Estrella de Diego
Gabinete de Ciencias Naturales
“Marina Núñez”, catálogo, Junta de Castilla y León. Valladolid, 1998, pp. 7-13.

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El encuentro en 1697, durante su visita a Holanda, de Pedro el Grande, gran zar de la gran Rusia y Frederick Ruysch, botánico y temprano anatomista neerlandés, no fue, seguramente, casual. Tal vez porque, como cuenta Berberova en su biografía, a los rusos les han fascinado de siempre los encuentros pasionales y enigmáticos, que tan gráficamente describe Guy de Maupassant en el cuento De viaje, o tal vez porque el destino histórico de ambos estaba atado por lazos sutilísimos, los que siempre unen a los personajes de tránsito.

Y así, Pedro el Grande se lanza a los viajes del conocimiento -desde la alta filosofía a las labores manuales más humildes- y propicia la amistad con Leibniz, quien describe en 1708 el propio método de construcción de las colecciones -qué coleccionar y cómo hacerlo-, actividad que, entre otras, establecerá para el zar y el botánico una particular afinidad electiva. Según Leibniz, el modo en que los objetos se deben reunir será teniendo en cuenta dos criterios: «enseñar y agradar al ojo».

De este modo, conchas, minerales, instrumentos musicales, pinturas, rarezas y curiosidades de todo tipo, objetos de taxidermista o, dicho de otro modo, naturalia y artificialia -lo maravilloso de la naturaleza y lo maravilloso salido de la mano del hombre-, van conformando las nutridas colecciones del XVII, esas cámaras de las maravillas que representan, en primer lugar, el poder del propietario, su capacidad para reunir objetos peculiares, aquéllos que no puede poseer cualquiera.

Por su parte, la sucesora del zar, Catalina II, coleccionista al menos de manuscritos de los ilustrados, también siguió los pasos de Pedro el Grande, sobre todo en la fascinación por los encuentros inusuales, como corroboraría su conocida relación con Denis Diderot, a quien escribe para pedir consejo sobre un escultor que pueda realizar un monumento destinado a ensalzar la gloria de su antecesor. La relación Intensa que siguió a la carta sería prueba irrefutable de esos excesos pasionales de los cuales los rusos han demostrado ser capaces a lo largo de la historia -aunque esto, suponemos, forma parte de otro relato.

Pero, ¿se trata de excesos rusos o de excesos de una época? Desde luego, a juzgar por la abundante correspondencia conservada, en el caso de Catalina parecerían más bien excesos rusos, porque el mundo del XVIII solía animar la contención como puesta en escena corporativa. Por el con­trario los de Pedro, quien según se comenta se entregó de buen grado a los excesos de todo tipo – desde los del saber a sus tan comentados como numerosos crímenes-, podrían ser, sencillamente, reflejo de un momento que, fascinado por lo terrible y por la muerte, integraba ambos conceptos a las más sofisticadas posesiones terrenales -cuadros, faisanes, jarrones Ming o nueces y pastas en bandejas labradas- sin que ese recordatorio terrible de la vanidad, de lo vano y banal de la vida, pare­ciera perturbar mucho a nadie, a juzgar por el éxito del género

Tan excesivo fue Pedro el Grande en sus pasiones -incluso cruentas- que con frecuencia se comenta la anécdota macabra de una cabeza degollada, la del amante de su esposa, que, siempre según la leyenda, ella recibió sin aspavientos, pasando la cabeza preservada en formol a engrosar la Inusitada colección del zar. Podríamos pensar si la estrategia de la zarina consorte fue sólo la de una sobreviviente, pero ¿qué sucedería si la convivencia cómoda con muerte y horror, tan extendida en la época, explicara, al fin, su reacción?

Otros terminan el fabuloso relato con un final feliz: al subir Catalina al trono decidió dar sepul­tura a la pobre cabeza sin cuerpo, quizás porque al tratarse de una mujer, apodada también la Grande, sintió la compasión que su antecesor no llegó a experimentar nunca. Demasiado fácil como respuesta.

Pensemos por un momento que el acto de Catalina no es un acto cristiano sino ilustrado. Catalina II, amiga de Diderot, a quien adopta como árbitro del buen hacer moderno, no podía permi­tirse el lujo de tener cabezas expuestas por aquí y por allá, como trofeos de una colección anacróni­ca de rarezas, la que correspondería al XVII. El siglo XVIII, racional y viajero, prefería coleccionar otras cosas, entonces mejor vistas socialmente que los rostros cortados con muecas sorprendidas -como suele pillarnos la muerte, imagino. Porque una cosa es traer de vuelta de un viaje animales diminutos como hace Gulliver -crítica de la incipiente manía por los zoos- y hasta súbditos a poco que el rey se descuide; una cosa es coleccionar volcanes, como hace Sir Wiliiam Hamilton, y otra muy diferente exponer cabezas cortadas, por mucho que se presenten como fruto de la investigación científica. El XVIII, en su afán de ordenación del mundo, lo taxonomiza y lo devuelve otro, expulsando lo molesto de la vida «normal», encerrando a los locos, colocando los objetos en repisas, etiquetados, cataloga­dos por categorías indiscutibles, universales: esto fuera, esto dentro. El siglo XVIII tiene conciencia de la ciencia como un territorio de límites propios – o al menos eso se repiten a sí mismos como fórmu­la para justificar sus particulares excesos a través de la investigación y el conocimiento.

Así, frente al Museum Wormianum, que Olaus Worm realiza en 1655, donde se muestra una increíble aglomeración de objetos, desde artefactos y maniquíes importados hasta animales «exóti­cos» disecados -osos, cocodrilos, armadillos, tortugas…-, que parecen rememorar más bien historias acaecidas durante viajes azarosos, empiezan a inaugurarse las grandes colecciones de arte como las entendemos hoy: clasificadas, con exclusiones; separadas, pues, de los gabinetes de ciencias naturales, fruto de la mencionada conciencia de la ciencia como territorio autónomo y, sobre todo, superior, reino privilegiado de la razón. De este modo, hasta el mismo Hamilton, coleccionista de volcanes y vasijas -otra vez naturalia y artificialia-, opta por no incluir minerales entre sus pasiones acumuladas –como aún hacen muchos de sus contemporáneos siguiendo la lógica de la cámara de las maravillas-; limitando, en suma, la colección, ordenándola, dividiéndola.

Es probable que ese cambio de la «política científica» entre un siglo y otro pueda ser una de las explicaciones a la hora de enfrentarse a los distintos tipos de coleccionismo, si bien las exclusiones deberían también relacionarse con las expulsiones en un sentido más amplio -los locos dentro, los cuerdos fuera. Sin embargo, la pervivencia de la pasión hacia las maravillas sigue siendo básica para entender el protocolo dieciochesco, como probarían las aventuras descritas por Swift en los primeros años del siglo. Hay, no obstante, un punto que las distingue de las a menudo injustificadas pasiones del XVII: las «importaciones» extravagantes de Gulliver -sátira de una sociedad que atesora lo “exótico” se disfrazan siempre de un interés científico, incluso antropológico, muy acorde con la época. Gulliver trata por todos los medios de no aparecer como un turista, aquél que de visita por los lugares lejanos sueña sólo con traer a casa objetos inverosímiles.

Quién sabe si el encuentro de Pedro el Grande y Frederick Ruysch no debería ser visto a la luz de esos cambios en el propio modo de acumular, los que se verifican en el XVIII respecto a la manera de poseer del siglo anterior, un tránsito esencial en el cual la Ilusión de conocer, de transmitir ese conocimiento, se va haciendo cada vez más delimitada, menos pasional, más eficaz. Pedro el Grande y Frederick Ruysch parecen organizar la colección con ciertos presupuestos del pasado y al tiempo viven prendidos del conocimiento, más incluso de lo que se esperaría para unos personajes del XVII. Estos dos hombres prodigiosos viven así a caballo en ese cambio, y explican a través del resultado de sus investigaciones -de su colección- las transformaciones que se van verificando en la época que viven.

Pedro es enorme, además, cuentan siempre las crónicas. Todo en él es enorme. Mide más de dos metros, acumula saberes y guerras, crueldades, grandiosidad de ánimo cuando acaba por morir en 1725 a causa de un acto heroico: socorrer a unos náufragos. Él, de tamaño desmesurado y por tanto inusual, se rodea de personajes inusuales también que expone vivos entre sus pertenencias: un hermafrodita –que acaba por escapar pese al sueldo tan alto para la época- y el conocido Foma, quien tenía dos dedos en cada mano y cada pie y que al morir fue disecado y expuesto junto al resto de monstruosas maravillas.

Aunque, bien es cierto que la pasión por lo monstruoso -los seres diferentes- no era exclusiva de la corte rusa. La presencia de esos prodigios de alteridad fue también abundante en otras cortes europeas. Catalina de Medici, Isabel I o María Teresa de Austria adoraban rodearse de enanos, con frecuencia de origen polaco, y para facilitar su exportación a veces eran «construidos» mediante algún prodigio, como el ungüento del que habla el doctor Jacob Wenceslaus Dobrzensky, que untado sobre la columna y los miembros de los recién nacidos impedía su desarrollo normal. Pese a tratarse de poco más que de conjeturas, éstas podrían no haber sido las únicas prácticas para preservar la eter­na niñez a través de ingenios médicos; las voces de los castrati hicieron también estragos en la Inglaterra isabelina, estragos que, por cierto, se mantuvieron siglos después a juzgar por la conocida pasión de Goethe hacia este tipo de ambigüedad.

También en España, junto a los locos y los bobos que pinta Velázquez, las gentes de placer -así llamadas porque su misión era entretener a unas cortes no excesivamente ricas en aconteci­mientos-, se popularizaron las peculiaridades de la naturaleza, plasmadas en una iconografía muy amplia que va desde los enanos en Las Meninas hasta La mujer barbuda de Ribera o la estampa de una curiosa joven, anteportada de la obra de Fortunio Liceti De monstris -conservada en la Biblioteca Nacional de Madrid- que hubiera hecho las delicias de Hans Bellmer, quien en 1938 repre­senta un busto todo senos. Hermafroditas, mujeres y hombres monstruosamente gordos o exagera­damente pequeños, altos o bajos, conformaban el catálogo de diferencias que concretaban esa pasión por lo inusual, integrada, además, a la vida de palacio.

Sin duda la presencia de estos seres diferentes hablaría de las costumbres de una época y del modo en que se reforzaba el concepto de magnanimidad en el monarca, capaz de acoger en su corte a los locos, a esos seres perdidos que hubieran debido vagar apartados en un momento en que aún no existían las casas de recluimiento tal y como serían concebidas por el XVIII, No obstante, las gen­tes de placer se convertían, de alguna manera también, en parte de un catálogo de lo extraño, obje­tos raros que completaban el repertorio de curiosidades, bizarrías de las cámaras de las maravillas que hablaban, una vez más, del poder del dueño, de su capacidad para rodearse de objetos sor­prendentes.

Y bizarra entre las bizarrías se recuerda siempre la colección de Pedro el Grande, quien, sos­tenido por el interés científico, acumuló las cosas más extravagantes y variopintas: desde muñecas rusas que una dentro de otra aludían a la clásica miniaturización como síntoma de maravilla, hasta sofisticados instrumentos de tortura y material quirúrgico, pasando por curiosidades de la naturaleza –esqueletos, ojos y orejas de metal y cristal, un gallo de cuatro patas y una oveja con dos cabezas, además de una colección de muelas que al parecer él mismo había extraído y en cada una de las cuales aparecía la descripción de la víctima de tan estrafalario hobby.

Por eso, cuando en el encuentro de 1697 el zar se da de bruces con la colección de Ruysch cree, seguramente, hallarse frente a una epifanía. El catálogo de piezas de dicha colección se acerca quizás, desde el punto de vista contemporáneo, más que a los clásicos gabinetes de ciencias naturales, a las cámaras de los horrores que el XIX construye, privado por el XVIII de la relación próxima con lo diferente y la muerte, un territorio en el cual el terror ha sido transformado en adquisición estética, nuestro propio modo de enfrentarlo, parte de la atracción que sentimos por los objetos y los documentos de la decadencia.

Ruysch, según sus biógrafos uno de los personajes que más eficazmente preparó el camino de la anatomía, había ido acumulando, a lo largo de los años, preparaciones y embalsamamientos de seres vivos o de partes de seres vivos, que con el cuidado de una científico y la pasión de un coleccionistas, organizaba su peculiar gabinete de ciencias naturales, quién sabe si más cercano a una cámara de las maravillas. Entre otros objetos, su colección exhibía un niño embalsamado que, según se comenta, Pedro encontró tan conmovedor que no pudo evitar agacharse a besar su rostro. Siameses con deformidades en la columna, órganos variopintos conservados en preparaciones secretas, el brazo de un niño al cual se había colocado una manga cuidadosamente bordada por su hija Rachel, pintora muy conocida en la corle flamenca, fetos guardados en tarros, fetos conservados en formol y adornados con hilos de perlas en las muñecas, el cuello y los tobillos… La excitación de Pedro fue tal que compró la colección entera, más de 2.000 piezas, por una suma exorbitada para la época.

En todo caso, el asombro genuino -y casi la repulsión, al menos desde nuestra mirada contemporánea- que plantea este conjunto de objetos -sistemático a su manera- no sería debido al embalsamamiento de cuerpos o partes de cuerpos, tal vez ni siquiera a la costumbre de adornarlos con perlas o puntillas… De hecho, incluso en muchas sociedades occidentales, aún hoy, se embalsama y adorna a los muertos. La esencia del asombro y casi la repulsión ante el macabramente atractivo espectáculo es el propio hecho de exponerlos, de mostrarlos, de exhibirlos públicamente.

¿Cómo podría ese «museo de horrores» seguir las pautas de Leibniz, quien exigía de la colección que enseñara y agradara al ojo? Porque enseñar, sin duda enseñaba, no en vano se dice que Ruysch abrió el camino de la anatomía moderna, pero ¿cómo podían esos objetos de lo macabro agradar a la vista?

Tratemos de formular la pregunta desde otro ángulo: ¿qué pasaría si el asombro se instalara en nuestra incapacidad de lectura, en nuestra mirada presa de las convenciones de la Ilustración que propugna un mundo limpio, sin «errores» o, mejor dicho, con los errores excluidos de la vista?

En este sentido convendría repensar las relaciones con la muerte en el siglo XVII, el modo en que estaba perfectamente integrada a la vida cotidiana, a lo público, igual que esos locos y enanos que el siguiente siglo expulsaría de lo «normal», de la razón, circunscribiendo lo «otro», lo irracional, al territorio de la representación, sustituyendo a los enanos por las brujas, algo que a la vez puede estar y puede formar parte sólo de un sueño. El asombro y el rechazo se hallan, pues, en el acto de mos­trar los «errores» no como parte de lo irracional, sino como territorio de lo científico, de lo real. Lo esencial es el acto de adornar a unos fetos malformados tal vez para embellecerlos, para tratar de paliar su dolor, para convertirlos en humanos, parte al fin de la vida cotidiana.

Sea como fuere, la relación con la muerte en el XVII es incluso más compleja de lo que podría parecer a primera vista. Como los objetos que conforman una Wunderkammer, la búsqueda cientí­fica se vuelve el pretexto para hablar de los miedos colectivos -los miedos sociales- que surgen pre­cisamente en ambientes de gran esplendor y en sociedades de la abundancia. Tal vez unido a esos miedos sociales surge en la Europa del momento una especie de culto o fascinación hacía lo terrorí­fico: así junto con los objetos preciosos, representantes más de la abundancia que del bienestar, aparece el recordatorio de muerte, que adornado como los vivos, diluye en parte ese terror.

En el fondo, lo apasionante del discurso de la cámara de las maravillas o del gabinete de Ruysch es que es un discurso particular; ese niño no es un niño cualquiera, sino que las perlas le convierten en un ser con entidad propia, diferente de los demás. Son discursos opuestos al que pro­pugnará la Ilustración al tratar de desterrar la diferencia -lo particular-, imponiendo el triunfo de lo uni­versal. Sin embargo, ¿qué es la universalidad sino un discurso particular que se ha impuesto sobre los demás? Más aún: todo discurso universalista necesita de lo particular para definirse y por eso, tal vez, el XVIII volvió los ojos hacia lo «exótico» para paliar el vacío que las exclusiones habían ido dejando.

Una cosa, sin embargo, parece clara: no se puede vivir sin lo terrorífico, sin la pasión que engendra el objeto de rechazo; no es posible habitar un mundo donde sólo lo racional exista -o se muestre, se haga público, que en el fondo es lo mismo- y uno tras otro, los siglos se han ido defen­diendo -a través de soluciones diferentes- de las restricciones ilustradas que, tratando de taxonomizar el mundo, lo redujeron. La fascinación por los vampiros, símbolos humanizados del vértigo malig­no frente a la muerte, las calles oscuras de Poe, la inclusión de los asesinos en serie en las adquisi­ciones estéticas modernas son modos de recuperar el terror y enfrentar las tipologías de la exclusión, aunque, como todo lo moderno, sean formas degradadas de terror, tics sólo reales en el territorio de la representación, a menudo domesticados además por el cine. Allí se van integrando todas las patologías del miedo como auténtico catálogo de alteridades definitivamente reducidas a ficción -momias, vampiros, plantas carnívoras, moscas humanas, dementes, zombies o hasta deformidades físicas, como en el caso de La parada de los monstruos de Browning -por cierto muy criticada por la utilización de enanos reales-, en la cual dos seres «normales» se integran en un mundo circense gobernado por seres otros, un mundo al revés en el que el forzudo acaba por llevarse a la bailarina.

Luego los surrealistas plantearon una posible recuperación de la alteridad -muerte, locura, abyecciones- no sólo como forma alternativa de expresión, sino como única forma de expresión, y las famosas hermanas Papin fueron aclamadas como heroínas. La histeria que tanto fascinó a Bretón y Aragon, en sus propias palabras «el mayor descubrimiento poético del siglo XIX», fue celebrada en su cincuenta aniversario, sacando a la luz algunos de los ejemplos del archivo de Charcot, otra modalidad de gabinete de ciencias naturales en el cual los fetos emperlados eran sustituidos por jóvenes en poses teatrales. Pero esta patología, invención poética más que realidad, vuelve a obligarnos a pensar si no estaremos ante una patología ficcional en tanto construida, si no reflejará, como los maniquíes, la propia patología del coleccionista.

Y vuelve por un momento a la memoria el encuentro de Pedro el Grande, gran zar de la gran Rusia, y Frederick Ruysch, botánico y temprano anatomista neerlandés. En Delft, el zar había observado maravillado los mundos privados de Leeuwenhoek, sólo visibles desde el microscopio, como una suerte de gigantismo de la miniatura, casi otra historia de Gulliver, Más tarde, frente a la colección de Ruysch, al atisbar esas curiosidades creyó, seguramente, hallarse frente a una epifanía. Esas curiosidades que hoy nos parecen atroces, terribles, macabras, si bien es posible que lo auténticamente terrible sea obstinarse en esconderlas, en ocultar el propio horror, excluirlo de nuestro imaginario, como hizo el siglo XVIII con los locos.

Haría falta recuperar los gabinetes de ciencias naturales donde la muerte no sólo se mezcla con la vida, sino que se muestra; esas cámaras de las maravillas donde el hermafrodita decide un día irse, pese al buen salario. O recuperarlos, por lo menos, como territorio de la representación. Es preciso rescatar los objetos, los acontecimientos, como antipología, o reconstruir al menos los asuntos escabrosos que la Ilustración, seguramente con las mejores intenciones, eliminó y que necesitamos, pues nada causa más miedo que lo que se esconde, Marina Núñez lo hace en su particular gabinete de ciencias naturales, en el cual locas, momias, milagros, ojos, objetos de tortura, manos que por exceso recuerdan a las de Foma, muertas y curiosidades y rarezas variadas conforman un fabuloso territorio para la reflexión, histórica también.