Marina Núñez
«Claridad y penumbra»
«El fuego de la visión», Ed. Comunidad de Madrid y Artium, Centro-Museo Vasco de Arte Contemporáneo, Vitoria-Gasteiz, 2015, pp. 29-32.

Texto en Inglés
 
 
El desorden, la inestabilidad, los desplazamientos,
el inconsciente, las pulsiones, las tensiones,
lo oculto, lo insospechado, lo misterioso,
lo excéntrico, lo monstruoso, la otredad,
lo inescrutable, lo oscuro, lo inefable,
la conmoción, lo convulso, el abismo,
la ansiedad, la angustia, el terror,
el exceso, el deseo, el riesgo,
el éxtasis, el trance, la posesión,
la metamorfosis, la inconsistencia, lo informe,
los agujeros, las grietas, los poros,
las obsesiones, las somatizaciones, los delirios,
 
y así sucesivamente,
 
pero en las representaciones.
 
A este lado del lienzo o la pantalla: orden, racionalidad, diafanidad, normalidad, claridad, firmeza, serenidad, contención, descreimiento, permanencia, estabilidad, cordura.
 
¿Es eso cierto, es lo que deseamos? Quizá, pero no debería serlo. A estas alturas ya está muy claro que la apuesta de nuestra cultura por una razón extrema, por un sujeto que era sólo conciencia, era ingenua y fundamentalista. Que los riesgos que parecían acechar en lo emocional, lo orgánico, lo inconsciente, lo irracional… no podían evitarse sin provocar una catástrofe de mayor alcance que la que se intentaba esquivar.
 
 
 
 
El lado oculto
 
La locura ha sido muchas cosas, a veces incompatibles: un reflejo del espíritu divino (o demoníaco) o una regresión a lo pre-humano, inconsciencia o lucidez, un atisbo de sabiduría o mera idiotez, un desarreglo del alma o un desajuste somático, un hecho natural o una construcción cultural. Pero valorada o despreciada, desatada o encerrada, ha sido y sigue siendo el paradigma del lado oscuro.
 
La obsesión histórica por relacionarla con el arte tiene cierta lógica. No la que insiste en encontrar convergencias clínicas entre enfermos y artistas –manías, desequilibrios, melancolías, neurosis… varían las palabras y explicaciones–, pero el tema es recurrente. Sino la que establece paralelismos, sin duda situados en terrenos vagos y metafóricos (nada más terrible que frivolizar la enfermedad mental), entre pensamientos para los que, de un modo u otro, la realidad es algo incierto, desordenado, trastornado.
 
Pero si el arte siempre implica en cierto modo una percepción nueva o alterada, una perspectiva diferente que desestabiliza lo conocido, hay artistas que precisamente se lanzan con fervor a lo dislocado, lo distorsionado, lo descompuesto.
 
Artistas con visiones de ojos rojos, de ojos inflamados, en llamas, que saben que un mundo sin penumbras es una imposibilidad, y además no es aconsejable: con una luz ubicua y deslumbrante que no arroja sombras es más fácil tropezar medio cegados. Si nuestro mundo es tenebroso y enigmático, más nos vale aprender a manejarnos. Y esa necesidad de cartografías explica por qué rastrean en busca de incoherencias, alienaciones, desasosiegos, desmoronamientos, conflictos, dramas, deformidades, alucinaciones.
 
 
 
Mirar de frente
 
Esas imágenes de lo que está más allá y más acá de las superficies pulidas ¿nos resultan útiles porque de su mano vivimos una breve experiencia intensa y emocionante de inmersión en el horror para luego, y gracias a ella, volver a sentirnos a salvo? ¿Es una catarsis, sentimos que nos purificamos, que dejamos a buen resguardo –en ese mundo imaginario– lo espantoso que de otro modo podría penetrar la carne?
 
Sin duda hay mucho de eso, sabemos que apartar los miedos sólo consigue que se hagan fuertes y nos acosen con más poder. Así que es más lúcido mirar de frente que de reojo a todo aquello que, reprimido, se agranda y termina por imponerse. Pero un rato, de forma ordenada y domesticada, para nombrarlo y fijarlo en un registro simbólico y formalmente depurado. Es un modo astuto de arriesgar sólo lo imprescindible, de exorcizar cada cierto tiempo a nuestros fantasmas, de examinar las pesadillas protegidos tras un cristal.
 
Astuto pero inoperativo a largo plazo, pues no es sino un modo de huir de los conflictos reales ilustrándolos. Lo que, aunque no tanto como cerrar por completo los ojos, también atenúa o encubre la experiencia de la opresión y, por tanto, y como avisaba Marcuse, puede producir indolencia, parálisis.
 
Si a las imágenes no se les permite ocupar más espacio que su propia superficie, si se las relega o frivoliza, si son un consumo pasajero, quedarán como soluciones ilusorias atrapadas en el reino del arte, no podrán cambiar nuestras percepciones e interpretaciones del mundo, no se producirá una imbricación de lo simbólico con lo político, lo social, con la vida real. Para eso hay que sumergirse en ellas, hay que dejar que nos afecten.
 
Pero en todo caso, como experiencia circunscrita o (tanto mejor) como vivencia convulsa, es realmente importante lo que en las imágenes de lo oscuro y lo enterrado atisbamos: que bajo las apariencias de soberanía y completitud no nos gobernamos ni a nosotros mismos, que estamos divididos o incluso fragmentados, que somos ex-céntricos y metamórficos. Y que no hay una forma de identidad que no incluya esa extrañeza.
 
Que podemos alejar, arrinconar, encerrar a los locos y a los monstruos, intentando así ordenar el mundo en conceptos claros y separados y protegernos al otro lado de la línea divisoria, pero íntimamente sabemos que representan nuestra propia fragilidad y vulnerabilidad. Porque las paredes que separan nuestra normalidad de nuestras deformidades, nuestro juicio de nuestras enajenaciones, no son estancas sino llenas de poros, algunos grandes como boquetes.
 
 
Luz y tinieblas
 
Gran parte del arte desde la modernidad –acompañado por la filosofía, la antropología, la sociología, la semiótica, el psicoanálisis, la medicina…– se ha dedicado con ahínco a desmontar la idea del sujeto unificado y al control, a convencernos de que la alienación no es algo secundario que le ocurra a un individuo previamente sano, sino la forma en que estamos constituidos. De que nuestra identidad es discontinua, heterogénea, fluida, procesual. Las imágenes que bucean en lo abyecto, lo extraño, lo perverso, lo anormal, lo turbio, lo inquietante… son parte de una apasionante multitud de maniobras desmitificadoras.
 
Y la suya es una estrategia particularmente interesante, porque no son meramente desconstructoras de esa imagen ilusoria del sujeto sano y soberano, lo que podría provocar un simple anhelo nostálgico del espejismo de orden, sino propositivas. Ya que el ser humano compuesto de luz y tinieblas es en alguna medida una reconstrucción de esa subjetividad fracturada, que opera añadiendo los pedazos arrancados: sabiendo y aceptando que los procesos irracionales e inconscientes constituyen también la subjetividad, que lo siniestro es consustancial a lo familiar, que la monstruosidad o la locura no son cuestión de calidad sino de cantidad, que cada cuerpo será inevitablemente un cadáver… podemos reintegrarnos, recuperar cierta compleja plenitud.
 
Porque esa otredad que también somos no es necesariamente destructiva, muy al contrario, es potencialmente enriquecedora. No se trata de pretender un estado final definitivo e ideal por completo armónico y libre de contradicciones, pero sí de dejar de ser un campo de batalla psíquico por no reconciliarnos con las que vamos conociendo.
 
 
Otra subjetividad, otra sensibilidad, otra experiencia
 
Mirando más de lejos, al conjunto de individuos, se repite un esquema similar: las representaciones tenebrosas y distópicas juegan en un terreno resbaladizo, pueden ser revolucionarias pero también contener revoluciones. Lo simbólico puede permear y arrasar lo real, o bien al contrario, servirle de cortafuegos para que nada lo importune y lo transforme.
 
Es bien sabido que bastantes imágenes del error, del caos, del mal –tanto las fantásticas como las que intentan cierto carácter documental– le resultan convenientes al sistema: sitúan en otra parte, o reducen a tan sólo una pequeña parte, los problemas enormes de los que es responsable y que nos provocan una cantidad indigerible de angustia. El peligro es culpa del psicópata, el miedo es culpa del monstruo.
 
Los diferentes, que incluso si son una multitud son seres marginales y no representan por tanto la esencia de la organización socio-política sino su reverso, cargan con todo el horror, y al hacerlo actúan como válvulas de escape y chivos expiatorios. Su estereotipación es una burda manipulación pero resulta una táctica eficaz: se desvían o despistan culpas y responsabilidades, y así en última instancia asientan el orden que les ha definido como amenazas al orden.
 
Pero aunque las representaciones que tratan de subyugarlos sean más numerosas, desde el mundo del arte surgen las que los reivindican, las que precisamente denuncian esas prácticas estigmatizadoras mediante las que el sujeto fundamentalista crea a sus otros, a sus locos, a sus monstruos.
 
En medio de la multitud de imágenes espectaculares de lo atroz que nos asaltan cada día hasta lograr anestesiarnos intentan recuperar, gracias a la experiencia estética, la intensidad y pasión imprescindibles para que el arte tenga algún poder emancipatorio: provocando aún el malestar que el sufrimiento merece, penetrando en la banalidad del mal, exponiendo dónde está la verdadera irracionalidad del sistema, estimulando la subversión de lo reprimido frente a la ley y el canon que lo condenan.
 
Proponiéndonos otra subjetividad, otra sensibilidad, otra experiencia, que surjan desde lo que hasta ahora estaba enterrado y descalificado y que sugieran otras formas, menos rígidas y brutales, de ser y estar.
 
Las imágenes del otro lado surgen porque el sujeto y la estructura social están resquebrajados, las censuras ya no funcionan y las fisuras crecen. Al filtrarse por ellas pueden producir una disrupción del orden individual y político, pero es un desgarramiento que tan sólo sacudirá una costra purulenta, a trozos reseca. Esperemos que debajo haya carne fresca.
 
 
 
Son muchos los ensayos lúcidos que tratan de estos temas, pero quiero citar, entre ellos, los de mis amigos, tan sabios:
 
José Miguel Cortés (1997): Orden y caos, un estudio cultural sobre lo monstruoso en el arte; Anagrama, Barcelona.
 
Estrella de Diego (1998): “Historias góticas”, en Espacio Uno. Un espacio, catálogo; Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Fundación Marcelino Botín, Madrid, pgs. 20-42.
 
José Jiménez (1989): La vida como azar. Complejidad de lo moderno; Mondadori, Madrid.
 
Alberto Martín (2013): “Figuras en el fuego”, en El infierno son nosotros. Histeria y posesión, catálogo; Museo Patio Herreriano, Valladolid, pgs. 40-69.
 
Isabel Tejeda (2010): «Marina Núñez o la construcción del cíborg. Un discurso multimedia entre la utopía y la distopía”, en revista Icono 14, Año 9, vol. 1; Facultad de Ciencias de la Información, Universidad Complutense de Madrid, pgs. 91-109.