Marina Núñez
El cambio
“Historias de las fotografías”, Ed. Taller de Arte- Myriam de Liniers y Obra Social Caja Madrid, 2002, pp. 141-153.

 

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Howard

El público le vitorea en pie. Él vence su timidez y saluda con desparpajo. Es su gran momento, y quiere disfrutarlo al máximo. Por el lateral del escenario aparece Susan, más guapa que nunca. Le besa y le dice que se siente orgullosa. Está pletórico de felicidad, y por eso intenta no mirar a Berthe, que le observa con su carita seria desde la primera fila. Es extraño. No tiene por qué sentirse culpable, a fin de cuentas Susan es su novia. ¿O es que Berthe es también su novia? Sacude la cabeza y se concentra en Susan. Pero siente cómo su cuerpo se pone rígido en sus brazos, por un instante sus ojos desorbitados giran vertiginosamente en sus cuencas. Cuando le pregunta qué sucede, ella niega con la cabeza y sonríe con un gesto desvalido extraño en ella. Sabe que su sonrisa significa algo importante, pero no consigue desentrañarla. Tampoco consigue disimular su creciente desazón ante la insoslayable persecución de los ojos de Berthe. Quizá por eso aumenta el rictus de la sonrisa de Susan, que desemboca en una mueca histriónica que desfigura su cara. De repente, la cabeza que acaricia entre sus manos alberga sucesivos rostros toscos y grotescos, la carne y la piel comportándose como plastilina. Bajo el vestido, bultos informes comienzan a marcarse, golpean la tela en latidos secos, como tanteando el terreno antes de decidirse a desarrollarse por entero. Intenta contenerlos con las manos, pero son dúctiles y se le escurren. Angustiado por el asco y la impotencia, despierta de golpe.

Es la quinta vez que tiene el mismo sueño: cada noche desde que le contaron  que Susan había cambiado.

 

Vernon

No acabo de creerlo, perra suerte. ¿Será posible? Dos años, dos jodidos años, sonriéndole, enviándole notas y regalos, prestándole apuntes y trabajos, total, para que me lo agradeciera con sorna y accediera a duras penas a tomar algo escoltada por alguna amiga que siempre se sentaba en medio, dos malditos años esperando el premio gordo, y la muy puta me suelta un beso de tornillo delante de toda la clase justo dos días antes de que le diera por cambiar. ¿Será posible? ¿Por qué demonios lo hizo? ¿Para pasarme su mierda? ¿Para que me culparan, no sé, de haberle infectado con algo? Seguro que tenía algún oscuro motivo, menuda retorcida era ella. ¡Joder!, tienes que quitarte de encima esa cara de canguelo, venga, sonríe con naturalidad, intenta demostrar tranquilidad, si no nadie se te va a acercar. A fin de cuentas, no eres el único al que metió saliva en la boca, Martin tiene muchas más papeletas que tú para que le pase algo.

 

Hans Pieter

Se acuerda bien de la lenta y desalentadora agonía de su madre, de su olor acre, de su agitación febril, de las mantas y chales que la sepultaban, de los pliegues de piel transparente que apenas ocultaban sus huesos, de su mirada lunática y sus gemidos débiles e involuntarios. Apenas la conoció de otro modo, pero ahora presiente que antes de la enfermedad era tan bella y sensual como Susan.

 

Carl

Desde que hace dos años apareciera en la Academia, Carl supo que tendría que esforzarse mucho para que Susan Fillmore no entrara en su vida. Alentado por el deseo que percibía en los rostros de sus compañeros, por la obsesión con la que las chicas comentaban cada uno de sus actos, cultivó una indiferencia implacable. No le hablaba ni hablaba de ella, ni siquiera la miraba, en su presencia adoptaba un aire de hermético desprecio. No iba a hacer el patético  para que le premiaran como a una mascota con algunas migajas de atención casual. Tan satisfecho estaba con su actuación que había llegado a creer en ella. Por eso aún le desconcierta la agonía que vive desde el cambio. Arde de rabia ante los comentarios de los pusilánimes y los malintencionados. Vaga erráticamente en busca de las últimas noticias. Ansía con desesperación verla, tocarla, cuidarla. Aunque filtra los rumores con gran escepticismo, es consciente de que el nuevo estado de Susan implica anomalías corporales, pero se siente capaz de aceptar la metamorfosis más insospechada. Se sobrevalora.

 

Julian

Habría tardado más en comprender el carisma de Susan si no hubiera cambiado. Mientras repasa el caso una y otra vez, cobra conciencia de cómo se había convertido en un punto de referencia ineludible para toda la clase. Más que un punto, una línea, una línea de meta que recordaba a todos insidiosamente sus anhelos, sobre todo sus frustraciones. Imprevisible, desbordante de vida, infinitamente sorprendente, cómo no iba a revolucionar un ambiente rutinario, rígido, estéril.

El último adjetivo le pilla desprevenido y le confunde. No piensa en su vida como estéril. O quizá sí. Quizá es tiempo de asumir que, para él, Susan ha significado tomar conciencia de su propia inhibición, de lo insignificante y mortecino que es el universo en el que se ha protegido del mundo exterior. Pues bien, se lo agradece. A Julian no le gusta engañarse, cree que la lucidez es lo que da a su vida cierta dignidad. Tan sólo lamenta no haberla utilizado para ayudarla. Demasiadas mentes estrechas cercando toda esa energía,  obviamente era insostenible, tenía que haberlo adivinado.

 

Stephen

– Por todo lo cual debo concluir, a riesgo de incurrir en la ira de mis estimados conciudadanos, que los misteriosos sucesos acaecidos en torno a la figura de la malograda Susan Fillmore no fueron sino el producto de la ardiente imaginación de unos pocos, convenientemente deseosos de prodigios y catástrofes, unido al irracional impulso de muchos de utilizar cualquier motivo, por ridículo que a ojos externos pareciere, para dar rienda suelta a los prejuicios y la insolidaridad que lamentablemente forman parte de la naturaleza básica del ser humano.

No suele profundizar en el desarrollo de sus conferencias imaginarias, se limita a elaborar intrigantes comienzos y finales efectistas, si es posible con moraleja. Aunque en este caso no sería complicado, se dice, la simple exposición de hechos tendría innegables cualidades dramáticas.

 

Eugene

Cuando era pequeño, su madre le decía muy a menudo que era un niño especial, un niño mágico. Cada vez que ganaba algún sorteo, que se encontraba alguna baratija, por nimia que fuera, actuaba como si se hubieran topado con demostraciones irrefutables: “¿lo ves? ¿lo ves?” Aún recuerda el miedo a defraudarla que en ocasiones le atenazaba, pero sobre todo recuerda el sentimiento arrollador de que el destino le había marcado: era diferente, conseguía lo que deseaba, tenía un poder.

Desde entonces, y aunque ahora le carga ese burdo condicionamiento psicológico con el que su madre sigue intentando que no repita su decepcionante vida, la sensación de estar predestinado a grandes cosas no le ha abandonado.

Por eso no se había sorprendido demasiado cuando descubrió el cuerpo cambiado de Susan. Otro no lo hubiera visto, piensa con orgullo, con sus características no era fácil percibirlo, pero si su vida iba a ser especial, pues bien, ya era hora de que protagonizara nuevos acontecimientos memorables. Y ahora está en boca de todos. En cuanto dejen de presionarle, contará toda la historia. Ya la ha mejorado sustancialmente mientras ensayaba el tono adecuado. Se siente exultante.

 

Sean

Querido tío Michael: siguiendo tu consejo, voy a ser escueto.

1. El domingo por la tarde encontraron a Martin Fitzgerald desmayado en el camino del Viejo Canal. Volvió en sí dando alaridos de espanto y balbuceando incongruencias sobre Susan Fillmore y su horrible cambio. Tras dos días de cama y alguna visita no identificada, se escuda en un terco silencio.

2. La otra persona que se supone que la vio es ese cretino de Eugene McGrath. Mantiene que el domingo por la noche pasaba frente a la verja de la casa Fillmore, oyó ruidos extraños, “como de chapoteos y succiones”, y después de que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad, vio a Susan “literalmente pegada” a un árbol. Como, al parecer, a él también le han aleccionado, dice que no explicará nada más por el momento.

3. La versión oficial, difundida el martes por el Ayuntamiento, habla de que Susan sufre “drásticas conversiones somáticas de origen histérico”. Y asegura que su estado no es susceptible de contagio, por lo que no existe en absoluto riesgo de epidemia.

4. Las versiones oficiosas hablan, por orden de adeptos, de: a) posesión diabólica; b) agente patógeno desconocido; c) la nueva forma de llamar la atención de la escandalosa Susan; d) invasión alienígena.

5. La casa Fillmore, se supone que con Susan dentro, permanece cerrada. Algunos juran haber visto entrar a dos personas desconocidas la noche del martes. Ni sus padres, ni sus hermanos, ni la vieja criada han vuelto a ser vistos en la ciudad.

6. Aún no ha cundido el pánico, aunque los nervios se están disparando. Tan pronto se habla de una posible cuarentena como de una evacuación forzosa; los mismos que abogan por forzar la casa de Susan y acabar con la incertidumbre, prefieren más tarde sellarla a cal y canto.

Creo que no hay más. Espero que pronto puedas explicarme cómo pudiste enterarte del suceso el mismo domingo, y por qué lo consideras tan interesante como para enviarme un telegrama. Y agradezco tu preocupación, pero no es necesaria: debo decirte que mi punto de vista coincide, sin lugar a dudas, con la c del punto 4.

Esperando tus noticias, se despide afectuosamente,

Sean

 

Leonard

Nunca apreció a Susan, le fastidiaban sus extravagancias. Aunque en realidad, no sería fácil encontrar alguien a quien aprecie, o de quien nada le fastidie. Ha sido el primero en manifestar en voz alta que su muerte sería algo conveniente. “Chico, si de verdad se ha convertido en un monstruo, sería mejor para ella acabar de una vez por todas. Eso no es vivir. Por no hablar de la familia, menuda carga. Y en la ciudad todo el mundo se sentiría más tranquilo. No es que no quiera que sobreviva, entendedme, si vuelve a la normalidad, pues genial, pero si no…”

 

Virgil

Si la intuición no le falla, ya hay algunos contagiados. O al menos ellos creen estar contagiados. Ida y Martin, quizá incluso Vernon.

Virgil es buen fisonomista, y buen psicólogo. Lee como pocos el lenguaje corporal, y adivina con facilidad las causas que motivan las diferentes expresiones, de modo que ha adquirido cierta fama de leer el pensamiento. Y ahora cree distinguir el miedo a cogerlo del miedo a reconocer que lo han cogido.

La cuestión es qué hacer ahora. Virgil no cree en fenómenos sobrenaturales, lo de Susan será alguna enfermedad poco común y algo aparatosa, pero por otro lado, sería absurdo no procurar evitarla. Los demás ya recelan de Martin, procuran grosera o sutilmente no acercarse a él si no es imprescindible, y no se portan mucho mejor con Vernon, pero Ida no es sospechosa, nadie la escudriña con ojos suspicaces.

Virgil no se decide a comentar sus impresiones. No es que dude de ellas, pero no quiere provocar nuevos ataques de pánico. Quizá sea más sensato guardarse para sí la información y desaparecer discretamente por unos días. En realidad, a pesar de esas enfáticas proclamas de que lo de Susan no es infeccioso, muchos ya se habrían largado si no fuera porque están en época de exámenes.

Pero no, decididamente, sería injusto no compartir sus datos. Lo siente por Ida, va a pasarlo fatal, pero probablemente sólo sean unos pocos días, hasta que Susan se cure y todos se tranquilicen. Se lo contará a la chismosa de Constance como un secreto, eso bastará.

 

Martin

Martin se encuentra en los aseos, mirando al espejo su rostro demudado. Gary asoma por la puerta y, tras un ligero titubeo, permanece en el umbral.

– ¿Estás bien, tío?

– No, claro que no, estoy muy mareado, pero dicen que no me preocupe, que es por debilidad. Después de la foto tengo que volver a hacerme otras malditas pruebas. Debo de estar seco, me han sacado ya litros de sangre. ¿Sabes? Siempre me recomiendan que no lo comente, que podría provocar reacciones adversas. ¡Adversas! ¡Si ya apenas nadie me habla! -Está a punto de romper a llorar, pero se contiene: le da vergüenza delante de Gary.

– Tranquilo, hombre, sólo quieren asegurarse de que estás bien. Incluso si te ha contagiado, en tu caso lo atajarían a tiempo. -Su tono le parece a Martin muy poco convincente.

– ¿Sabes, Gary? Realmente no recuerdo muy bien lo que pasó. Sé lo que conté, lo de que de repente perdió la forma, lo de su carne blanda y pegajosa engullendo la mía, pero ahora creo que tuvo que ser una alucinación. Que me hipnotizó, me pegó la histeria ésa que dicen, o algo.

Su última frase tiene un tono interrogativo aunque, más que una pregunta, Martin la formula como una súplica.

– Claro, claro, puede ser algo así, poder mental, y todo eso. Aunque, si quieres que te diga la verdad, dudo que esos tipos siguieran por aquí si a Susan no le pasara algo más.

– ¿Qué quieres decir con eso? ¿Es que tú también vas a empezar a fastidiarme? -La presión le desborda y se encoleriza, las venas se le marcan nítidas y gruesas en las sienes. Sabe que es momento de controlarse, pero nunca ha podido remediar sus arrebatos, ni sus bruscos cambios de ánimo.

– No, hombre, no. Ya sabes que estoy de tu parte. Tranquilo. -Martin observa con desaliento que, mientras lo dice, su mejor amigo retrocede un paso.

 

Mary Susan

El curso de las dos Susan, decían los profesores, y hasta el resto de compañeros de la Academia, y a ella le encantaba. A ver, las dos Sues, que vayan a por el resto del equipo, y a cuenta del nombre repetido solían emparejarlas para trabajos en equipo o tareas insignificantes que le hacían sonrojarse de placer. Aunque no podía afirmar que fueran exactamente amigas íntimas, Susan era amable con ella, y por eso se vanagloriaba de su cariño. Creía que un lazo especial la unía a su maravillosa tocaya, pronunciaba para sí su nombre como si fuera un raro privilegio del que antes no fuera consciente, intuía que parte del atractivo de Susan se le pegaba cuando las nombraban como a una sola. Era su ración de gloria, y ahora siente con amargura y decepción que ha sido abandonada. Si Susan de repente es abominable, ¿dónde le deja eso a ella? ¿Debe solidarizarse y defenderla esperando que sea una afección pasajera? ¿Debe en cambio distanciarse por si también le pasa el estigma de apestada? No logra decidir cuál es la postura más acertada, tendrá que esperar discretamente el desarrollo de los acontecimientos.

 

Carol Ann

Un personaje inverosímil. Así solía considerar a Susan. Como de novela. Como si  nunca fuera natural, ni lógica. Como si se moviera por un universo paralelo de costumbres ajenas y motivaciones insondables. El abismo entre ellas era tan profundo que ahora no siente ninguna sensación de pena o de peligro. Más bien la extrañeza de siempre, un poquito acentuada. Sólo a Susan se le ocurre, piensa distraídamente, pues en el fondo supone que no ha sido algo involuntario. Un cambio de ficción para un personaje de ficción.

 

Sophie

“Nada como una situación límite para sacar lo peor de cada cual. Ponles bajo tensión, y les verás despojarse de imposturas y jactancias para revelarse como los hipócritas cobardes que siempre han sido.” Las palabras de su padre resuenan en su mente y la irritan. Las sopesa, ahora las considera exageradas, después exactas, más tarde trata de averiguar a quiénes de entre sus amigos pueden aplicarse. Aunque de momento no está afrontándolo, en el fondo se siente aludida y su inconsciente está calibrando si su padre las ha pronunciado con el propósito concreto de herirla. Como ella y su madre saben muy bien, es frío y cruel, con esas veladas alusiones que prefiere a los desafíos directos.

Pero no, qué bobada, Sophie puede sentirse orgullosa de su reacción. Ella nunca fingió querer a Susan, y sin embargo ahora se ha esforzado mucho en enternecerse pensando en su sufrimiento. Quizá debiera considerar la posibilidad de enviarle una nota de ánimo a su casa. O quizá eso sea un poco exagerado; no hipócrita, pero si un pelín exagerado. Mejor organizar una nota conjunta. Hablará de ello con Mary Beth.

 

Gary

En unos días, el miedo le atenazará de tal modo que dejará de discernir lo correcto. No se avergonzará de esquivar a Martin, incluso le reprochará absurdamente haberse puesto en peligro saliendo con Susan. Para él, cada cuerpo adquirirá el estatus de posible portador, y aunque no se decidirá a huir de la ciudad, acabará por recluirse en su casa. Pronto se comenzará a especular sobre si él también ha caído enfermo.

 

Angela

Por última vez, mamá, te digo que voy a ir, y que no pienso llevar esa ridícula mascarilla. Voy a hacerme una foto, no a ganar un concurso de impopularidad. (…) Debería darte vergüenza, mamá, no puedes hablar en serio. La pobre Susan se pone enferma, y de repente todo el mundo quiere lincharla. ¿No me decías continuamente que cultivara su amistad, que su madre y ella eran encantadoras? (…) Ya te he dicho que no noté nada raro, sólo lo de los picores, pero decía que era una alergia, y seguro que eso era. Ya verás como aparece a hacerse la foto con un modelito despampanante y muerta de risa por la que se ha montado. (…) No me importa lo que la madre de Berthe diga de los chillidos que se oyen en el jardín trasero de los Fillmore, te recuerdo que siempre dices que la madre de Berthe es una mezquina y una mentirosa. (…) Decididamente, mamá, no insistas, tengo que irme.

 

Berthe

El lunes por la mañana la encontró: una cinta de raso azul pálido que atravesaba su mesa y colgaba hacia la silla, trazando un recorrido largo y sinuoso. Se quedó petrificada. Era la de Susan, inconfundible, era increíble la cantidad de peinados que podía hacerse con una simple cinta. Alargó la mano titubeante hacia ella, pero la retiró bruscamente. Después del escándalo que habían montado ayer Martin y Eugene, debía confesarse que estaba bastante sobresaltada. Era absurdo, pero casi le parecía que era la propia Susan la que yacía inerte, y no le apetecía precisamente irritarla. Aunque era inevitable: las clases empezarían en unos minutos, no podría justificar un cambio de sitio sin algún motivo razonable. De nuevo adelantó el brazo, un poco más decidida, pero entonces el extremo de la cinta que colgaba se giró ondulante hacia arriba. Escondió la mano tras la espalda mientras daba un fuerte respingo, casi pierde el equilibrio. Se había movido como una serpiente dispuesta a saltar. Estuvo mirando fijamente la cinta un minuto, respirando entrecortadamente, recuperándose de la impresión, vigilandola por si se repetía el ataque. Estaba a punto de salir corriendo cuando vio en la puerta a Nora, contemplándola extrañada. ¡Hola Nora!, dijo con el gesto recompuesto y un aire despreocupado; y agarró resueltamente la cinta mientras ocupaba su silla, metiéndosela apresuradamente en un bolsillo de la falda.

No ha vuelto a tocarla. La falda está bien guardada en un cajón de su ropero que ya no abre, y aunque intenta no obsesionarse, no puede evitar lavarse a todas horas las manos.

 

Ida

Si nunca hubiera entrado en los vestuarios, si no hubiera sorprendido a Susan restregándose sonriente contra las paredes.

Si tan sólo pudiera borrarlo de su memoria, si dejara de rememorar a cada instante la piel arrancada a jirones, la carne nueva, rosada y palpitante.

Si hubiera podido evitar las náuseas ante la visión de los repugnantes despojos, si al menos Susan no hubiera acudido a sostenerla mientras vomitaba.

Si no sintiera esa comezón, si no notara tan tersa y tirante la piel de su vientre.

Si al menos supiera que en el peor de los casos tendrá el valor de suicidarse.

 

Constance

Maldita zorra embustera, ya tienes tu merecido. Seguro que te creías a salvo de todo, con tu cara bonita y tu insufrible insolencia. Pues ya ves, Dios es sabio y castiga a los malvados. La forma en que te aprovechaste del pobre Vernon fue diabólica. Le embrujaste. Cómo pudo estar tan ciego, cómo podía no verte sintiéndote superior, riéndote de todos nosotros, regodeándote en tu ignominia y tu perversidad… Pobre Vernon, intenta mantener el tipo, pero lo cierto es que está muy asustado. Hasta me ha suplicado que rece por él. Lo que no sé es por qué no entendió que le pidiera que por el momento procurara no tocarme. A fin de cuentas ese engendro de Susan le ha marcado, necesita un periodo de purificación. Yo creo que Dios le salvará, si acaso extenderá su justicia al estúpido de Martin, que se lo tendría bien merecido. Pero Vernon… en fin, espero que no le pase nada, yo le quiero mucho, pero tampoco se me puede pedir que sea una mártir.

 

Mary Beth

Mary Beth carece de grandes ambiciones, y considera la felicidad como un discurrir sereno y sin sobresaltos. El orden y la rutina convienen a su talante tranquilo, y la misma idea de lo imprevisible le angustia. Por eso nunca ha entendido el carácter despreocupado y temerario de Susan, a la que consideraba tan vaporosa e incierta como robusta y constante es ella. No la envidiaba, como tantos de sus compañeros, sino que le dedicaba cierta compasión, matizada por la conciencia de que, muy probablemente, el sentimiento era mutuo. Cuando se enteró de que Susan había cambiado, lo consideró la consecuencia lógica de una vida consagrada a la excitación, al peligro, a la transgresión. Tiene claras dos cosas, ambas en franca contradicción con los miedos y suposiciones dominantes: una, que a ella, tan fiel a sí misma, tan satisfecha en su inmovilidad, nunca le sucederá algo así; la otra, que Susan estará disfrutando plenamente de su nuevo estado.

 

Nora

Siente la cara húmeda mientras camina entre la bruma, un poco incómoda por su vestido nuevo. No sigue un rumbo fijo, simplemente deambula por el bosque, un paisaje exuberante que la embriaga e incita a fantasear. Siempre ha ocultado un interés morboso por los fenómenos de la naturaleza. Lo que a otros repugna, a ella le llena de voluptuosidad. La visión de ranas de dos cabezas, fetos malformados, exóticas enfermedades de la piel. El olor de la materia orgánica en descomposición. El tacto viscoso y lúbrico de distintas secreciones y abscesos. No es en absoluto un interés científico, sino sensual. Y aunque no intenta racionalizarlo, ni le interesaría que le hablaran de entropía, vagamente imagina que las imperfecciones y desequilibrios libran una sorda batalla contra la organización y la salud, y que el caos acabará imponiéndose. Los cuerpos humanos son un milagro improbable y pasajero, subsistiendo en un universo plagado de organismos hostiles, de enfermedades posibles, de muerte acechante. Le excita imaginarlos inflamándose, intoxicándose, resecándose, pudriéndose. Y ahora Susan. Por mucho que hayan exagerado, sin duda habrá tumores, pústulas, infecciones, corrupción. Tan sólo de imaginarla, le recorren escalofríos de placer anticipado. Aún no sabe cómo, pero es necesario, imprescindible: tiene que verla. Mientras tanto, sabe que su mundo interior haría que la tacharan de depravada, de modo que se limita a imitar los ascos afectados de todos esos mojigatos.