José Miguel Cortés
«Del otro lado de la puerta (A propósito de algunos cuadros de Marina Núñez)»
«Marina Núñez», catálogo individual, Ed. Consorci de Museus de la Comunitat Valenciana, 1998.

Texto en Inglés

 

«El poema gana si adivinamos que es la manifestación de un anhelo, no la historia de un hecho»

Jorge Luis Borges1

 

Hay un conjunto de artistas contemporáneos que en muchas de sus obras se refieren (siguiendo a Freud y su concepto de lo Siniestro) a todo aquello que permaneciendo oculto nos resulta familiar; son representaciones de situaciones ambiguas en las que tras lo bello se esconde lo terrible, tras lo cotidiano lo monstruoso. Así, lo conocido y lo desconocido conforman dos mundos interconectados e intercambiables basados en una ambivalencia y una alteridad que se complementan. Un infierno anclado en lo real que se nutre de la vida diaria, de lo trivial y rutinario de la existencia humana. Un mundo en el que si veo o tan sólo creo ver no puedo llegar a saberlo y que responde al deseo de reconstruir ciertas experiencias a partir de diversos recuerdos fragmentarios.

Como escribió Wells, en su bello cuento La puerta en el muro, «Para él al menos, la Puerta en el Muro era una puerta real, que conducía a unas realidades inmortales a través de un muro real»2. Una puerta que esconde múltiples misterios y tras la cual puede surgir, en cualquier momento, una mujer alta, lívida y vestida con un largo camisón blanco (como en el cuadro Sin título (locura), 1995, de Marina Núñez) o, la amortajada figura de Lady Madeline Usher al grito de «¡Insensato! ¡Te digo que está del otro lado de la puerta!»3. Aposentos, ambos, enormes que nos producen un sentimiento de insoportable tristeza, imágenes austeras donde reina la desolación y en las que se pueden observar las huellas de la destrucción y la atmósfera de lo siniestro.

Esas mismas puertas, las podemos encontrar en el trabajo de otros artistas. Mediante la representación de sencillas puertas veo despertarse en mí la imagen de la vacilación, el deseo de atravesarlas y el miedo a lo desconocido; unas puertas que hacen referencia a la presencia o/y a la ausencia, objetos que nos transportan de un ámbito a otro, habitaciones llenas de sinuosas ambigüedades. Así, Robert Gober en su obra Untitled (Closet), 1989, muestra el marco de un armario sin puerta, la abertura a otro espacio que no se adónde va, un lugar oscuro y vacío sin huellas de los antiguos usuarios. Un claustrofóbico lugar que me permite rememorar recuerdos, secretos y respuestas. Una apertura en el muro que pudiera parecer que no lleva a lugar alguno pero que se alza enigmática y extraña. Como extrañas y enigmáticas son las puertas y ventanas que Juan Muñoz realizó, en 1996, en su obra A placed called Abroad; puertas inutilizadas pues están tapiadas, cerradas a cal y canto, y que sin embargo su presencia no puede menos que detenerme y hacerme pensar en lo que habrá detrás, en el lugar al que conducirán, en las personas que por ellas habrán circulado, en ¿por qué estarán cerradas?, en mi deseo de abrirlas y traspasarlas, en mi temor a lo que pueda descubrir tras ellas.

Quizás sean puertas que conduzcan a casas sobre las que, siguiendo la narración de Poe, «se cernía […] una atmósfera sin afinidad con el aire del cielo, exhalada por los árboles marchitos, por los muros grises, por el estanque silencioso, un vapor pestilente y místico, opaco, pesado, apenas perceptible, de color plomizo»4. Esta atmósfera supone la invasión de la, hasta entonces, esfera segura y privada de la casa por una fuerza desconocida y malvada que consigue que regresen los acontecimientos, las fantasías y los momentos reprimidos en el inconsciente de mi mente. La exploración de los rincones oscuros y ocultos, la fascinación por los espacios prohibidos u olvidados, la atracción por las puertas y armarios cerrados supone sacar a la luz lo más íntimo del inconsciente; elementos todos ellos que resurgen en momentos de schok o de sorpresa. Es en estos momentos donde se ejemplifica, con toda su crudeza, el conflicto entre el mundo interior y el exterior, la sociedad y el individuo, la intra y la intersubjetividad.

Así lo entiende David Lynch cuando en sus películas la desolación y el caos invaden lo cotidiano, la vida en el interior de los apartamentos se convierte en una pesadilla y se recrea un estado de semiinconsciencia donde afloran los sueños más oscuros y turbadores. Henry, el protagonista de Eraserhead (1972-1976), se convierte en prisionero de un infierno doméstico. En Blue Velvet (1986), Jeffrey se aventura en un mundo secreto, en un inquisitorio territorio prohibido, por el que tendrá que pagar por su curiosidad la pérdida de la inocencia. A lo largo de su largo periplo al interior de la realidad cotidiana David Lynch llevará su cámara allí donde se puedan descubrir los terribles secretos que se escoden detrás de las fachadas. Los apartamentos tienen para él un doble carácter: son un lugar de asfixia y claustrofobia donde nada funciona (el ascensor está averiado, el timbre no suena …) y todo signo de civilización puede haber desaparecido; pero, también son un universo diferente en el que se pueden realizar los fantasmas más inconfesados. Son, al mismo tiempo, un descenso a los infiernos y un espacio de libertad (en el exterior los dispositivos sociales recobran todo su poder represivo).

Esta aura de persuasiva violencia cotidiana también está presente en las habitaciones vacías y desoladas del pintor belga Luc Tuymans. Todo en sus cuadros tiene una naturaleza melancólica en el que la realidad llega a alcanzar un contenido siniestro, y donde el paso del tiempo se vincula a la ausencia, la pérdida, la memoria y la muerte (véase su cuadro Ceiling, 1992). Sus pinturas son escenas enigmáticas que se me aparecen como signos que operaran en tiempos pasados, trazos de una vida que ocurrió pero que hace tiempo dejó de suceder o, también, huellas de algo que acaba de ocurrir y que puede volver a ocurrir en cualquier momento (Silent Music, 1993). Hay una ausencia absoluta de gente en las telas de Tuymans que reflejan interiores de apartamentos; los objetos de uso doméstico permanecen limpios y arreglados, todo está en su sitio y ordenado, se respira un aire de normalidad y, sin embargo, lo que debiera ser un lugar de confort y descanso rezuma un inclasificable tono amenazante (Blacklight, 1994).

Y, ese tono amenazante (a pesar de las diferencias pictóricas) lo siento también en los interiores de la trilogía, Sin título (locura), que Marina Núñez pintó entre 1994-1995. En cada una de esas telas una mujer diferente (¿o es siempre la misma mujer?), vestida igual en las tres ocasiones habita espacios desolados y medio derruidos. Con la mirada perdida, el cabello largo y enredado cayendo sobre sus hombros, y con una actitud entre enajenada y melancólica estas mujeres permanecen absortas en sus recuerdos; son mujeres que aguardan, cada una en su lugar, que ocurra algún acontecimiento. Si en los cuadros de Tuymans no había personas, en sus telas Núñez aprovecha para hablarnos de la vulnerabilidad de la mujer, sobre el despojamiento psíquico a la que la sociedad la viene sometiendo durante siglos y sobre la soledad, producto de la angustia y el desamor, al cual se enfrenta en un entorno agresivo y en el que tan sólo le queda la memoria como posible expresión. El desamparo de sus personajes y la desazón que crean sus ambientes opresivos, expresan elocuentemente el infierno en el que se ha convertido la existencia de la mujer en la sociedad occidental. En los cuadros de Marina Núñez el cuerpo herido y maltratado de la mujer rezuma una nostalgia permanente, refleja un exilio latente; algo así a como estar en un lugar pero sin pertenecer a el. Al contemplar estos cuadros comprendí lo que escribió Poe, «Sentí que respiraba una atmósfera de dolor. Un aire de dura, profunda e irremediable melancolía lo envolvía y lo penetraba todo»5.

La sociedad occidental ha entendido la casa familiar, el hogar, como un lugar armónico donde el cariño y la comprensión rigen las relaciones que en ella se establecen. Sin embargo, hace tiempo que esto ha dejado de ser así; la casa ha pasado de ser un espacio íntimo y protector, cálido y cariñoso, a convertirse en el contenedor doméstico donde se ahogan las necesidades y se subliman los deseos más perentorios de los que en ella habitan. Las fantasías de confort, salud y amor quedan relegadas por una realidad mucho más dura hecha de represión de todos aquellos aspectos que se escapan de las normas sociales establecidas.

La casa, los muebles y los objetos domésticos adquieren un poderoso carácter de extrañeza y misterio, poseen la capacidad de atemorizar sin perder ni un ápice de su normalidad cotidiana. Y así, lo que pudiera parecer meros objetos de decoración o muebles de descanso y confort llegan a convertirse en un arma de tortura y físico confinamiento, en sujetos de vigilancia y control de nuestras actitudes, en elementos de colonización y conformación de nuestro cuerpo.

Lo cotidiano, parafraseando a Freud, se ha hecho siniestro. Objetos silenciosos y estáticos nos acorralan con sus gritos y su presencia. Su conducta muda e inanimada no tiene otro fin que el de sumirnos en la angustia de la vida de cada día en la que la presencia de la locura y la muerte se hace palpable. La reconfiguración de los objetos cotidianos por ciertos artistas contemporáneos ha llevado a la pérdida de la ilusión del confort doméstico y la intromisión de las pesadillas en la vida diaria. Se ha subvertido la noción de agradable e inofensiva belleza; lo extraño y enigmático ha sustituido a esa arquitectura modernista brillante, limpia y trasparente. Lo más oscuro de los fantasmas de la mente humana se han apoderado de la esfera doméstica.

Buena prueba del carácter siniestro de los objetos cotidianos lo muestra Robert Gober, en sus obras de 1984-1989, con su extraordinario poder para convertir los más inocentes artilugios en lugares de torturas, en espacios carcelarios, en situaciones claustrofóbicas. Veamos sino, la esterilidad inmaculada de sus Pilas o Camas que con un tamaño desmedido y su presencia en un lugar inesperado tienen la capacidad de provocar en el espectador una clara sensación de temor. Algo parecido ocurre con sus Cunas, que de lugares de juego y descanso se han convertido en «corralitos traumáticos» (como él mismo las llama), en prisiones que condicionan las actitudes sociales de los niños.

Algo de todo ello lo podemos observar también en los Dibujos de gabardina, 1988-1991, de Juan Muñoz. En ellos contemplamos unos interiores de habitaciones en las que el silencio y la soledad son omnipresentes, se llegan a hacer palpables. Una cierta sensación de malaise ocupa el espacio creando una enorme tensión, da la impresión que ha ocurrido algo o que de un momento a otro algo terrible puede llegar a suceder. Parece que hemos llegado en un momento equivocado, demasiado pronto o demasiado tarde; queremos huir y, sin embargo, algo nos retiene en esas habitaciones y ahora estamos imposibilitados de salir de ellas.

Marina Núñez tiene asimismo un cuadro, Sin título (locura), 1993, donde quedan reflejados todos estos temores. En esta tela se ve el abigarrado interior del saloncito de una casa pequeño burguesa; un sofá floreado, diversos objetos de mobiliario (lámpara, mesa …) y una pared llena de obras de arte (O. Redon, S. Dalí, M. Duchamp …), compuestas de grandes ojos, llenan el minúsculo espacio. Un cierto horror vacui viene a subrayar todavía más la atmósfera opresiva y el tono siniestro del lugar, el conjunto es profundamente depresivo y se respira un cierto aire de enfermedad en su interior. Nos encontramos encerrados en un ambiente de vigilancia acentuado por los múltiples ojos que nos controlan desde la pared. Son ojos grandes y desencajados (como muchos de los ojos de las Locas que Núñez pinta), y sus miradas están preñadas de la angustia que simboliza el dolor y la soledad; son ojos agresivos, armas incisivas e inquisitivas que taladran nuestra conciencia (al igual que sus Medusas de 1994). Así, nos sentimos observados y oprimidos por ese muro lleno de ojos arrancados. Unos ojos castrados, que tal y como dijera Freud, son la plasmación más evidente de la mutilación del padre y la concreción física de la amenaza del interior familiar. Por ello, y tal como escribiera Edgar Allan Poe en su magnífico cuento «La caída de la casa Usher», «De aquel aposento, de aquella mansión huí aterrado»6.

1 Borges, J. L.: “El otro”, dins El libro de arena. Alianza, Madrid 1977, p. 16.

2 Wells, H.G.: La puerta en el muro. Siruela, Madrid 1984, p. 18-9.

3 Poe, E. A.: ‘‘La caída de la casa Usher”. dins Cuentos/1. Alianza, Madrid, p. 336

4 Ibídem, p. 230.

5 Ibídem, p. 321.

6 Ibídem, p. 337.