Isabel Tejeda
Carne
Marina Núñez «Carne», catálogo, Ed. Junta de Murcia, Murcia 2001.

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Bajo uno de Los Desastres de la Guerra, Francisco de Goya, escribió: “Yo lo vi”. Antes de la invención de la fotografía, es preciso recordar que la pintura o el grabado tenían, entre sus funciones, la de reflejar la historia, la de tener un valor documental. Quizás el horror que desprendían algunas de estas imágenes se acercaba tanto a sus exploraciones dentro del ámbito de los delirios irracionales y de lo fantástico que Goya necesitó ofrecer una aclaración escrita bajo la imagen. Quizás ya era consciente de una de las cuestiones que la época que le tocó vivir consideraba contradictorias: que la razón y la imaginación se alimentan mutuamente [1].

En ocasiones la realidad es tan extrema que supera en intensidad cualquier hecho imaginable. Pero es que la ficción, como de manera clarividente nos hizo entender Goya, se alimenta de las experiencias cotidianas, de los miedos y de los deseos. Con el antecedente de las delirantes imágenes de El Bosco, las pinturas de La Quinta del Sordo y, un siglo después, las inmersiones oníricas de Redon, Rops o Kubin, se nutrían en las aguas de la cultura popular, cuentos de brujas volantes, olorosos engendros y fábulas que la Ilustración había intentado erradicar. Por otro lado, la literatura de ficción, desde el romanticismo, pasando por el Frankenstein de la Shelley, el Dorian Gray de Wilde, o el Samsa de Kafka, ha narrado historias de monstruos que, como reflejo y metáfora de los miedos de una sociedad, eran la otra cara de lo humano. El otro que vive dentro de cada uno.

En el cambio de un milenio a otro se insinúa una poética afín a estos antecedentes catalogados como visionarios [2], que insiste en el análisis del concepto de alteridad y en el cuerpo humano como ámbito de toda especulación, como lugar de las preguntas, espacio de los cambios, lugar de las sospechas. Si los artistas del siglo XIX auxiliaron a la medicina en la demonización de ciertas enfermedades construyendo sus imágenes visuales -enfermedades personificadas en anatomías femeninas o, y no por casualidad, en calaveras; si se profundizaba más allá de la epidermis en los secretos de la psique y surgían increíbles escenas que superaban el terreno de lo posible, resulta interesante constatar que en el siglo XXI vuelve a ser el cuerpo la diana –una diana cuyo vacilante centro cambia de lugar y de forma constantemente- a la que esta poética apunta. Un cuerpo que mantiene parcialmente su imagen, si bien transgrede su materialidad.

El increíble cambio que ha supuesto para nuestra experiencia cotidiana el desarrollo de las nuevas tecnologías y de la robótica y la aparición del espacio virtual que es Internet, lleva propulsando desde hace unos veinte años los vuelos de mentes imaginativas y sin prejuicios procedentes de las más diversas esferas que  se han acercado -a veces de modo fantástico, en otras de forma que roza lo inmediatamente posible- a una rica variedad de posibilidades sobre nuestro futuro. Una de las cuestiones que ha provocado una amplia literatura crítica al respecto, ha sido la posible disolución del sujeto paradigmático occidental -construido a lo largo de siglos por nuestra cultura en su autonomía, pureza, homogeneidad, esencialidad e invariabilidad- debido a la aparición de la propuesta  cíborg [3] como reconfiguración posthumana con subjetividad nómada.

Si bien es preciso indicar que la filosofía y el pensamiento en general han tratado la cuestión del cuerpo cibernético, lo cierto y verdad es que son la  literatura y el cine de ciencia ficción, seguidos a distancia por las artes visuales contemporáneas, los que construyen imágenes de lo que vendrá que han conseguido calar más profundamente en el imaginario colectivo –creaciones éstas que fusionan las investigaciones científicas con el vuelo en caída libre de la ficción. Desde los replicantes de Blade Runner de Ridley Scott (1982), con el antecedente en Metrópolis de Fritz Lang (1926), en la que los superiores androides se acercaban tanto a lo humano como para suplicar y morir por un pasado, hasta las mentes humanas procesadas como información y retenidas como software en la Red del Flatline en el Neuromante de Gibson [4], el cine y la literatura se han posicionado y han analizado las ventajas y las desventajas de esta unión entre lo humano y la máquina que se denomina cíborg. En algunos casos la Red se formula como un espacio de insólita libertad en la que, por fin, el ser humano se despojará del peso y las cadenas del cuerpo. En otros, recordemos la magistral The Matrix, un inesperado vuelco nos remite a la posible cárcel que puede suponer, precisamente, convertirnos en software [5].

Amén de esta encendida dialéctica entre los entusiastas partidarios y los detractores agoreros del ciberespacio y de la cultura cíber en general -algo que en primera instancia nos resulta lejano porque se desarrolla en el terreno de la ficción-, lo cierto es que cada vez más autores nos recuerdan cómo, en realidad, nos relacionamos continuamente con la impureza y el sentido híbrido y cambiante de los cibercuerpos; cómo los llamados cíborgs técnicos [6] pueblan las pantallas de cine –pensemos en las múltiples  operaciones  a las que se someten las estrellas del celuloide-, o surgen gracias a las milagrosas soluciones que ingenia la medicina para diferentes dolencias –desde los implantes de órganos artificiales hasta los chips que pueden permitir que un tetrapléjico se comunique con su ordenador, que su computadora sea una extensión de su cuerpo. También la era cíborg entra en nuestros estómagos y pasa a convertirse en sangre, fluidos y energía a través de los alimentos dietéticos y de la química farmacéutica.

Los últimos trabajos de Marina Núñez (Palencia, 1966), paralelos a su faceta teórica, se adentran en esta fusión de lo humano y la máquina ofreciendo una toma de postura que se sitúa a medio camino entre la apasionada tecnofilia y la agorera tecnofobia.

Su anterior serie realizada a mediados de la década pasada, presentaba una teratología de locas que se trenzaba con la patología social de la histérica que construyó Charcot en la Salpêtrière alrededor de las mujeres. Se situaba dentro de una línea foucaultiana de pensamiento que ponía en evidencia que las definiciones de locura varían según los distintos momentos culturales [7]. Sobre estas imágenes de miradas idas y cuerpos retorcidamente eróticos a los ojos voyeuristas de aquel psiquiatra francés del siglo XIX, Marina Núñez superponía sus mujeres. Figuras harto físicas que, con un gore paradójicamente elegante, se acomodaban en el terreno de la ficción y excedían lo humanamente posible al prescindir de la limitada capacidad de dolor que se puede soportar consciente; que atravesaban las posibles visiones internas de la locura, el yo otro que se mira hacia adentro. Pintó personajes que levitaban atraídos por una fuerza exterior; que se arrancaban la piel apoyados sobre la nada para mostrarnos los músculos como si con ellos se pudieran hacer trenzas, como si desearan llevar al extremo los juegos infantiles de arrancar con los dientes un padrastro y llevarse detrás el resto del brazo. Cuerpos que habitaban mujeres alienadas que con sus tremendas pero aparentemente indoloras acciones, diluían  la existencia de fronteras entre el interior y el exterior.

Con la serie Ciencia Ficción presenta una nueva teratología: de un estado de enajenamiento mental con un cuerpo metamórfico que se destruye a sí mismo,  a un cuerpo nuevo que se siente igualmente extraño. Sus personajes, en un paulatino proceso de transformación, van perdiendo la apariencia y los atributos visibles que han construido el género  para ofrecer a través de su piel la existencia de energías extrahumanas que se travisten en nuevos canales que conectan los órganos y las extremidades; cuerpos que han mutado y que ya no son humanos pero tampoco máquinas. Que son algo nuevo.

 

En 1998, Marina Núñez presentó en La Gallera de Valencia una serie, Sin Título (Monstruas), que fusionaba cuestiones tratadas en Locura y Ciencia Ficción. Se trataba de personajes, en su exterior de apariencia absolutamente humanos, que abrían su caja torácica para mostrarnos un interior carente de órganos y de sangre, un interior de conexiones verdes y rojas y extraños elementos metalizados. En realidad, como la propia Marina Núñez plantea, no se ha producido entre estas tres series ningún salto, sino que deben entenderse como una continuidad, como una dilatación de las mismas cuestiones que analizan la situación de “cuerpos no normativos, grotescos, cuerpos otros”. Una nueva teratología de seres diferentes que desarrolló ampliamente en sus posteriores piezas en Zona F [8], en sus individuales en las galerías Salvador Díaz y Tomás March o en su última muestra en la sala El Roser de Lérida comisariada por Glòria Picazo.

Carne [9], el título de la exposición de Verónicas, funde la  poética en la que se inscribe el trabajo de Marina Núñez con la retórica que envuelve este lugar concreto. Verónicas es un espacio fuertemente connotado por sus características arquitectónicas y por el pasado que lleva a cuestas. Se trata de una iglesia conventual del siglo XVIII actualmente desacralizada que estaba anexada al desaparecido convento de las monjas verónicas. Arquitectónicamente hablando es muy sencilla: una iglesia de tres naves con una magnífica cúpula iluminada por óculos sobre el crucero, que muestra de manera prácticamente virgen y sin elementos decorativos la arquitectura primigenia. Como todos los templos cristianos, cuyos alzados y plantas se fueron formulando a lo largo de los siglos según sus funciones simbólicas y los ritos de su liturgia, presenta la típica  dualidad cielo-tierra –el espacio de Dios y de lo espiritual y el espacio de los hombres- que queda reflejada en la estructura en altura;  las bóvedas y las cúpulas estaban reservadas a trampantojos que simulaban los felices ámbitos celestiales en los que Dios, los ángeles y los santos se mostraban ingrávidos, con una corporeidad únicamente visual.

Bajo la iglesia se encuentra el cementerio de las religiosas accesible por una trapa con argollas en el crucero. Unas catacumbas que -solemos olvidar-, siguen estando bajo nuestros pies. La utilización de los sótanos de las iglesias como catacumbas o el propio suelo de alguna de las capillas como lugar de enterramiento estuvo bastante extendida en el pasado por su consideración de ámbito sagrado. El cuerpo se inhuma para hacerlo desaparecer mientras que el alma asciende al ámbito que simboliza la cúpula, el cielo, la vida eterna.

Marina Núñez ha insistido en el hecho de que su obra carece absolutamente de cualquier lectura de cariz religioso o incluso espiritual -aunque parece evidente su reutilización de convenciones expresivas e iconografías pactadas por la historia de vírgenes o santas en éxtasis para su conformación caracterológica de las locas-, sin embargo, en esta ocasión ha aprovechado la peculiaridad de espacio connotado de Verónicas, se ha  adaptado a las separaciones simbólicas entre cielo y tierra que presenta. Una escisión de la que se sirve para superponer su propia retórica [10]. De esta manera el espacio recobra parcialmente su sentido y sus divisiones simbólicas.

En los alrededores de la cúpula de Verónicas vuelan y planean [11] diez figuras aladas. Diez figuras antropomórficas cuyos perfiles y volúmenes han sido traducidos digitalmente en una delgada línea infográfica fluorescente que delimita sus masas transparentes. Son seres que han sufrido una mutación. Un híbrido con forma humana que ha perdido parte de sus atributos –detalles fisiognómicos, cabello, atributos sexuales- y que ha ganado alas. Pero no son las alas zoomórficas de las antiguas sirenas de la mitología clásica o de los ángeles de la iconografía cristiana, ni las transparentes de insectos de las hadas en los cuentos populares. Son las alas de la tecnología. La fusión entre los artilugios voladores soñados por Leonardo y el cuerpo humano, entre el parapente, el ala delta, los reactores, los satélites, las estaciones orbitales y el cuerpo. Son nuevos ángeles felices que han perdido características genéricas, que han eliminado el peso de las vísceras, de los sesos, de los músculos y de la carne. Que han substraído su cuerpo y con él sus sudores y fluidos. Que también han eliminado el dolor, el envejecimiento y la muerte. Que son metafóricamente ingrávidos porque aquello que les hacía estar pegados a la tierra, que les impedía el grado de libertad y felicidad que ahora revelan, ha desaparecido: su cuerpo. Seres fisiognómicamente clónicos diferenciados por las formas caprichosas de sus alas, cada una con un diseño autónomo. Como si siguieran una moda.

Vuelan y planean en el espacio del deseo. En la matriz. La cúpula se muestra como metáfora del espacio virtual de la Red.

Para una parte importante de los robotistas actuales el ser humano no es más que información. Si nuestro cuerpo se transforma cada diez años de forma absoluta y no pervive ni una sola de las células, significa que la esencia que permite que sigamos siendo nosotros, que conservemos nuestra memoria y que sigamos siendo el encuentro y choque de nuestras circunstancias pasadas, es información. Por tanto, y según esta teoría que mantienen así mismo muchos tecnófilos y parte de la filosofía cíber, al morir, o por qué no, antes de que esto ocurra, nuestra esencia como información podría migrar  al software para vivir-permanecer, de esta manera, eternamente. Es decir, estos robotistas considerarían que el fenómeno del Flatline de Gibson será posible. Es más, lo estiman un ideal de futuro [12].

En esta formulación, lo tecnológico se plantea como una “antítesis del organismo y de los valores humanos”. Según Rosi Braidotti, este antagonismo debe ser rechazado para sustituirlo por una comprensión de lo tecnológico entendido como “una prolongación de lo humano, intrínsecamente ligado a él” [13]. La propia Marina Núñez, en los escritos referentes a esta cuestión, ha analizado, en línea con Haraway, cómo las divisiones tradicionales que construyen y marcan la identidad occidental y que en la postmodernidad se manifiestan obsoletas,  pueden ser básicamente alteradas y subvertidas por el cuerpo e identidad cíborg. Mientras las dicotomías entre naturaleza y tecnología, original y simulacro, homogeneidad e hibridación o  autonomía e indiferenciación son transgredidas por la identidad cíborg [14] -una identidad en continua construcción que prescinde de los modelos al uso-, hay una dicotomía que sale reforzada y que tiene su origen en el pensamiento platónico: la división entre materialidad e inmaterialidad basada en la distinción entre cuerpo y espíritu que conlleva el desprecio por el primero y la superioridad del segundo [15]. Que juzga al cuerpo como un lastre dañino y sometido que nos acerca a  las pasiones incontrolables, a lo animal, a los humores, a los fluidos, a la muerte. Una dicotomía que se mantiene en el cristianismo con la separación entre el alma y el cuerpo, y en el pensamiento ilustrado entre la razón y la pasión. Esta polaridad es renombrada por la cíbercultura: información y carne.

Ante el mantenimiento de esta dualidad, ante la soberanía de la información y el menoscabo hasta la extinción del cuerpo, surge la alarma crítica de Braidotti que, de forma retórica, también suscribe Marina Núñez al ofrecer a los pies de los voladores y planeadores que surcan el cielo de Verónicas, la otra cara de la moneda. Las líneas infográficas se han teñido de rojo, se ha corrompido su delgada continuidad, se ha quebrado su seguridad, se han deformado, achaparrado su elegante forma, se han caído. Yacen sobre fosas-cajas de luz recién abiertas. Son los errores de cálculo, los reflejos negativos de los voladores. Aquellos cíborgs que representan el infierno o el fracaso del paraíso, la basura que se esconde en sus bambalinas [16]. Son ícaros abatidos, erratas y defectos de programa que no pueden volver a la material casa del cuerpo que fue despreciada y desterrada. Cada uno de estos monstruos -monstruos entre los monstruos- ocupa su tumba.

Esta instalación presenta una lectura narrativa que transcurre del cielo al infierno en la que se ironiza sobre una ficticia vuelta desesperada hacia lo humano cuando ya no se dan las circunstancias que lo hacen posible. Demonizado el cuerpo tras milenios de cacareadas carencias finalmente se le ha hecho desaparecer. La imagen cibernética de la muerte  acaba siendo enterrada con el único rito con aroma de humanidad que le es posible. Pero los gusanos no tienen nada que horadar, nada que llevarse a la boca.

En las capillas laterales de Verónicas se ofrece una tercera vía. La que aúna la información con la carne, con el cuerpo, resultado de lo cual seremos otra cosa. Ni carne, ni información, ni tecnología, sino una amalgama de todo ello. Son los espejos en los que nuestro reflejo  ofrece en primera instancia la imagen de una máquina sobre nuestro pecho, una turbina tras la cual se esconden las vísceras humanas, el cuerpo en su imagen más táctil, inquietante y repulsiva. No hay jerarquías, sino únicamente la presencia visual mayor de una metonimia de la tecnología que sustituye en  apariencia a la epidermis; sin embargo la identidad de la cosa se transforma según el punto desde el que acecha nuestra mirada, encontrándose en sus variaciones las diferentes posibilidades.

Las mujeres bajo las sábanas recostadas sobre el suelo  son otra metáfora de esta misma idea, sin embargo, en estas piezas la superficie de la piel  ofrece la apariencia de lo humano, de lo humano bello. Por esto son las imágenes más siniestras de la exposición. Como una continuación de las series Monstruas y Ciencia Ficción, estas mujeres de imagen parcialmente humana son cíborgs técnicos que no habitan en la matriz. Su construcción se ha asilado en nuestros propios cuerpos y producen, por empatía, la repulsión del espectador. Las sábanas transparentan una abyecta y radical transgresión del cuerpo por la adhesión de elementos irreconocibles… o por la eliminación de alguno de sus miembros. El proceso infinito de hibridación y  el polimorfismo, ya sea cosmético o más radical, al que nuestra sociedad, sus individuos y sus cuerpos está llegando, supone un cambio biológico. Aumentar el volumen de unos labios o de un pecho al calzarlos con silicona. Tener una oreja que ha crecido sobre un rosado ratón con el que, por tanto, compartimos ADN. Utilizar un corazón de metal y válvulas. Una prótesis en el lugar de la pierna destrozada. Manipular genéticamente. Trasplantar un órgano. Inocular una vacuna. Ajustarnos un casco de realidad virtual. Introducir unas lentillas en los ojos. Suprimir las costillas flotantes. Cambiar la pigmentación de la piel. Tener un clavo en la pierna. Utilizar una silla de ruedas. Ser usuario informático. Cuerpos, como subraya Braidotti, encarnados, “cuerpos múltiples, conjuntos de posiciones corpóreas” [17].

Como en la serie de La locura, estas mujeres –en realidad la misma mujer clonada hasta seis veces-  no sugieren estar trastornadas o alteradas respecto a lo que, bajo las sábanas, parece ocurrir en un proceso imparable. Hieráticas e inexpresivas unas, dormidas otras, como en éxtasis una tercera, descansan en su desasosegante y ambigua cama-cajón-tumba. Se perciben tras la sábana todas las mutaciones posibles, las que pueblan las pesadillas, las que emanan del deseo, las que surgieron en los bestiarios y mitologías plagadas de monstruos e híbridos de lo más variopinto. Cola de sirena o cuerpo de pulpo, pústulas de gran tamaño, desdoblamiento, pedúnculos cúbicos o, directamente, carencia de los órganos vitales. Bajo la belleza, la monstruosidad. Como dos caras de una misma moneda. Como la división de papeles que Dorian Gray hizo con su retrato, aunque los dos eran él.


[1] Su grabado “El sueño de la razón produce monstruos” alimenta precisamente esta interpretación.

[2] Estos artistas han sido definidos en muchas ocasiones como visionarios. Se les ha construido como  seres con unas condiciones extraordinarias ligadas al concepto de genio, de intuición y poseedores de una inspiración de carácter mítico. La poética contemporánea a la que nos referimos se sitúa en el terreno de especulaciones de posibles mañanas a partir de las experiencias, el pensamiento, los conocimientos y los avances tecnológicos y científicos.

[3] Vid. HARAWAY, Donna J. Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención de la naturaleza, Cátedra, Madrid, 1995. En línea con el discurso de Haraway, Marina Núñez considera que el cíborg sustituye al constructo de sujeto occidental por su heterogeneidad ya que participa de categorías mixtas “que minan las dicotomías u oposiciones binarias sobre las que se funda la cultura occidental (naturaleza/tecnología, original/réplica, verdad/simulacro, autonomía/indiferenciación…) y peca así contra el orden genético (e ideológico) corrompiendo su pureza”. Los cíborgs son construcciones que no se pretenden “esenciales, naturales, universales y eternas, sino coyunturales y mejorables, provisionales y elásticas, una especie de materia prima de la que todo procesamiento puede esperarse”. Vid. NÚÑEZ, Marina,  “Nosotros los cíborgs”, en VV.AA. (José Jiménez, dir.), El arte en una época de transición, Huesca, Diputación de Huesca, 2001.

[4] Flatline había sido,  en esta novela que marca el inicio de la literatura ciberpunk, un genio entre los hacker convertido en “una estructura: una cassette de circuitos ROM que reproducía las habilidades, obsesiones y reflejos de un muerto”. GIBSON, William, Neuromante, Barcelona, Minotauro, 1997, pág. 99.

[5] Thomas Anderson descubre en The Matrix que su vida no es más que un simple programa de software.

[6] Vid. NÚÑEZ, Marina, op.cit.

[7] FOUCAULT, Michel, Historia de la locura, México, FCE, 1979.

[8] Zona F fue un proyecto expositivo del EACC de Castellón dirigido por Ana Carceller y Helena Cabello en 2000 que planteó “una búsqueda a través de la influencia que en el mundo de las artes visuales han tenido los distintos modos de pensamiento feminista y los debates que han surgido en torno a éstos”.

[9] En la literatura ciberpunk llamar a alguien ‘carne’ supone insultarlo. ‘Carne’ es nuestra parte material, corpórea. La carne es el cuerpo.

[10] Me parece interesante señalar la utilización narrativa que Marina Núñez hace de este espacio concreto y que deseo relacionar con su atracción por lo literario. “Siempre he querido contar historias… De hecho imagino mis imágenes como párrafos, instantes congelados de un cuento”. Vid. PICAZO, Glòria, “Entrevista a Marina Núñez” en Marina Núñez (Catálogo de la exposición en la sala El Roser), Lérida, Ayuntamiento de Lérida, 2001, pág. 16.

[11] Mientras en las series anteriores sus personajes levitaban, lo que implica la existencia de una fuerza exterior a sí mismos y, por tanto, la parcial pérdida de voluntad, los personajes de Verónicas vuelan autónomos utilizando sus propios medios, por una decisión propia.

[12] Con respecto a esta especulación, el especialista en inteligencia artificial Marvin Minsky y creador del primer simulador artificial del sistema nervioso planteó: “cuando construí mi primera máquina… durante el verano de 1951, cada célula simulada consistía en media docena de tubos y era tan grande como todo un cerebro… Lo que resulta sorprendente es que en el año 2035, el equivalente electrónico al cerebro podría ser, gracias a la nanotecnología,  tan pequeño como la punta de un dedo. Esto significa que en nuestro cráneo podríamos tener todo el espacio que quisiéramos para implantar cada año nuevos tipos de percepciones, nuevos modos de pensar, cosas que ninguno de nosotros llega a imaginar hoy”. De esta manera, en lugar de provocar la desaparición del cuerpo que plantea la ficción de Gibson, se podría alcanzar una utópica inmortalidad que, curiosamente, lo fetichiza. Vid. MINSKY, Marvin L., La sociedad de la mente. La inteligencia humana a la luz de la inteligencia artificial, Buenos Aires, Ediciones Galápago, 1989.

[13] BRAIDOTTI, Rosi, “Un ciberfeminismo diferente” (Traducción de Carolina Díaz) en www.creatividadfeminista.org/artículos/ciber_braidotti.htm

[14] HARAWAY, op. cit.

[15] Vid. NUÑEZ, Marina, op.cit.

[16] Si en los anteriores trabajos de Marina Núñez se apreciaba una toma de postura positiva hacia las posibilidades de cambio y de disidencia que aportaba el cíborg, en esta exposición ofrece una imagen menos idílica que incide críticamente en el mantenimiento del maniqueísmo citado.

[17] BRAIDOTTI, op.cit.