Marina Núñez
Carne
Mª Carmen Africa Vidal (editora): “La feminización de la cultura”, Ed. Centro de Arte de Salamanca, 2002, pp. 241-246.

 

La investigación en vida artificial utiliza en los últimos años terminología robada a la biología. Habla de genes, neuronas artificiales y evolución, intentado en cierta medida comprender al software como un organismo y la inteligencia artificial como un ente emergente y evolutivo. Pero es un camino de dos direcciones: en este proceso de acercamiento entre lo orgánico y lo mecánico, los humanos son tratados como sistemas de procesamiento de información.

En la última década del siglo XX, el robotista Hans Moravec afirmaba que la identidad humana es esencialmente una pauta informativa. Esta proposición podrá ser demostrada, sugería, cuando seamos tecnológicamente capaces de descargar la conciencia humana en un ordenador, pasando las pautas de las redes neuronales idiosincráticas de nuestra mente a su memoria. Suponiendo que tal descarga fuera posible, Moravec está afirmando que la conciencia humana, en un medio enteramente diferente, permanecería invariable, como si no tuviera relación con lo corporal.

Moravec, como tantos otros científicos, se sitúa en una tradición afianzada. Pensemos que, ya en 1950, Norbert Wiener, considerado el padre de la cibernética, propuso, basándose en las mismas asunciones, que era teóricamente posible telegrafiar a un ser humano. Para él es obvio que la identidad no reside en la naturaleza física de unas células que, de hecho, van siendo reemplazadas a lo largo de la vida, sino en las pautas de organización que las ordenan. Por tanto se podría desmaterializar el cuerpo, codificándolo en una pauta informativa y rematerializarlo o descodificarlo, intacto, en un lugar remoto (tal y como se representa en películas como La Mosca o en series como Star Trek).

Consecuentemente, para entender a los humanos, uno sólo necesita entender cómo los códigos informativos que los definen, o que ellos encarnan, son creados, organizados, almacenados y actualizados. La información es la esencia que el cuerpo tan sólo expresa.

 

En suma, una característica definitoria del presente momento cultural es la creencia de que los patrones informativos son más importantes que las instancias materiales. Por lo tanto, su incorporación en un sustrato biológico es un mero accidente de la historia y no una característica indispensable para la vida, ni definitoria en concreto de la humanidad. Cadenas de carbono para los organismos, cadenas de silicio para las máquinas, qué más da, eso le es indiferente a la conciencia humana, porque la materialidad en la que la mente pensante está instalada es superflua a su naturaleza esencial [1].

 

No es difícil entender de dónde sale este desprecio del cuerpo. Nuestras tradiciones lo avalan. Una visión cristiana en la que la carne es celda del alma y fuente de pasiones que empañan el rigor moral, una visión cartesiana en la que la razón es la esencia de la humanidad y el cuerpo tan sólo un objeto cuyos engañosos sentidos perturban el conocimiento objetivo. Para ambas el cuerpo es un impedimento biológico que ata al hombre a la mentira, el pecado, la enfermedad, la locura, el caos.

La cibercultura, en otros terrenos tan subversiva, radicaliza esta tendencia. El desprecio del cuerpo es una característica en común del sujeto liberal humanista y del posthumano cibernético. Cambian las palabras: lo que se ha llamado alma, y luego razón, ahora se llama información; pero la oposición entre la carne opaca y pesada, por un lado, y el ser etéreo y descarnado, por el otro, se mantiene imperturbable.

En las narrativas ciberpunk, el placer de la interfaz hombre-ordenador resulta en parte de la posibilidad de olvido del cuerpo que nos ofrece ese imaginario microelectrónico, esa representación espacial de redes transnacionales y bases de datos llamada ciberespacio, por el que nuestra conciencia se desliza poderosa, incorpórea y libre. La palabra carne es ampliamente usada en estos textos para referirse al cuerpo humano [2] .

Por supuesto, el término carne conlleva una connotación negativa, es un insulto. Ser carne significa la prisión en una limitadora envoltura corporal que no es apta para desenvolverse en los nuevos ambientes tecnológicos. Como dice el escritor de ciencia ficción Sterling: “¡El conocimiento es poder! ¿Acaso crees que tu pequeña frágil forma -tus rudimentarias piernas, tus ridículos brazos y manos, tu minúsculo y arrugado cerebro- puede contener todo ese poder? ¡Por supuesto que no! Tu raza está estallando en pedazos bajo el impacto de su propio saber. La forma humana primigenia se está volviendo obsoleta.” [3]

 

Pero intentemos verlo bajo un aspecto positivo: si la corporeidad llega a ser irrelevante, ¿no debería esto alegrar a todos los que han sido definidos como cuerpos y como cuerpos maltratados? Las mujeres, por poner un ejemplo.

Porque si los hombres han intentado identificarse con la conciencia y han convertido su cuerpo en un objeto extraño, en el no-ser, el no-yo, las mujeres lo han tenido más difícil, ya que han sido representadas como las poseedoras de cuerpos sobre-presentes, inolvidables, indiferenciados de sus facultades mentales. Lo cual, en una cultura que los devaluaba, no era precisamente una ventaja. Por si fuera poco, esos cuerpos no eran los adecuados, sino los defectuosos, por eso había que disciplinarlos limpiándolos, depilándolos, masajeándolos, desodorizándolos, maquillándolos, conteniéndolos en fajas, incluso intentando despojarlos de su carne mediante una buena anorexia a tiempo.

La cultura occidental ha efectuado una equiparación poco sutil entre la feminidad y lo monstruoso, que ha tenido mucho que ver con la equiparación de feminidad y maternidad.

Los cuerpos femeninos han sido descritos como cuerpos grotescos, es decir, como cuerpos inacabados, siempre en proceso, metamórficos; pero el paradigma es la completud y la inmovilidad, y la inestabilidad y multiplicidad de un cuerpo que fluye ha sido estigmatizada como peligrosa e ilegítima. ¿No fue el diablo quien dijo: “Mi Nombre es Legión, pues Somos Muchos?

Han sido descritos como cuerpos obscenos, es decir, cuerpos excesivos, desbordados, transgresores de límites o fronteras; pero el paradigma es un cuerpo literal y simbólicamente cerrado, aislado, impenetrable, con unas fronteras bien definidas con el mundo, fronteras tradicionalmente marcadas por esa armadura que es la piel.

Han sido descritos como como cuerpos abyectos, es decir, heterogéneos, ambiguos, mixtos; pero el paradigma es un cuerpo puro y homogéneo, y toda simbiosis con la otredad es percibida como potencialmente infecciosa o contaminante.

 

Luego, si la materialidad corporal nos ha sido tan poco favorable, ¿no podríamos aprovechar las perspectivas subversivas que la desaparición de la corporeidad abre? ¿No sería el etéreo ciberespacio un lugar perfecto para aparcar a un lado las diferencias de género? De hecho, sabemos que ya mismo, en los chats, todo el mundo miente sobre su sexo, sobre su color, sobre su edad, su posición social… experimentando con un concepto del yo fluido y flexible.

Pero hay que hacer esta suposición con mucha cautela, porque fue precisamente porque ciertos cuerpos no estaban identificados con el ser por lo que pudo el sujeto del humanismo pretender la universalidad de la esencia humana, una pretensión que depende del borrado de las marcas de la diferencia corporal. Es esa razón que se ve a sí misma como descarnada, y por tanto descontextualizada, la que se puede sentir poseedora de puntos de vista ideales, no implicados ni subjetivos, la que tiene la exclusiva de la verdad.

Y todos sabemos que esa definición supuestamente universal y abstracta del ser humano elevó a la categoría de paradigma a un sujeto que resultaba tener un cuerpo bastante concreto, el de un hombre, occidental, blanco, de clase media o alta, heterosexual. Y sabemos también que ese hombre convirtió ciertos supuestos culturales, que eran consensos arbitrarios y coyunturales, en conocimientos puros, neutrales y objetivos, estableciendo, desde esa certeza, normas que supusieron el rechazo y la colonización de todo lo catalogado como diferente.

Luego no está de más desconfiar de la desaparición del cuerpo y la consecuente conciencia inmaterial e infalible, aceptar que todo discurso es un discurso dependiente del cuerpo que lo emite, contaminado por concretísimas perspectivas parciales. Si los esquemas heredados no se modifican, puede que el nuevo cíborg incorpóreo mantenga las clásicas veleidades absolutistas.

 

De momento, en todo caso, a pesar de la evidente desestabilización del género que supone la posibilidad un cuerpo virtual elegido a voluntad, o quizá más bien a causa del miedo que provoca  esa desestabilización, el abandono transitorio del cuerpo físico no tiene impacto discernible en la identidad de género.

Al menos, eso es lo que se deduce de gran parte de la ciencia ficción popular, en la que se hipermasculinizan o hiperfeminizan los personajes para minimizar la crisis y fortificar las subjetividades convencionales.

Los cow-boys de consola de las narrativas ciberpunk son, hasta en el nombre, los típicos héroes americanos determinadamente masculinos, que penetran simbólicamente el espacio femenino  adecuadamente llamado la matriz. En películas como El cortador de césped o Matrix, los enfrentamientos entre entidades virtuales masculinas se resuelven a puñetazos, con un derroche absurdo y anacrónico de músculos y violencia. Por su parte, los cuerpos lujuriosos de las cibermujeres que pueblan los comics poseen enormes pechos, y las heroínas de libros y películas están obsesivamente confinadas en narrativas sobre la reproducción y la función maternal.

Y en la vida real, la elección de cuerpos e identidades a la carta, si bien potencialmente subversiva, aún no ha escapado a la estereotipación más típicamente patriarcal. Como se pregunta un usuario de internet: “Si yo, que soy biológicamente un hombre, me conecto a líneas de contactos utilizando el nombre “Calentorra”, me describo como una pelirroja de medidas “90-60-90” en busca de acción dura, y ligo y me acuesto con alguien cuya descripción dice que es “un joven negro y atlético que busca una mujer que se lo coma entero”, ¿de veras importa que en realidad yo sea un ejecutivo blanco de mediana edad?”

La situación es realmente insidiosa. Si en un mundo que podría ser postgenérico la masculinidad y la feminidad se reafirman en vez de dispersarse, eso sugiere que el género es una esencia trascendental en vez de una construcción cultural. En un mundo sin cuerpos humanos, parecen decirnos las conservadoras narrativas dominantes, lo tecnológico tendrá género y habrá aún una jerarquía patriarcal.

 


[1]  Para un amplio desarrollo de estas ideas, ver N. Katherine Hayles: How we became posthuman, The University of Chicago Press 1999.

[2]  Ver Claudia Springer: “The pleasure of the interface”, en Jenny Wolmark (ed.): Cybersexualities, Edinburgh University Press 1999, pp. 34-54.

[3]  Citado en Mark Dery: Velocidad de escape, Siruela 1998, p. 165.