Víctor del Río
El miedo de William Kemmler
“Marina Núñez. Antimateria”, catálogo, Pelayo Mutua de Seguros, Madrid 2001, pp. 7-10.
El 6 de agosto de 1890 William Kemmler era ajusticiado en el primer prototipo de silla eléctrica en la prisión de Auburn, en Nueva York. No sirvió de nada su alegación de que se trataba de un método inhumano, quizá porque precisamente el objetivo era deshumanizar todo lo posible un trance siempre algo engorroso como es el homicidio. En efecto, se confirmaron las peores sospechas de Kemmler, que se sintió maldito al tener que estrenar con su ejecución un método aún tan incierto. La violencia de la descarga y su desigual reparto no pasó desapercibida a los técnicos y los periodistas presentes en la sala, que pudieron ver cómo humeaba la cabeza del preso, cómo exudó sangre por e rostro y cómo se freía literalmente en torno a los dos electrodos de metal con los que se había dotado este primer modelo. Tras la sesión, se hicieron algunos ajustes técnicos para que pudiera seguir utilizándose el procedimiento hasta nuestros días. El gran Thomas Alba Edison sirvió como perito científico para legitimar el método e invalidar la apelación de Kemmler. Pero Edison no sólo contribuyó a la ejecución con su informe favorable, sino también a popularizar el uso de la electricidad con estos fines. Convencer al gobernador de Nueva York, David Hill, de la viabilidad del método costó la vida a unos 50 perros y gatos, una vaca y un caballo. Finalmente el gobernador firmó el 4 de junio de 1888 la legalidad del método. Aunque, dado el éxito de las ejecuciones públicas de animales, el propio Edison supervisaría ya el 4 de enero de 1903 la electrocución de una elefanta asesina en Coney Island ante 1.500 espectadores.
Hacer pasar por el cuerpo del reo una cantidad de energía que acabe con su vida parecía un método apropiado a los nuevos tiempos. Pero nunca se consiguió evitar con ello la aparición de estigmas en el cuerpo del condenado. Las imperfecciones del primer prototipo que tuviera que inaugurar Kemmler son hoy una pequeña aportación al anecdotario de sucesos imprevistos en la historia de la silla eléctrica.
La aplicación de la electricidad parece el intento de preservar la condena moral como una forma limpia de suprimir la vida sin violencia directa. Todos los artefactos de ajusticiamiento, en su condición misma de artefactos, tienden a duplicar la mano del verdugo, a hacer que la violencia sea indirecta. Esta cobardía institucional para aplicar el castigo confirma que lo más importante es mecanizar el proceso de forma que sea solo el peso de la ley el que acabe con la vida del reo. En este asunto las formas son fundamentales porque han de transmitir en su apariencia que el ajusticiamiento es ante todo una consumación de lo que está escrito de antemano en la ley, y no la voluntad coyuntural de sus agentes.
En un relato de Kafka, La colonia penitenciaria, una máquina graba con agujas sobre el cuerpo del condenado el texto completo de la sentencia hasta provocarle la muerte. La máquina estaba concebida para que fuera la letra de la ley la que provocara la muerte a través de una inscripción tenaz sobre el cuerpo. La fábula no hace sino enfatizar cínicamente la estrategia de anonimato con la que se legitima la aplicación de todo castigo. La máquina de suplicio y la ley escrita son las figuras impersonales que se ejecutan sin mediación humana en su condición de autómatas. Aunque solo tuviera que apretar un interruptor, el verdugo es el único fallo en este sistema perfectamente autorregulado. Un cuerpo, una voluntad, ha de activar de algún modo el proceso.
El castigo aparece como una imposición a la conciencia que ha de manifestarse en la vejación del cuerpo. La víctima sólo consiente al ritual por la fuerza o el terror. El pasillo de la muerte acorrala literalmente al reo ante sus cargos. Resulta irónico que la apelación del caso Kemmler estuviera financiada por los laboratorios Westinghouse, rivales directos de Edison. Se convirtió a este preso en un prototipo en sí mismo sobre el que se negociaron algunos intereses empresariales. Parece que Kemmler, después de haber llegado a la conclusión de que había oído suficiente sobre la silla eléctrica (en general toda suerte de explicaciones muy poco tranquilizadoras) vino a decir: “que me jodan, pero que no me lo expliquen”. Los pilares de este laberinto legal de esperas, dilaciones y escondites en el que se vio envuelto antes de su muerte se habrían tambaleado si hubiera pedido como última voluntad que no le fueran leídos sus cargos. La palabra ensucia el ejercicio puro de la violencia con autojustificaciones de última hora. Porque el formalismo de la palabra solo sirve a quienes han de legitimar un hecho incontestable como es el de la eliminación de un cuerpo. La mascarada se habría caído a trozos si hubiera ofrecido resistencia programada y concienzudamente durante toda la procesión que le llevó al patíbulo.
Resulta difícil imaginar el dolor de una descarga eléctrica de 2200 voltios atravesando el cuerpo de un ser humano. Por ello los estigmas que revelan ese sufrimiento resultan especialmente perturbadores como lo son aquellos que proceden de las experiencias místicas. La incomodidad ante esas imágenes se debe a que la mirada siempre nos hace irremisiblemente solidarios. El dolor ajeno se inscribe en nuestra conciencia porque el cuerpo es en toda su extensión el soporte de una escritura de estigmas.
En este aspecto, la silla eléctrica es una imagen esencial de nuestro tiempo tal como Warhol supo ver al incluirlo en su catálogo personal de iconos contemporáneos. Y sus virtudes icónicas o alegóricas se deben a dos motivos fundamentales y estrechamente ligados entre sí.
Por una parte, su casuística de incidentes resume las contradicciones en torno a la pena de muerte a través de una serie de signos estéticos. Sus estigmas son la escritura de la condena sobre el cuerpo y fascinan o inquietan por igual porque son la representación gráfica del dolor del otro. De este modo, los problemas morales en torno a la pena de muerte y, más concretamente, en torno a las dificultades de su ejecución, están íntimamente ligados a sus estigmas, es decir, a las segregaciones estéticas del acto.
Por otra parte, la silla eléctrica es un paradigma de la disponibilidad absoluta del cuerpo para las instancias institucionales que lo administran más allá del individuo. La idea de una rebelión programada de Kemmler contra el ritual del ajusticiamiento, que podría enturbiar su escenografía y socavar sus pretensiones de ejemplaridad, tiene una fuerte oposición dentro de las conciencias. Los reos no ponen trabas normalmente a un evento ordenado para su destrucción. Pero esa docilidad no hace sino reproducir un gesto aprendido. Aceptamos que nuestro cuerpo está siempre disponible para ser administrado. Invadido por un instrumental que no es sólo técnico, sino también ideológico. Las intervenciones sobre el cuerpo están amparadas por una delegación generalizada de la responsabilidad sobre la vida en una medicina radicalmente invasiva. Esa delegación actúa como una verdadera anestesia para la conciencia. La idea del cíborg, por tanto, quizá no tenga tanto arraigo en el desarrollo de las prótesis como en la cirugía misma. La medicina occidental aplica un modelo maquinista al tratamiento y corrección del cuerpo humano. Desde sus orígenes se trata al cuerpo como cíborg y su invasión ha sido tanto una necesidad de comprensión de la enfermedad como una voluntad de dominio y trascendencia de lo físico. La metáfora se hizo carne cuando se decidió matar con descargas eléctricas a los hombres desviados, aunque bien es verdad que con impecable coherencia también se aplican electroshocks para reanimar cuerpos más inocentes en el límite de su desaparición. Parece que la electricidad reúne las características de un umbral entre lo animado y lo inanimado.
Pero esa ubicación fronteriza, como las celdas del corredor de la muerte, dan lugar a una atmósfera anímica o mental que algunos artistas han traducido desde referentes y actitudes muy diversas. El terror ante esa enajenación del cuerpo podría ser el frío de una mesa metálica de quirófano en la espalda del paciente y la luz cegadora sobre los ojos, o la debilidad de las rodillas de William Kemmler cuando le acercaban a aquel mueble monstruoso en el que iban a freírle. La silla eléctrica se presenta como un símbolo híbrido y anacrónico, a medio camino entre las ingenuidades de las máquinas del pasado y las peores pesadillas de la ciencia ficción. Aparece como una entidad a un tiempo arcaica y futura, como si no perteneciera a nuestro presente.
La obra de Marina Núñez ha mostrado a lo largo de sus diferentes etapas un completo catálogo de seres sometidos a esa tensión. En su obra, el terror ante una pérdida de control sobre el propio cuerpo y a sus traumáticos avatares es además una reflexión sobre los soportes de la identidad. Marina Núñez construye una serie de figuras sometidas al trance de la disolución o del cambio de su estructura física. Con ello se enturbia la aparente seguridad en que se asientan nuestros criterios identificativos, criterios con los que se ha aislado secularmente todo lo diferente.
Para construir sus imágenes recurre a una figuración diáfana. En sus nuevas obras aparecen cuerpos femeninos atravesados por rayos que proceden del cielo, o partes del cuerpo que se generan o se disuelven en energía. Desde un punto de vista iconográfico su obra ha sustituido los referentes de una teratología de lo femenino por una nueva gama de cíborgs. Pero lo más interesante de esa evolución de Marina Núñez es lo que se mantiene en común. Entre las monstruas e histéricas que aparecían pintadas sobre telas en sus primeras etapas, y los nuevos seres que nos muestran su interior, hay una coherencia que discurre a través de las diversas modalidades de estigmas con que se abren a la visión los cuerpos. El cambio de sus referentes ha mantenido una continua atención a las tensiones entre los sucesos de la conciencia o la mente y su traducción en el cuerpo. La descomposición y la desviación del cuerpo femenino y la autoconciencia de esa diferencia esencial son aspectos que se recrean en imágenes tratadas con la paciencia descriptiva de un anatomista.
En sus histéricas esta evocación adquiere una cierta capacidad de referencia irónica a las atmósferas de los tratados médicos y a los ambientes góticos de la psiquiatría del siglo XIX. Sus cíborgs más recientes contienen la retórica visual de la ciencia ficción. Pero en los cíborgs Marina ha encontrado una versión mítica de los estigmatizados. Como en la dislocación temporal que produce la imagen de una silla eléctrica, el discurrir de su obra ha sido el pinzamiento de un presente oscuro. Entre las representaciones de las histéricas antiguas, y los cíborgs procedentes del futuro, su obra acota un tiempo en el que se aborda la experiencia del cuerpo bajo el dolor de una trascendencia incompleta. Los seres que presentan estas obras no son tanto deformaciones definitivas de lo humano como humanos en el trance de una mutación. Están atrapados en el umbral, en medio de un corredor que debería conducirles a ser algo diferente. Esa hibridación segrega un dolor que sólo es propio del “trance”.
Marina Núñez recupera los procedimientos descriptivos del dibujo y la pintura. Lo que ella misma ha denominado “pintura pertinaz” resulta especialmente apropiado para recrear la manera seudo artesanal, lúcida y obsesiva, con que se producen estas imágenes. La obra de Marina Núñez se desarrolla como una imaginería desde sus primeras etapas. Y, como es propio de las imaginerías de corte religioso, lo que se muestra es un catálogo de estigmatizados. También como las imaginerías religiosas los motivos mutan en sus diversas versiones. Evolucionan hasta dar prioridad a los estigmas como entidades autónomas. Los estigmatizados son personajes que muestran las alteraciones de su vida psíquica a través de signos corporales. Los desórdenes del alma y las imposiciones morales fluctúan entre lo simbólico y lo físico con total ambigüedad.
En todo esto la figuración tenaz de su obra y los soportes utilizados tienen un papel fundamental. Esa experiencia del cuerpo requiere una fijación del detalle, de una ineludible presencia visual de los signos de la transformación. Por ello, su obra aparece con la estética que puede dar cuenta del extrañamiento ante lo humano. Una estética que no excluye la ironía sobre determinadas atmósferas con las que se han codificado culturalmente las creencias acerca de nuestra naturaleza. Sus personajes aparecen bajo los éxtasis de una experiencia de enajenación.
El trance de la enajenación al que se ven sometidos estos personajes, al igual que las visiones de nuevos estigmatizados en las realidades más sórdidas de nuestro presente, tiene una doble dimensión. Por una parte, se define un padecimiento individual cifrado en signos externos. Una experiencia a la que no tenemos acceso y de la que sólo escapan indicios. Por otra parte, esas visiones crean un círculo receptivo en el que los espectadores se ven obligados a ubicar la experiencia ajena. A través de la solidaridad de la mirada recreamos un acontecimiento del que estamos excluidos, nos embarcamos en el ejercicio de imaginar un miedo como el de William Kemmler ante la visión de una silla eléctrica, un objeto desconocido hasta la fecha. La impotencia ante las situaciones límite que padecen otros redefine nuestro propio estado de “normalidad”, nos recuerda que sólo podemos recorrer algunos trances en solitario.