. Y ahí, en ese punto, nos vemos abocados a aceptar, saborear y olfatear, mucho más que el cuerpo mismo.

Porque el gusto y el olfato hablan, so­bre todo, de la particularidad -cada cuer­po con su olor y su sabor. Y a Moderni­dad, ya se sabe, excluye todo aquello que no se ajuste a las leyes de la razón, de lo taxonomizable y gobernable, las que poco a poco nos arrebatan e cuerpo o, al menos, reducen el cuerpo a ese ám­bito de lo estrictamente privado, olfatea­do y degustado a escondidas.

Se trata, pues, de un ámbito que se opone a lo público -entendido lo público como aquello que se puede mostrar, que no se debe esconder-, el territorio donde los cuerpos pierden sus olores y sus sabo­res y son sistematizados, borrados los “errores” o, dicho de otro modo, las parti­cularidades, porque ¿hay algo más parti­cular que el olor de cada cuerpo, el olor que incluso transforma las esencias, las atrapa, las hace suyas, otras…?

Quiero que mi cuerpo no huela. Queremos que nuestros cuerpos no hue­lan, decimos en la Modernidad. Y los camuflamos en esencias. Los escondemos bajo fragancias comercializadas, frente a las suaves mezclas -venenosas a veces- con las cuales la temible Catalina de Medicis impregnaba los guantes para sus enemigas. Miyake, Jill Sanders, Chanel, Armani, Loewe, Bulgari, Rochas, Balmain… Se esconde el cuerpo bajo la esencia como se oculta bajo la ropa, y el olor del cuerpo se rebela y trata de salir a la luz como los errores en el rostro cubier­tos bajo el pesado maquillaje, como las partes operadas de los cuerpos que, a ve­ces, se reconstituyen como fueran, rebe­lándose contra la cirujía, el trabajo de la mano, y afloran como viejos estigmas.

           II.

Giovan Battista d’Ambra es un esteta, Lorenzo Bellini un excéntrico anatomista. Se encuentran, inexorablemente se diría, en la Italia de finales de XVII, sumergidos en bizarrías asistemáticas que muestran lo que los salones del XVIII, obsesionados por las ciencias exactas -por la razón-, borran y transmiten como una herencia pesada, la que excluye las diferencias, las particularidades como “errores”, lo an­ticanónico. Se encuentran en la cicalata de 1699 y despiden el siglo, sin casi saberlo, diciendo adiós a tantas otras cosas.

“No sabría describir ese olor”, se dice a veces. “Tenía un regusto amargo, no sé cómo expresarlo con palabras.” Y lo secre­to, lo privado, lo no verbalizable, lo par­ticular, lo ambiguo, lo que no tiene etiqueta clara, lo que no es ciencia exacta, lo que no es exacto, se expulsa de la razón y d’Ambra y Bellini permanecen congelados en un fotograma amarillento, el de otra época que no reconocemos como nuestra. O tal vez sí, tal vez es nuestra. Demasiado nuestra, dolorosamente nuestra. Parte de una sociedad que, ahora, en este mismo momento, está olfateando como d’Ambra por debajo de los afeites y sueña con recu­perar los olores, cualquier olor privado en una sociedad que sabe, que ha aprendi­do, cómo la universalidad de la Ilustración no era, a fin, buena para todos y mucho menos buena para siempre.

Comentaba Laclau en un artículo publi­cado hace algunos años a propósito del particularismo y la identidad, el modo en el cual la Ilustración marca una barrera in­franqueable entre “el pasado como un rei­no de errores y locuras y el futuro racional, que sería el resultado de un acto de institu­ción absoluta”.

Olfateamos. Sospechamos que se tra­taba de un postulado falso porque la uni­versalidad acaba estando encarnada en una particularidad, la Europa del XVIII. Lo universal podría ser, de hecho, una particu­laridad que se ha hecho dominante. La fra­gancia comercializada que no se huele so­bre la piel, sino en una servilleta de papel: sólo apariencia de universalidad que la mano, el tacto de la mano, diluirá como ilusión.

Se me ocurre de pronto si porque aho­ra lo sabemos deseamos volver a oler y a degustar, deseamos recuperar el mundo no unlversalizado porque conocemos la tram­pa de la servilleta de papel. Si no de­searemos recuperar las bizarrías como un curioso modo de ser libres, de ser nosotros mismos, particulares, con cada uno de los olores diferentes que conforman los cuer­pos, con nuestros errores, con los maravillo­sos defectos de todos y cada uno de los di­vinos cuerpos de la imperfección.

Y Jan Saudek lo hace en la serie Amor, vida, muerte y otras cosas sin importancia, de 1992, al mostrar dos cuerpos im­perfectos y disímiles que se aman. Al principio nos sentimos reconfortados -por fin hay cuerpos que, pese a sus errores, a su sustancia anticanó­nica, pueden amarse en público. Luego, una segunda mirada nos pone un poco tris­tes. La propia escenografía, un poco demodé, nos resucita demasiadas viejas disi­militudes del siglo pasado: el contraste de las rarezas las subraya, no las borra.

Ah, dulces tiempos de aforías y pa­radojas, estos tiempos nuestros. Cualquier intento por “ponerse guapo”, por parecer “normal”, es inútil. Lo diferente circulará como tal, en una postal, como la de Martha Morris, La maravilla sin piernas de ros­tro agradable, como la niña obesa de Carreño de Miranda, o los Retratos de mujeres con sustancia: desnudos de muje­res gordas (1987) de Patricia Schwarz. Postales para enviar a los amigos curiosos, como la que yo compré hace tiempo en una tienda neoyorquina.

           III.

En 1 995 el escritor francés Michel Onfray re­leía la historia de la filo­sofía a través del gusto y olfato en  La raison gourmande. En la portada del libro, emblemáti­camente, un hombre, pin­tado por el belga Magritte, bebe y come a cuatro manos. Dos manos no bastan; no es suficiente comer a dos carrillos.

Lo deforme, el “error”, un cuerpo con cuatro brazos -como un cuerpo con tres piernas expuesto en las barracas de feria del XIX, el de Frank Lantini, “rey de los freaks”, “maravilla de las maravillas”, quien se hacía rico a través de su deformi­dad, de su particularidad- degusta y de­gusta porque lo universal son sólo unas terribles buenas maneras que tapan el ham­bre y encubren la diferencia y acabamos así, comiendo a cuatro manos, corriendo a tres piernas, expuestos, sobreexpuestos en una feria como Bartola y Máximo, los po­pulares “chicos aztecas” de finales del XIX. Pero ellos, ya se sabe, son sólo otro pro­ducto de lo exótico. Son raros porque vie­nen de un lugar lejano -los aztecas- y se visten de forma diferente y se peinan y quién sabe si huelen también de otra manera.

Lantini es otra cosa. Lantini tiene arre­glo: lo que le sobra es una pierna, poca cosa. De haber nacido hoy en lugar de ha­cerlo en 1 889, en un quirófano cualquiera hubieran podido normalizar al hombre. Lo hacen habitualmente si lo pensamos un mo­mento. Los siameses, expuestos en las ba­rracas a finales del siglo pasado, se “nor­malizan” hoy en las salas de operaciones y a veces, si las noticias escasean, apare­cen en portada de una revista médica. Hoy la ciencia tiene medios para quitar lo que sobra y poner lo que falta: narices y volumen. Nos ajustan al canon. Sólo hace falta un poco de dinero.

Luego Lantini, con dos piernas, no se gusta. No es capaz de ganarse bien la vida, llora su pierna, como Valle llorará su brazo gangrenado. “Me duele el brazo.” “Ese ya no, Ramón”, le comenta un amigo. Todos lloran la pérdida de lo que fuera parte de su cuerpo. Los siameses añoran al hermano que dio su vida para darles la vi­da. “Ojalá siguiéramos unidos.” Cada cuerpo que pierde una parte está incom­pleto.

Ahora Lantini trabaja en una fábrica y e dan la enhorabuena por ser como los otros, aunque él llora su pierna y su fama pues cualquier modo de vida, cualquiera, vale tanto. Y a veces, el “error”, la diferen­cia, es sólo una forma de vida. Y podría haberlas siempre peores, pueden estar seguros.

Comer a cuatro manos y correr a tres piernas. El único problema es un hambre irrefrenable, la pasión contemporánea hacia el gusto. El exceso de comida. Lisette Model lo sabe y lo retrata; lo plasma. Cuer­pos como anuncio de pócimas antiácido. Pero dejemos eso, al menos por ahora.

 

SEGUNDA HISTORIA

           IV.

Giovan Battista d’Ambra era un esteta, Lorenzo Bellini un excéntrico anatomista. Se encontraban, inexorablemente diría, en la Italia de finales del XVII y el suyo no fue un encuentro único de dos hombres en tránsito. Los predestinaba una extraña manía, su particular pasión -oler- que aho­ra, ahora mismo, encontramos, seguro, tan de nuestro gusto.

No fue el suyo un encuentro único en esa Europa finisecular que se preparaba para taxonomizar las colecciones y transfor­marlas en algo “razonable”. Leibniz, el amigo del zar Pedro el Grande, describe ya en 1 708 el método de construcción de las colecciones -qué coleccionar y cómo hacerlo. Los objetos deberán reunirse, siem­pre según el filósofo, teniendo en cuenta dos criterios: “enseñar y agradar al ojo”.

Pedro, cuentan las crónicas, era en todo excesivo, entregado a los excesos y enorme, comiendo siempre a cuatro ma­nos, cuando dos manos no nos bastan. Todo en él es enorme. Mide más de dos metros, acumula saberes y guerras, cruel­dades, grandiosidad de ánimo cuando acaba por morir en 1725 a causa de un acto heroico: socorrer a unos náufragos. El, de tamaño desmesurado y por tanto inu­sual, se rodea de personajes inusuales tam­bién que expone vivos entre sus pertenen­cias: un hermafrodita -que acaba por escapar pese al sueldo tan alto para la época- y el conocido Foma, quien tenia dos dedos en cada mano y cada pie y que al morir fue disecado y expuesto junto al resto de las monstruosas maravillas.

Tan excesivo fue Pedro el Grande en sus pasiones -incluso cruentas- que con frecuencia se comenta la anécdota maca­bra de una cabeza degollada, la del amante de su esposa, que, siempre según la leyenda, ella recibió sin aspavientos pa­sando la cabeza preservada en formol a engrosar la inusitada colección del zar. Po­dríamos preguntarnos si la estrategia de la zarina consorte fue solo la de una sobrevi­viente, si bien también es posible pensar que reflejaba la esencia de un momento que, fascinado por lo terrible y por la muer­te, integraba ambos conceptos a las más sofisticadas posesiones terrenales.

Por eso, al encontrar a Frederick Ruysch en 1 697, durante aquel viaje a Ho­landa, Pedro cree hallarse frente a una epi­fanía. Él, propietario de una colección bizarra entre las bizarrías -desde muñecas rusas que una dentro de otra aludían a la clásica miniaturización como sínto­ma de la maravilla, hasta sofisticados instrumentos de tortura y material qui­rúrgico, pasando por cu­riosidades de la naturaleza: esqueletos, ojos y orejas de metal y cristal, un gallo de cuatro patas y una oveja con dos cabezas, además de una colección de muelas que al parecer él mismo había extraído y en cada una de las cuales aparecía la des­cripción de la víctima de tan estrafalario hobby, descubre que alguien incluso le su­pera en lo coleccionado.

De hecho, el catálogo de piezas de la colección del anatomista se acerca, quizás y desde el punto de vista contemporáneo, más que a los clásicos gabinetes de cien­cias naturales, a las cámaras de los horrores que el XIX construye, privado de la relación próxima con lo diferente y la muerte por el XVIII; un territorio en el cual el terror ha sido transforma­do en “horror”, en ad­quisición estética, nues­tro propio modo de enfrentarlo, en parte origen de la atracción que sentimos hoy por los objetos y los do­cumentos en decadencia.

Entre otras posesiones, su colección ofrecía un niño embalsamado que, según se comenta, Pedro encontró tan conmove­dor que no pudo evitar agacharse a be­sar su rostro. Siameses con deformidades en la columna -los que luego expondría el XIX en las barracas de feria-, órganos variopintos conservados en preparacio­nes secretas, el brazo de un niño al cual se había colocado una manga cuidado­samente bordada por su hija Rachel, pin­tora muy conocida en la corte flamenca. Fetos guardados en tarros, fetos conserva­dos en formal adornados con hilos de perlas en las muñecas, el cuello y los tobi­llos… La excitación de Pedro fue tal que compró la colección entera, más de 2.000 piezas, por una suma exorbitante para la época.

Y es que el formol huele, el formol hue­le de ese modo peculiar en que lo recorda­mos. Y nos causan asombro genuino esos objetos, esas partes de cuerpos que de pronto, un día, encontramos en el paseo por uno de nuestros museos. Manos enfras­cadas de Paloma Novares, cabecitas en tarros de Marina Núñez.

En todo caso, el asombro genuino -y casi el horror, al menos desde nuestra mira­da contemporánea- que plantea este con­junto de objetos -sistemático a su manera-no sería debido al embalsamamiento de cuerpos o partes de cuerpos, tal vez ni si­quiera a la costumbre de adornarlos con perlas o puntillas… De hecho, incluso en muchas sociedades occidentales, aún hoy, se embalsama y se adorna a los muertos. La esencia del asombro y casi el horror ante el macabramente atractivo espectácu­lo es el propio hecho de exponerlos, de mostrarlos, de exhibirlos públicamente, como vuelven a hacer hoy algunos de nuestros artistas.

¿Cómo podía ese “museo de horrores” seguir las pautas de Leibniz, quien exigía de la colección que enseñara y agradara al ojo? Porque enseñar, sin duda enseña­ba, no en vano se dice que Ruysch abrió el camino de la anatomía moderna, pero ¿cómo podían esos objetos de lo macabro agradar a la vista?

Tratemos de formular la pregunta desde otro ángulo: ¿qué pasaría si el asombro se instalara en nuestra inca­pacidad de lectura, en nues­tra mirada presa de las con­venciones de la Ilustración que propugna un mundo lim­pio, sin “errores” o, mejor di­cho, con los errores excluidos de la vista?

De algún modo la muerte -un error, un mal paso- estaba perfectamente integrada en la vida cotidiana del siglo XVII, en lo pú­blico, igual que esos locos y enanos que el siguiente siglo expulsaría de lo “normal”, de la razón, circunscribiendo lo “otro” a una esfera exterior a lo “normal”, a lo “real”, en pocas palabras. Pero, más aún: al mostrar esos fetos adornados, se con­vierten en humanos, se devuelve su particu­laridad a algo que, por su esencia científi­ca -cuerpos conservados en formol-parecería no tenerla de partida, parecería haberla perdido al convertirse en “datos objetivos”. Ese ni­ño no es un niño cualquiera, sino que las perlas le convierten en un ser con entidad propia, diferente a los demás. Son discursos opuestos al que propugnará la Ilustración: lo que es bueno para uno es bueno para todos.

Aunque cualquier discurso universalista necesita del discurso particular para definir­se y por eso, tal vez, el XVIII volvió los ojos hacia lo “exótico”, para paliar el vacío que las exclusiones hablan ido dejando en la vida. Y es que no se puede vivir sin lo te­rrorífico, no se pueden excluir los “errores” porque los “errores”, como los olores tam­bién, forman parte de nuestra vida. No se puede vivir sin la pasión hacia aquello que, distinto, también somos nosotros. Y la muerte, sin duda, también somos nosotros.

           V.

Pedro corta una cabeza, Catalina la Grande, su sucesora, la entierra. ¿Y si pensáramos por un momento que el acto de Catalina no es un acto cristiano sino ilustrado? La amiga de Diderot no podía permitirse el lujo de tener cabezas expues­tas como trofeos de una colección anacrónica de rarezas, la que correspondería a XVII. El siglo XVIII, racional y viajero, prefería coleccionar otras cosas, entonces mejor vistas socialmente. Porque una cosa es traer de vuelta de un viaje animales diminutos como hace Gulliver y hasta subditos a poco que el rey se descuide, y otra muy diferente exponer cabezas cortadas.

El XVIII, en su afán de ordenación del mundo, encierra también a los locos, como quien coloca objetos en repisas, eti­quetados, catalogados por categorías indiscutibles, universales: esto fuera, esto dentro. El siglo XVIII posee la conciencia de la ciencia como un territorio de límites propios -o al menos eso se repiten a sí mismos como fórmula para justificar sus particulares excesos a través de la inves­tigación y e conocimiento. Detecta los “errores” y los excluye y nosotros, presos del síndrome de la Modernidad, los lloramos, los añoramos como muestras de un mundo con sobresaltos, sí, pero completo.

Olfateamos. Sigo olfateando. Me obs­tino en olfatearlo todo hasta caer rendida antes de iniciar la tercera historia.

 

TERCERA HISTORIA

           VI.

La pasión por lo monstruoso -los seres diferentes- no era, en todo caso, exclusiva de la corte rusa en el XVII. La presencia de esos prodigios de alteridad -”anomalías” físicas o mentales- fue también abundante en otras cortes europeas. En la española es bien conocido, entre otros, Bonamí, regalo de Isabel Clara Eugenia al recién nacido Felipe IV. La pequenñz de Bonamí era tan prodigiosa que en el epitafio compuesto por Lope de Vega a su muerte en 1 614 se le llama “el átomo Belamí, que no se sabe si yace”, como recoge Bouza.

La pérfida Catalina de Medicis pareció ser también muy aficionada a rodearse de los prodigios, al igual que enanos acom­pañaron a Isabel I o María Teresa de Austria, siendo muchos de origen polaco, lo que hacía sospechar de ellos, prodigios en sí mismos, si no serían construidos me­diante algún prodigio, como el ungüento del que habla el médico polaco Jacob Wenceslaus Dobrzensky, que untado sobre la columna y los miembros de los recién nacidos impedía su desarrollo normal.

La presencia de los seres diferentes en la vida de la corte del XVII -y sobre todo su poder fáctico- llama la atención y podría tener implicaciones que trascenderían la propia moda. De hecho, parecería que las relaciones que el grupo “dominante” -a partir del cual se establecen las característi­cas del sujeto, de la “normalidad”- mantie­ne con el conjunto de alteridades presen­tan una serie de constantes a lo largo de los siglos.

Las relaciones con el otro son de hecho siempre complejas, intercambiándose sin cesar los papeles. El otro es, en primer lu­gar, aquel al que se puede y se quiere do­minar, pero es al tiempo aquel ante el cual se quiere y se puede sucumbir. Se le puede dominar porque al ser una minoría resulta sencillo hacerlo pero, a la vez, se le quiere dominar por esa misma esencia de minoría, porque representa el mundo del revés con todas las amenazas que éste conlleva. Al mismo tiempo, se puede sucumbir a él por­que no representa sino un peligro hipotético: no se consentía a nadie lo que se consentía a los locos o los truhanes, que en la corte española del XVII actuaban como locos.

Junto con los enanos, que formaban parte de la corte, frecuentaban los pala­cios otros prodigios de alteridad que solían permanecer poco tiempo constituyéndose más bien como una atracción circulante, ba­rracas de feria. Mujeres barbudas, hermafroditas, mujeres u hombres monstruosamen­te gordos o exageradamente pequeños, altos o bajos, conformaban el catálogo de diferencias que concretaba esta pasión por lo inusual. Una de las representaciones más conocidas es la estampa de una curiosa mujer, anteportada de la obra de Fortunio Liceti De monstris -conservada en la Biblio­teca Nacional de Madrid- que, por cierto, hubiera hecho las delicias de los surrealistas -amigos también de lo diferente-, como probaría la escultura de Hans Bellmer reali­zada en 1938, en a que se representa un busto todo senos. ¿Qué hacían “ellos” allí? ¿De verdad se integraban?

Y vuelve a la memoria una escena de Freaks. Se van arrastrando. Se arrastran y juegan a sus juegos estos personajes defor­mes que Todd Browing lleva al cine en una obra maestra muy criticada en su momento por no fingir las deformidades, sólo mostrar­las. La película Freaks, de 1932, cuenta la historia de un engaño, de alguien que creyó que por ser más pequeños eran menos. Pero quizás es cierto que se trata sólo de una apariencia. Están en una feria. Viven en una feria. Y tienen sus reglas. Se traiciona a una y se traiciona a todos. Al final, los grandes, los fuertes, los guapos, los inteligentes, los canónicos en suma, se convierten a su vez en seres que reptan, heridos de muerte, al tratar de huir.

La historia empieza con un prodigio invi­sible -la mujer bella que enamoró a sultanes y que ahora es sólo una rareza expuesta- y termina con un prodigio. “Aquí está, pueden verla.” Hoy es un monstruo. Los monstruos se vengan convirtiéndola en uno de ellos, peor que ellos, porque siempre, todo, puede ser más trágico: esa mujer no puede hablar, ha perdido el lenguaje. Se trata, en el fondo, de una oscura historia ejemplar más que gótica.

Y es que el canon cambia sólo relati­vamente. Los diferentes lo han sido y lo serán siempre. Y los locos. La noción de normalidad se mueve más lenta de lo que podría parecer. Los locos siempre son locos y los gordos, gordos, y los aztecas, aztecas. Rarezas, rarezas a exponer en las ferias.

En la corte de los Austria las normas estéticas eran tan estrictas como ahora. Fadrique Furió Ceriol normativiza los límites de lo “normal” -lo socialmente aceptado-en cuanto al aspecto físico ya a mediados del XVI, llegando incluso a describir los caracteres a través de los rasgos de la apariencia, algo que el XIX continuarla de buen grado a través de las muchas edicio­nes de los famosos tratados de Lavater. Entre los defectos físicos más temidos esta­ba la gordura, no sólo para las damas, sino para los caballeros de la corte que no dudaban en fajarse.

Cambian los cánones, pero siempre dentro de un límite. Otra cosa es que las diferencias se integren con mayor o menor fortuna al catálogo de pasiones, depen­diendo del momento, pero siempre con la consciencia de que se trata de “otra cosa”, de algo fuera de lo “normal”. Así, lo dife­rente -reconocido como tal a lo largo de toda la historia accidental- funciona como vehículo de exorcización de los miedos, to­dos esos miedos variopintos que no hacen sino desviar el miedo último, el miedo al trastocamiento, a la subversión del status quo que no es, a fin, sino el miedo a la muerte.

 

CUARTA HISTORIA

           VII.

Hubo un día en que una particularidad autoerigida en universal excluyó lo diferen­te de la vista. Expulsó lo diferente de la re­alidad tangible y, quién sabe, lo llevó has­ta el mundo de lo irracional, donde podía vivir sin molestar excesivamente. Todo aquello que se saliera de la norma, de lo universal, era desterrado de ese mundo futuro. No en vano, ése es el momento en que los locos son “encerrados” formalmen­te, en que se crean instituciones para man­tenerlos “apartados” del resto ya de mane­ra fáctica y no oficiosa como en la corte de los Austria. Los métodos de excusión cambian y se niega la diferencia como quien oculta al loco de la familia de la mi­rada de las visitas.

Yo pido que se siente a ese loco a la mesa, porque lo “normal” es una noción ficticia. Normal es sólo lo que dicta la norma, pero ¿quién construye la norma misma, desde dónde sobre todo la construye?

Podríamos hablar de lo “semejante”, quién sabe si como término más justo. Reflexiona un autor latinoamericano en un cuento precioso en el cual un hombre muy rico, padre de una criatura deforme, busca para su hijo amigos semejantes y luego, al llegar él, normal y rico, se ve tan raro, diferente, otro, como la trapecista y el for­zudo en la mesa de los freaks, a los cuales éstos aceptan, pero conscientes de su diferencia.

Si sentáramos a los locos a la mesa, a la nuestra… Pero ¿quiénes somos “noso­tros”? Los locos están fuera, dice alguien. Si se sentaran, comerían a cuatro manos, y no sólo a dos carrillos cuando dos manos no nos bastan.

Y alguien los miraría y diría que son bulímicos estos locos y hablarían de de­sórdenes alimenticios, anorexia y bulimia, nuestras locuras privadas, íntimas, enfer­medades que se ocultan de la mirada de los que comen con dos manos para que no los encierren y los obliguen a comer a dos carrillos. Los convertirán en normales luego, -como a Lantini, curarán su locura solitaria que, bien visto, no molesta a nadie. Y ha­blarán convencidos en la televisión, para dar ejemplo. Nunca en la historia de la psiquiatría -o casi nunca- ha existido una patología que tan claramente purgue los pecados en el cuerpo mismo, que aspire a deshacerse del cuerpo; que, por mirarlo tanto, lo acabe por ignorar. Es lo contrario de la histeria, que toma el cuerpo como lu­gar de la representación. Y es que la buli­mia y la anorexia son locuras invisibles, casi asintomáticas, de síntomas desviados. Sólo otra historia moralizante, más que gó­tica, dirán.

El padre de la historia del escritor lati­noamericano mira a su hijo con los otros monstruitos. En el fondo, con su dinero, le ha comprado la normalidad, pues lo “nor­mal” es lo que establece la norma -lo so­cial. En la tierra de gigantes Gulliver era muy pequeño, como sería enorme en la tie­rra de enanos.

¿Qué es lo normal? Un loco podría ser, sólo, aquél cuyo discurso se construye en torno a la sintomatología de la diferencia -fuera de la norma- y la norma misma los encierra, para que no estorben. El XVIII los destierra de la corte para borrar los errores del pasado, para devolver al mundo la apariencia de normalidad, igual que el protagonista de la historia del rico padre configuraba una diferente noción de nor­malidad para un hijo monstruoso. Se trata de construir un nuevo mundo compacto y unifocal, un mundo perfecto gobernado por un único discurso. Pero las cosas no son, al fin, tan sencillas.

El ilustrado XVIII, arrancada la nariz, dejó de oler y trató de homogeneizar y, si­glo tras siglo, porque las cosas nunca aca­ban por estar suficientemente ordenadas, se buscaron soluciones para recuperar la diferencia, para tratar de integrarla y mos­trarla, aunque doliera como esa pierna cor­tada que seguía reclamándonos después de abandonar el cuerpo. El XIX lo exponía en una feria que a menudo llamaba mu­seo. Mezclaba allí los reductos del XVIII -personas con irregularidades físicas, las perlas barrocas, y las llegadas de tierras lejanas, lo “exótico”- y un día, uno cual­quiera, los “chicos aztecas” se encontra­ban con Lantini en cualquier freak show. ¿Ciencia o freakery la “niña leopardo” fo­tografiada por Brady? ¿Ciencia o freakery los testimonios de los médicos franceses?

Y quién sabe si, enmarcada en la atracción que el siglo XX siente hacia los objetos y los documentos de decadencia como una de nuestras “adquisiciones estéti­cas” -tal vez porque no se puede vivir sin lo terrorífico-, aparece la pasión deci­monónica por los vampiros, las calles oscu­ras de Poe, los asesinos en serie… Otras formas de patología.

Los surrealistas plantean una posible recuperación de la alteridad -muerte, locura, arte abyecto, arte no occidental-, no solo como forma alternativa de expresión, sino como única forma de expresión, y las famosas hermanas Papin, asesinas en serie, se aclaman como heroínas. La histeria que tanto fascinó a Bretón y Aragón, en sus propias palabras “el ma­yor descubrimiento poético del siglo XIX”, fue celebrada en su cincuenta aniversario, sacando a la luz algunos de los ejemplos del archivo Charcot, otra modalidad de gabinete de ciencias naturales en el cual los fetos emperlados eran sustituidos por chicas en poses teatrales: las locas. Pero esta patología, invención poética más que realidad, vuelve a obligarnos a pensar si no estaremos ante una patología ficticia en tanto que construida; si no reflejará la propia patología del coleccionista.

De eso sabe mucho Bretón, quien en la novela Nadja, a través de su protago­nista, habla en cierto modo de a locura, de lo “otro”. A través de una telepática, alguien, por lo tanto, que no es “normal”, aprende cómo lo exótico, lo diferente, puede estar en París. El África de Leiris está en el París de Nadja a través de sus ojos, porque todo está en todas partes, como descubre al pensar en Nadja años más tarde, ya encerrada en el manicomio. Sabiéndola en un hospital mental, comen­ta que para Nadja es igual estar dentro que fuera y parece reconocerla como al­guien de quien podía haber aprendido tantas cosas, alguien a quien él podía en­señar tan poco, reconociéndola como diferente.

El mismo Blaise Cendrars en una de sus mejores novelas, Llévame al fin del mundo, describe a la Presidenta, una mu­jer sólo tronco, sin brazos pero de enorme belleza, que fue rescatada de las ferias por un hombre poderoso a que de alguna manera hace perder la cabeza. Riquísima, vive apartada de mundo solo cuidada por el negro Sam, que le da peyote para tranquilizarla, y recibe las visitas de Madame La Juerga, vieja actriz cocainó­mana. En una escena bellísima, se en­cuentran la vieja actriz, siempre en busca de aventuras, el criado negro y la mujer tronco. Sólo en los años 30 del siglo XX es posible encontrar tan extravagante com­pañía. Pero una vez más vuelven a estar solos, conformando una realidad en la que una loca, un negro y una monstrua pueden convivir.

También hoy se retrata lo diferente -diría que hoy más que nunca-, tal vez en una vuelta a la estética preilustración. Se exhibe la muerte como si de la colección de Ruysch se tratara, la muestra Serrano. Se desvelan las contradicciones en el pro­pio canon desde la reducción al absurdo del canon mismo, como hace Orlan. Se airean territorios antes ocultos, cuerpos privados que se hacen públicos, como esos rituales sadomasoquistas que se publicitan en los reality shows de la televisión, versión descafeinada de los freak shows del siglo XIX. Se retratan los diferentes o se cons­truyen para luego fotografiarlos: Sherman, Garin Evans, Dureau, Francés, la brasileña Nazareth Pacheco y sus collares de estiletes y cuchillas… (yo me puse el collar para cortar a los que me abra­zaban).

Igual que sucedía con Velázquez, nuestro catálogo de diferencias se expone en los museos como parte de la rutina estética de lo “bizarro” y hemos aprendido a convertir nuestro miedo y nuestra fascinación hacia el “otro” en dis­curso político, después de haber entendi­do cómo los presupuestos de la Ilustración no eran buenos para todos y mucho me­nos para siempre.

Pero debe haber más. Lo político no me quita la pena, ni me da miedo.    Y necesito tener miedo, diluirme en el miedo. Por eso me tranquilizan tanto esas locas de Marina Núñez, por­que se muestran sin tapujos en el pozo, ese pozo que la película  The Big Snake describe al contraponer el tratamiento antiguo del electroshock a la terapia freudiana. Una loca que se sal­va a través de la palabra, nombrando el trauma.

Me tranquilizan, porque ya no son invención poética como las locas de Bre­tón, síntoma momentáneo para tomar la foto, como dice Didi-Huberman en su libro La invención de la histeria. La locas de Marina, desesperadas, plurisintomáticas, atrapadas en su mundo psicótico, sin sa­berse observadas, libres y nunca construi­das por una mirada ajena como las de Bretón, majestuosas en esta sala, han veni­do a buscarnos una tarde como esta para decirnos que finalmente son “nosotros”, ese “nosotros” que escondemos en público y mostramos en privado, quién sabe. Y no viven aparte. Se integran a nuestro paseo en la sala porque Marina ha superado a Bretón, sus locas han superado la pose y nos siguen con los ojos. O no. Ni tan si­quiera eso. Ya no nos miran. No les intere­samos ni como diferentes. Las locas de Marina han perdido el miedo a no ser aceptadas y olfatean. Me huelen, les hue­len. Saborean lo que distingue a sus cuer­pos de mi cuerpo, de los suyos.

El poeta uruguayo Hugo Achugar es­cribe en unos versos: “La sala es enorme y es pequeña./ Todo depende de quién na­rre la historia.”

Y es que todo depende siempre de quién narre la historia.